Mientras sus sandalias crujían sobre los secos terrones del viñedo que atravesaban, se dio cuenta de que era la primera vez que sus pies pisaban fuera de la muralla. Su padre poseía un taller donde fabricaba talabartería, corazas y yelmos de cuero, y nunca había tenido intereses en el campo. Y en cuanto a Jasón, lo más lejos que la había llevado había sido hasta el puerto para ver zarpar alguno de sus barcos.
Esa muralla que dejaba atrás era la misma que desde ese momento la separaba de su vida anterior. A partir de ahora, bien fuera a sobrevivir o a morir en las próximas horas, nada volvería a ser lo mismo.
—Tengo frío, mamá —se quejó Nesi, medio en sueños.
Apolonia la arrebujó más en un pliegue de su manto y la apretó con fuerza.
Tras atravesar más viñedos y un higueral, llegaron a unos campos de cebada y trigo que esperaban la siembra del mes siguiente. Las alquerías estaban desiertas, y no había en los campos ni ovejas ni cabras ni vacas, pues los eretrios se habían llevado todo el ganado a la ciudad o a las montañas, y sólo el olor del estiércol revelaba que unos días antes sus rebaños habían pastado en aquel llano.
El cielo empezó a grisear, y contra su fondo frío Apolonia pudo distinguir una estribación del Olimpo que descendía hacia el oeste. Jasón le explicó que por allí, entre esa ladera y el mar, entrarían en la llanura Lelantina, la fértil tierra que antes pertenecía a Calcis y que ahora estaba en poder de los colonos atenienses. Si todo iba bien y las palabras de la diosa se cumplían, encontrarían algún barco que los llevara al otro lado del estrecho.
—Allí estaremos a salvo —dijo Jasón.
Por un tiempo,
pensó Apolonia
. Los persas han quemado Eretria, pero aún les queda vengarse de Atenas. Pero su esposo tenía el rostro tan demacrado que no quiso desanimarlo más.
Un niño o una niña gritaron con voz aguda en la cola de la comitiva. Apolonia se volvió, como los demás. Sobre la ciudad se divisaban negras humaredas, entre las que se adivinaba alguna lengua de fuego. Pero por delante de ellas, flotando encima de los árboles, se levantaba otra columna más clara, casi blanca. Apolonia tardó unos instantes en comprender que no era humo, sino polvo. Arges se tumbó y pegó la oreja al suelo. No tardó en levantarse y decirle a Jasón con gesto grave:
—Caballería.
Antes de caer prisionero de guerra y ser vendido como esclavo, Arges había servido de mercenario y explorador en Tracia, así que sabía de lo que hablaba. La voz corrió entre los fugitivos. Los hombres urgieron a las mujeres y a los niños a apretar el paso. Algunas que no estaban acostumbradas a salir de su casa ni para ir al Ágora a comprar se quejaban amargamente de sus pies doloridos. A la propia Apolonia le había salido una ampolla en el pie derecho, en la planta del izquierdo notaba algo húmedo y tibio que debía ser sangre, y tenía los brazos entumecidos de cargar con el peso de la niña; pero no dijo nada y trató de aligerar la marcha.
—¿Nos están persiguiendo? —preguntó alguien. Amonio miró hacia atrás y trató de tranquilizarlos.
—Los persas no pueden saber que estamos aquí. Debe ser una partida que está barriendo los alrededores de la ciudad por si hay otros fugitivos.
Pero mientras los perfiles del monte se teñían de una fría pátina morada, se hizo evidente que la columna de polvo estaba cada vez más cerca. Apolonia pensó en Esquines, de quien estaba cada vez más segura que les había abierto la puerta a los persas. ¿Habría cometido Jasón la imprudencia de hablarle del túnel que salía de casa de Amonio? Conociendo a su marido, seguro que la respuesta era afirmativa.
Apolonia creyó escuchar la aguda llamada de un pájaro, pero al prestar más atención se dio cuenta de que eran relinchos. De pronto vio la imagen de un persa arrancándole la ropa, y hasta creyó oír el seco chasquido de la tela rasgada por unos dedos manchados de sangre. Instintivamente apretó a Nesi, más por cubrirse los pechos que por proteger a la propia niña.
—¡Vienen a por nosotros, Amonio! —exclamó Terámenes.
—Hay que apretar el paso —animó el broncista, haciendo aspavientos para que todos aceleraran la marcha. Pero Jasón le agarró por el hombro y le dijo:
—Es inútil. No podemos escapar de la caballería. Aunque no fuéramos con los niños y las mujeres, nos alcanzarían.
—¿Y qué hacemos entonces? —Tú sabes lo que tenemos que hacer —respondió Jasón, y luego miró de reojo a Apolonia. La joven vio en su mirada un pozo negro y recordó las palabras de la diosa.
«Toma a tu hija y a tus criados contigo».
Sólo entonces reparó en que Atenea no le había dicho nada de su esposo.
Las mujeres y los niños se habían ido ya, junto con los esclavos más ancianos. Sólo quedaban los ciudadanos y sus sirvientes de confianza. Jasón se protegió las espinillas con las grebas de bronce, y después levantó los brazos para que Arges le asegurara los cierres laterales de la coraza campaniforme. Siempre le había costado ajustársela, pues su padre, de quien la había heredado, estaba más delgado que él. Pero en los últimos días Jasón había perdido tanta tripa que ahora el peto casi le quedaba holgado.
—Ya puedes irte, Arges —le dijo al esclavo mientras él mismo se calaba la cofia de fieltro hasta las orejas.
—No voy a ninguna parte, Jasón. Me quedo contigo.
Arges, que nunca había destacado por 'ser demasiado respetuoso, raras veces lo llamaba
déspota o kyrie
. Pero le había sido fiel durante más de diez años, y ahora sabía disimular el miedo mejor que el propio Jasón.
—No hay nada que hacer. Lo único que podemos conseguir es ganar tiempo. Vete —insistió Jasón.
—Lo sé —respondió Arges—. Por eso, cuantos más hombres seamos, más tiempo ganaremos.
Jasón le puso una mano en el hombro y le apretó con fuerza.
—Escúchame, Arges. Si de verdad quieres servirme, corre como si te persiguieran las Furias y alcanza a mi esposa y a mi hija. Ahora que no tienen ciudad, necesitarán a alguien que las proteja.
No me fío de los otros criados. Tú eres el único que puede hacerlo.
Arges agachó la cabeza y se quedó pensando unos segundos. Cuando levantó de nuevo la mirada, su gesto era casi de alivio. Su amo le había brindado una excusa honrosa para la retirada.
—Hazlo —insistió Jasón.
Arges asintió y se dio la vuelta. Pero antes de arrancar a correr se le ocurrió algo.
—Si sólo es caballería, aguantad en formación —le dijo, girando a medias el cuerpo hacia él—.
No os dejéis llevar por Fobo, pues si os posee el pánico y rompéis las filas estaréis perdidos.
—Dale instrucciones a quien te las pida, esclavo —respondió Antíoco, un marmolista al que le había correspondido formar a la derecha de Jasón—. Nosotros sabemos luchar como ciudadanos libres.
Arges le miró con desprecio, pero no dijo nada y se alejó trotando. Jasón comprendió que se había quedado solo, y que ahora él era el único bastión entre los persas y los miembros de su casa.
Salva a los míos, portadora de la égida
, le suplicó a Atenea.
Jasón miró en derredor, estudiando la posición. Estaban en el punto más estrecho que separaba los terrenos de Eretria de la llanura de Lelanto. A unos treinta o cuarenta pasos de ellos, a su izquierda, empezaba una cuesta pedregosa y sembrada de pinos y brezos que subía poco a poco hacia las estribaciones del monte Olimpo. A la derecha se extendía una playa de arena gruesa y oscura. Para cubrir todo el espacio que se abría entre el agua y el monte bajo habrían necesitado diez veces más hombres.
Amonio debió leer en su mente las dudas, porque le dijo:
—No te preocupes, Jasón. Los persas no pasarán de largo para perseguir a las mujeres. Nosotros y nuestras armas somos una presa más honorable. Lucharán.
—Sí. Lucharán —repitió Jasón, tragando saliva, y miró a su derecha.
El sol, que por fin había salido sobre el Olimpo, arrancaba a las olas reflejos blancos, pero todavía no calentaba. El viento terral de la noche se había retirado para dejar su lugar a la brisa del mar. Jasón respiró hondo; la nariz se le llenó de olor a sal, y los ojos de lágrimas. Como buen marino y viajero, siempre había dicho que quería morir al lado del mar y no dentro de sus aguas.
Ahora, pensó con amargura, su deseo se iba a cumplir.
Algunos esclavos se habían quedado con sus señores, pero ahora se apartaron hacia los brezos, armados de venablos y piedras. Una vez solos los ciudadanos libres, Jasón pudo contar cuántos eran. Cuarenta hoplitas. Sin necesidad de deliberar quién de ellos sería el jefe, Amonio dio las órdenes desde el principio. Siendo tan pocos, formar con ocho hombres de profundidad como en una falange convencional era ridículo. Para cubrir más terreno, el broncista los organizó en dos filas de veinte. En la primera emplazó a quienes tenían corazas de campana, como Jasón, o al menos de lino reforzado con escamas de bronce; y en la segunda formaron los que tenían las corazas de lino más finas o simples petos de cuero hervido.
En una batalla formal, el general habría hecho un sacrificio a los dioses. Pero allí no tenían víctimas que degollar, así que Amonio se limitó a levantar las palmas de las manos al cielo y a pronunciar una plegaria pidiendo ayuda a Zeus, a Eníalo y a Ártemis. Después se volvió hacia los demás. Aunque era un hombre con influencias, nunca había destacado en la asamblea por su oratoria, y su arenga fue breve.
—Esos cabrones no van a tocar ni a nuestros hijos ni a nuestras mujeres. ¡Vamos a joderlos bien! Los perseguidores ya estaban a la vista, a menos de dos estadios. Venían cabalgando por la playa en columna, de modo que resultaba difícil calcular cuántos eran. Pero al ver a los eretrios en posición, refrenaron el paso de sus monturas. Uno de los jinetes, montado en un caballo negro y seguido por un portaestandarte, desfiló ante los demás para distribuirlos o acaso arengarlos antes del combate. Tras unos instantes, los persas se abrieron en un frente mucho más amplio que la exigua falange que habían organizado los eretrios. Después empezaron a avanzar al paso. Jasón tragó saliva. Ahora que se habían desplegado, resultaba evidente que los enemigos eran muchos, quizá el doble que ellos.
En el centro del escuadrón, rodeando al jefe, venían siete u ocho corceles enormes que se adelantaron a los demás. Aquellas bestias iban protegidas con petrales y testeras de metal que brillaban como electro bajo el sol naciente, y sus jinetes también cabalgaban blindados de pies a cabeza. Al oír los relinchos de los caballos y el chasquido metálico de las escamas de hierro y bronce, en la pequeña falange griega se escucharon gemidos de consternación apenas disimulados.
A Jasón le llegó un olor acre, y comprendió que alguien se había defecado encima. Nadie hizo comentario alguno; todos habían servido en la muralla el tiempo suficiente para saber que esas reacciones no se podían controlar. El propio Jasón contuvo a duras penas un terrible retortijón; era como si sus tripas estuvieran pobladas de ratas de sentina que quisieran huir del inminente naufragio.
—¡No os amilanéis! —gritó Amonio, desfilando por última vez ante su reducida formación—.
¡Los caballos no cargan contra un muro de lanzas! ¡Recordad el dicho del erizo y embrazad bien los escudos! Jasón recitó en voz baja los versos de Arquíloco:
Muchas cosas sabe la zorra. El erizo sólo una
,
¡pero qué buena es!
Enseguida iban a comprobar si el poeta de Paros tenía razón.
Amonio se colocó en el extremo derecho, el lugar de honor de la falange, y también el más peligroso, donde nadie más podía resguardarle el costado indefenso que manejaba la lanza. A su señal, los que aún no se habían cubierto la cabeza lo hicieron. Al ponerse el casco, Jasón volvió a experimentar aquella sensación ya conocida, como si hubiera metido los oídos en sendas caracolas.
Los ruidos del exterior quedaban amortiguados tras un cojín de fieltro y bronce, y los latidos de su propio corazón sonaban tan fuertes y frenéticos como los tambores de una procesión en honor de Dioniso. Aunque aquél era el palpitar del miedo, le tranquilizó un poco, pues bajo el casco se creaba una curiosa burbuja, una sensación de aislamiento e invulnerabilidad que él mismo sabía engañosa.
Jasón levantó el escudo, acomodó el hombro izquierdo bajo su concavidad y después enarboló la lanza sobre el borde del broquel. Las articulaciones de sus brazos protestaron, pero apretó los dientes y aguantó mientras maniobraba el escudo para encajarlo mejor con los de Antíoco, el hoplita que tenía a su derecha, y Terámenes, que formaba a su izquierda.
En ese momento, los caballeros acorazados que iban en cabeza se detuvieron, a unos cien metros de la falange, y el hombre del corcel negro levantó la mano y ladró una orden seca. A ambos lados, los escuadrones de caballería que los flanqueaban se lanzaron al trote y después al galope, convergiendo hacia los hoplitas. Jasón tenía el campo de visión muy limitado por el estrecho visor de su yelmo corintio, pero calculó que embestían contra ellos no menos de sesenta enemigos. Sus caballos no estaban blindados, y si los jinetes llevaban armadura debía ser debajo de los pantalones y los caftanes de vivos colores.
Amonio empezó el peán, y los demás eretrios entonaron el canto guerrero con él para darse valor. Pero el ululato de los asiáticos, el retumbar de los cascos y el relincho de los caballos ahogaron sus voces, y se callaron antes de llegar al último verso.
—¡Aguantad! —rugió Amonio, acostumbrado a hacerse oír en el estrépito de la herrería—. ¡No abandonéis la formación! ¡Ya os he dicho que los caballos no cargan contra una pared! Jasón apretó los dientes y clavó los pies en tierra. Ya podía ver los rostros de los enemigos, y hasta distinguir los ollares dilatados de los caballos. Pero los persas, como había predicho Amonio, no cargaron de frente contra la formación griega. Cuando estaban a menos de treinta pasos, todos los caballos giraron hacia la izquierda perfectamente coordinados mientras sus jinetes torcían la cintura para seguir mirando a los eretrios. Jasón vio cómo los persas empulgaban sus arcos y tragó saliva, imaginándose el crujiente lamento de la madera y del cuero al tensarse al límite. Aquí no había un parapeto de piedra tras el cual guarecerse; sólo su escudo, tres palmos de madera de roble y chapa de bronce.
—¡Mantened la formación! —insistió Amonio.
Mientras los jinetes enemigos desfilaban veloces ante ellos, lejos del alcance de sus lanzas, la primera andanada de flechas voló por los aires. Jasón, sin aguardar a ver por dónde venían los proyectiles, se encogió y agachó la cabeza bajo el escudo, y los hombres que tenía a ambos lados lo imitaron. Se oyó el diáfano repiqueteo de metal contra metal, acompañado por maldiciones entre dientes. En la primera ráfaga Jasón no sintió ningún impacto. Al mirar a ambos lados de reojo le pareció que nadie había caído, aunque los cuerpos de Antíoco y Terámenes le obstaculizaban la visión.