—Me imagino que, según tu clarividente metáfora, los aristócratas son el pus.
—¡Exactamente! Temístocles, que iba a caballo, se volvió a un lado para mirar cómo ambos discutían sobre la carreta.
—Epicides, te recuerdo que aunque Mnesífilo vista siempre el mismo manto, también es un eupátrida.
—Disfrutaba azuzando a aquellos dos. Ya que Mnesífilo se comportaba con él como un tábano, no le venía mal tener su propia avispa pinchándole el trasero.
—¡Viene alguien! —avisó Cimón.
Era Fidípides, inconfundible por el estilo de su trote, con los codos pegados al cuerpo y levantando bien las flacas rodillas. Venía en dirección contraria a ellos, y no tardó en llegar a su altura. A Temístocles no le sorprendió su aparición. Al mismo tiempo que él acudía a la reunión de la Alianza, una comitiva oficial había partido hacia Delfos para consultar qué se debía hacer ante la invasión. En ella iban el polemarca Eumolpo y otro general, amén de varios magistrados más.
Temístocles había ordenado a Fidípides que los acompañase y que, en cuanto la Pitia les entregase el oráculo, se dirigiera a Corinto a toda prisa para revelárselo.
El corredor llegó a su altura cuando pasaban junto a un pequeño pinar, de modo que aprovecharon para hacer un alto y refrescarse. Era el mismo paraje donde Teseo había acabado con el célebre forajido Sinis. Éste tenía la costumbre de atar a los viajeros a dos pinos flexibles doblados hasta el suelo. Después cortaba las sogas que sujetaban los árboles y observaba cómo al enderezarse dislocaban los miembros de los infortunados. Y siguió actuando así hasta que Teseo, como había hecho con tantos otros bandidos en su largo viaje de Trecén a Atenas, le hizo probar su propia medicina.
Al ver a Fidípides sentado contra un pino, con sus piernas de grulla dobladas hasta la barbilla, Temístocles se imaginó qué habría pasado si Sinis lo hubiera sometido a su tortura. El mensajero estaba tan flaco que seguramente se habría partido en dos.
—¿Y bien? ¿Cuál es el oráculo? —preguntó a Fidípides cuando vio que había calmado su sed.
Habría preferido escuchar la profecía a solas. Pero la autoridad de Temístocles no era tanta como para ocultar a los otros dos generales las palabras de Apolo.
—No creo que os guste.
Por la expresión del mensajero, Temístocles sospechó que tenía razón. A pesar de todo, lo animó con un gesto. Fidípides se puso en pie y recitó de memoria:
¡Infelices! ¿A qué estáis esperando? Huid al fin del mundo,
y abandonad los baluartes circulares de vuestra ciudad.
Todo lo arrasarán el fuego y el furioso dios Ares
conduciendo un carro sirio. Otras fortalezas destruirá
y no sólo la vuestra. ¡Abandonad vuestra ciudad sagrada
y afrontad con resignación la adversidad!
Como buen heraldo, Fidípides sabía impostar la voz y recitaba casi como un rapsoda profesional.
Todos se quedaron tan sobrecogidos al escuchar la profecía inspirada por Apolo que durante un rato nadie habló. Por fin, el general Leócrates dijo:
—Esto no va a mejorar demasiado la moral de la ciudad.
—¿Bromeas? ¡Es horrible! —dijo Epicides. En su pensamiento revolucionario no entraba aún derrocar a los dioses del Olimpo, pues era muy supersticioso.
—¿No querías sangre y destrucción? —dijo Mnesífilo—. Porque en la profecía las hay de sobra.
—Dime, Fidípides —intervino Temístocles—. ¿No se le ocurrió al polemarca ni a nadie más solicitar otro oráculo que fuera más favorable?
—No. Se quedaron de piedra, como vosotros, y decidieron volver a Atenas cuanto antes para llevar las malas noticias.
Temístocles se sentó a pensar unos minutos. El oráculo de Delfos solía ser ambiguo. Así había ocurrido cuando Creso, uno de sus benefactores más importantes, le preguntó qué pasaría si le declaraba la guerra a Ciro el persa.
«Destruirás un gran imperio»
, contestó la Pitia. Por supuesto, Creso interpretó el oráculo como mejor le convino, partió a la guerra y el imperio que destruyó fue el suyo. Como en el fondo la profecía se había cumplido, nunca pudo reclamar la devolución de sus tesoros.
Pero ahora los oráculos estaban siendo cualquier cosa menos ambiguos. Delfos había dicho a los cretenses que no se les ocurriera participar en la guerra. La misma respuesta había dado a la ciudad de Argos. En cuanto a la profecía recibida por los espartanos, tampoco era alentadora. Tras hacerle jurar que no la revelaría, Leónidas se la había recitado a Temístocles:
¡Oh, moradores de la extensa Esparta!
O vuestra poderosa y excelsa ciudad es destruida por los persas
o bien Lacedemonia llorará la muerte de un rey.
Pues el invasor tiene el poder de Zeus, y no se detendrá
hasta que devore a la ciudad o al rey hasta los huesos.
—Sospecho que no moriré cultivando mis viñas —había concluido Leónidas encogiéndose de hombros.
O bien Apolo veía muy claro cuál iba a ser el desenlace de la guerra o Mardonio estaba inundando de oro el santuario. Aunque todavía cabía una tercera respuesta, más sencilla: que los administradores de Delfos fuesen unos cobardes. Los persas tenían fama de respetar los santuarios de otros pueblos y, sobre todo, los oráculos. Aún más si eran de Apolo, como había pasado con el de Dídima, en Caria, que seguía funcionando bajo dominio Aqueménida. Sus sacerdotes habían sido lo bastante espabilados para identificar los rasgos solares de Apolo con los de Ahuramazda y convencer a los persas de que en el fondo se trataba del mismo dios.
Como había dicho Léocrates, la moral en Atenas no andaba muy alta. Los ciudadanos de la cuarta clase estaban algo más animados. Aunque tenían tanto miedo como todos a Jerjes, llevaban meses trabajando en la construcción y el mantenimiento de la flota, en la que iban a participar como remeros a cambio de una paga. Pero los miembros de las tres primeras clases, los hoplitas que habían derrotado a los persas en Maratón, no se sentían ni mucho menos tan contentos. No sólo veían sobre ellos la amenaza de la guerra, sino que además temían perder su dignidad y los pocos privilegios que todavía les quedaban. Un oráculo derrotista como aquél no contribuiría a que embarcaran de buen grado para Artemisio.
«Huid al fin del mundo». ¿Y por qué no más lejos?
, se preguntó Temístocles.
Levantó la mirada al cielo. El sol empezaba a caer, pero quedaban unas cuantas horas de luz que se podían aprovechar. Se acercó a su caballo, apoyó las manos en su lomo y montó sin ayuda de Sicino. A sus cuarenta y tres años aún se conservaba en forma.
—¿Adónde vas? —le preguntó Cimón.
—Vosotros seguid a Atenas. Yo voy a Delfos.
—¿A qué?
—¡A conseguir otro oráculo!
Temístocles ni siquiera pensó en pedir compañía. Tan sólo dijo a Sicino que viniera con él. A Cimón le encargó que se ocupara del valioso mapa de bronce y que, a la llegada a Atenas, supervisara las últimas fases de la construcción de los barcos que esperaban en el Pireo. El hijo de Milcíades lo miró con cara de desconfianza.
—Estás tramando algo.
—No. Pero si fuera así, mejor que no sepas nada.
Mnesífilo también quería ir a Delfos, ya que nunca lo había visitado. Pero Temístocles, que había elegido los caballos más veloces con la intención de viajar a marchas forzadas, respondió a su viejo amigo:
—En otra ocasión. Te prometo que cuando todo esto acabe, yo mismo te acompañaré a ver el oráculo.
De los dos generales, Leócrates no tenía el menor deseo de ir con él y añadir otro viaje al que ya llevaba sobre las espaldas. Pero Andrónico se empeñó en acompañarlo, y en llevar consigo a su esclavo Telo, un tipo de rostro patibulario que se dedicaba al pancracio, el más brutal de los estilos de lucha.
Era un trayecto de más de ciento cincuenta kilómetros. Aunque la ruta entre Atenas y Delfos solía estar transitada, no dejaba de ser un sendero polvoriento que, cuando llegaran las lluvias invernales, se volvería casi impracticable. Durante los tres días que tardaron en recorrerlo, Temístocles no dejó de pensar con envidia en el Camino Real, ancho y pavimentado, y con albergues y casas de postas cada pocos kilómetros. En cierto modo, la mediocridad de los caminos griegos podía jugar a favor de la Alianza, frenando el avance de la invasión. Cuando Jerjes entrara en Grecia y tuviera que conducir a su enorme ejército por esos senderos de cabras seguramente iba a maldecir en persa y arameo.
Durmieron al raso las tres noches. La última lo hicieron en Esquiste, la bifurcación del camino donde Edipo se había topado sin saberlo con su padre Layo y lo había matado en una pelea. A Andrónico le daba mala espina el lugar. Pero se les había echado encima la oscuridad y estaban rodeados de espesura, así que no tuvieron más remedio que encender una hoguera allí mismo, cerca de un montón de piedras. Según los lugareños, tapaban la tumba del rey Layo. Temístocles prefirió no decírselo a Andrónico para no alimentar sus recelos. Sicino no conocía la historia de Edipo y le pidió a Temístocles que se la contara. Le encantó; tal vez por el papel que jugaban en ella el destino y el azar, como había ocurrido en su propia vida.
Desde Esquiste tuvieron que seguir a pie, pues el camino se hacía más accidentado conforme se acercaban al monte Parnaso, cuyas cumbres protegían el santuario. Ahora se veía la piedra desnuda y rojiza, pero en invierno Temístocles la había encontrado cubierta de nieve.
Llegaron a la aldea de Delfos poco después de mediodía. No estaba tan abarrotada como otras veces que la había visitado Temístocles. Pero siempre había acudido al oráculo el día séptimo del mes, la fecha establecida para los peregrinos, mientras que ahora tendrían que pedir una consulta extraordinaria como un favor especial. El próxeno de la ciudad de Atenas, que unos días antes había alojado a la legación oficial, pudo ofrecer cubículos a ambos generales, mientras que a Sicino y el esclavo de Andrónico los instaló en el patio de la casa.
Temístocles no estaba dispuesto a dejar nada al azar, y en cuanto llegó empezó a hacer gestiones.
El próxeno le recomendó que hablara con Timón, uno de los dos sacerdotes que dirigía el oráculo.
—Es más asequible. Tú ya me entiendes —dijo haciendo un gesto universal entre el dedo índice y el pulgar.
Temístocles envió a un recadero para que le dijera a Timón que lo invitaba a cenar en la posada de Minias. Era la que tenía mejor cocina de Delfos, y también la más cara. Por lo que el próxeno le había contado, estaba seguro de que el sacerdote aceptaría. Cuando recibió la confirmación y se disponía a salir a la calle con Sicino, se llevó una sorpresa.
—Voy contigo —le dijo su colega Andrónico.
No podía decirse de él que fuera una compañía agradable. Durante el camino apenas habían hablado. Andrónico era un eupátrida de pura cepa, significara eso lo que significase. Como bien decía Clístenes, habría que ver cuántos de esos aristócratas de sangre pura eran descendientes de esclavos que habían fornicado con sus madres, sus abuelas o sus bisabuelas.
De joven, Andrónico había lanzado el disco y participado en los Juegos Nemeos. A sus cincuenta años no tenía mala planta, aunque había engordado y la papada le restaba energía a su antaño afilada barbilla. Era de esos nobles que se dedicaban a la caza y a la equitación, vivían de las rentas de sus tierras y miraban con desprecio a los que, como Temístocles, trabajaban. Un desprecio que no podían disimular.
Ésa era una lección que le había enseñado su madre.
—Cuidado con despreciar a nadie, hijo. El desprecio se nota demasiado. Si odias a una persona o incluso la ofendes llevado por la ira, puede llegar a perdonarte el día de mañana. En cambio, si la desprecias y la miras por encima del hombro, siempre te guardará rencor.
Podía parecer curioso que le dijera eso una mujer con una mirada tan altiva como Euterpe. Pero Temístocles había aprendido bien pronto a distinguir el orgullo del desdén. En Andrónico, éste se mostraba en cada gesto, en el odioso mohín con que levantaba el labio superior, en el lánguido parpadeo con que recibía las palabras de Temístocles dejándole bien claro que no las escuchaba por muy autocrátor que fuera.
Por eso le extrañó tanto que quisiera venir con él. Pero no encontró forma de librarse de su compañía ni de la su corpulento esclavo.
Cuando llegaron a la posada de Minias, les dijeron que Timón ya estaba esperando en un reservado del piso de arriba. Al parecer, no era de los que llegaban tarde a una buena cena. Cuando Temístocles se disponía a subir, Andrónico lo agarró por el codo.
—Espera. Quiero hablar contigo.
—Y yo con Timón.
—¿Por qué tanta prisa? Cuanta más hambre tenga, más agradecerá tu invitación.
Andrónico se empeñó en que ocuparan una mesita en la calle, bajo un toldo blanco que a esas horas ya no hacía falta, pues la sombra de la montaña había caído sobre la aldea. Sicino y Telo se sentaron aparte, sin apenas hablar; ambos eran hombres de pocas palabras, y parecía habérseles contagiado la antipatía que reinaba entre sus jefes.
El posadero, que conocía a Temístocles y sabía que era hombre importante y buen pagador, les trajo una jarra de vino y una bandeja con trozos de queso de cabra aderezados con aceite, albahaca y romero. Cuando los dejó solos, Andrónico sorprendió a Temístocles por su franqueza casi brutal.
—¿Cuánto?
—¿Cuánto qué? —preguntó Temístocles.
—¿Cuánto quieres por que me calle? Temístocles parpadeó despacio. En caso de necesidad, él también sabía mostrarse rudo con los demás, pero le ofendía la grosería del eupátrida. ¿Qué se había pensado para tratarlo como si fuera un vulgar cambista sentado en su mesa? Sin embargo, decidió que le traía más cuenta controlar su ira y descubrir con qué dados jugaba Andrónico.
—No sé a qué te refieres.
—Has venido aquí para conseguir otro oráculo más favorable. Conociéndote —dijo Andrónico, con una desagradable carcajada—, eso sólo puede significar que tramas algún trapicheo.
—Ignoro qué motivos tienes para pensar eso, pero me estás insultando. Quiero un oráculo mejor para Atenas, no para mí. Y tú deberías apoyarme.
—Vamos, vamos, no te hagas el ofendido, general
autocrátor
. Puede que por ahora te mantengas en lo más alto gracias a la chusma, pero eso no va a seguir siempre así. Conozco bien a la gente como tú. Por más que os queráis limpiar, siempre oléis a estiércol, y acabáis volviendo al estiércol.