—¿Y qué habrías hecho? ¿Darle un puñetazo?
—Puedes estar bien seguro.
—¿Para qué? Te llevaría a juicio, y te encontrarías defendiéndote delante de cien jurados. ¿Cuántos de entre ellos serían eupátridas, o al menos de la clase de los hoplitas? Ya te lo diré yo: bastantes menos de la mitad. Así que esos jornaleros —Calias pronunció la aspiración de la palabra
thetai
casi escupiendo— votarían en masa contra ti por el único delito de haber nacido de mejor sangre que ellos y te condenarían a pagar por lo menos treinta dracmas.
—Cosa que haría gustoso con tal de no ceder el paso a un inferior.
—Mi querido Cimón, la manera de mantener un cofre lleno de oro es evitar que por las ranuras escape la plata.
Cimón soltó una risa amarga.
—No tengo más remedio que darte la razón. No sé apreciar bien el valor del dinero. Por eso soy yo quien tiene que recurrir a tu fortuna y no al contrario.
—No pretendía ofenderte —dijo Calias, mostrándole las palmas de las manos.
—Por supuesto, por supuesto —respondió Cimón, apartando la mirada y regodeándose en su propia humillación. Para librarse de la tutela política de Temístocles, tenía que vender a su propia hermana. Sí, en lugar de colmarla de regalos, de entregarle una dote de la que pudiera enorgullecerse como hija de Milcíades, iba a
venderla
como si fuera una vulgar ternera.
Al parecer, no era el amor el único motivo que movía a Calias a ese matrimonio tan oneroso para él. Tras frotarse las manos pensativo durante un rato, le dijo:
—Hay algo más de lo que quiero hablar, Cimón. Sé que hoy es tu cumpleaños. Felicidades. Treinta años son una edad importante.
Lo eran. Al cumplir los treinta, Cimón se convertía oficialmente en un hombre maduro, un ciudadano que podía hablar en público sin que los abucheos lo obligaran a bajar de la tribuna y también presentarse para la elección a cualquier cargo. Incluido el de general.
—Gracias, Calias.
—Nunca has hablado ante la asamblea, pero a partir de ahora ya podrás hacerlo, ¿verdad?
Cimón se enderezó en el asiento, cauteloso.
—Si lo deseo, sí. Es cierto.
—Mañana hay sesión de la asamblea. Sé que Temístocles va a presentar el oráculo que ha traído de Delfos junto con una propuesta muy drástica para afrontar la guerra contra los persas. ¿Tienes idea de en qué puede consistir?
—Temístocles sólo comunica sus planes a los demás cuando cree que le conviene a él, nunca por confianza. No sabe lo que es confiar en nadie.
—Hay mucha gente que está preocupada.
—¿Qué gente?
—Ya sabes. Nobles como tú y yo, incluso gente de la segunda y la tercera clase que no ve con buenos ojos la soberbia con que se comporta el pueblo últimamente. Gente que cree que es indigno volcar todos los esfuerzos de Atenas en la flota, como si fuéramos una vulgar ciudad de mercaderes y pescadores.
—No veo que esa gente hable para oponerse a Temístocles.
—¿Cómo va a hacerlo? ¿Dónde están los oradores que se oponían a él? ¿Dónde están Megacles, Jantipo o Arístides?
—Por mí, Jantipo puede reventar allá donde esté.
—Te entiendo —dijo Calias, conciliador—. El Pepino no le caía bien a nadie.
—No se trata de caer bien o mal. ¡Por su culpa llevo diez años viviendo de la compasión de otros!
—Es cierto, es cierto, pero ésa no es la cuestión. Los nobles tenemos un defecto muy grave: sólo estamos felices cuando competimos entre nosotros. Temístocles se aprovecha de nuestra desunión y nos está liquidando uno por uno. Desde que se sacó el ostracismo de debajo del manto, ya nadie se atreve a abrir la boca por temor a que lo destierren.
—Esa culpa no se la deberíamos achacar a él —respondió Cimón, que siempre procuraba ser ecuánime—. Fue un eupátrida, uno de nosotros, quien inventó el ostracismo.
—¿Tú también te crees esa patraña de que fue Clístenes? Si así fuera, ¿por qué una medida como ésa iba a permanecer escondida durante veinte años? Ya sé que llevas mucho tiempo aguantando que Temístocles te vierta su veneno en los oídos, pero no seas ingenuo.
En la época de Clístenes, cuando Cimón era muy niño y ni siquiera vivía en Atenas, se habían aprobado muchas leyes y decretos, y las estelas y tablas donde se habían escrito estaban dispersas por toda la ciudad, desde el Ágora al Areópago, la colina de la Pnix y la propia Acrópolis. Había sido una época muy revuelta, con peleas callejeras, facciones desterradas y hasta la invasión de un pequeño ejército espartano que al final quedó asediado en la Acrópolis y tuvo que salir de Atenas de forma vergonzante. Muchos de los que vivían entonces ya estaban muertos, otros guardaban recuerdos confusos de aquella época y otros...
Y otros, la mayoría de ellos, ahora lo comprendía Cimón, bien podían haberse dejado convencer por los manejos y artimañas de Temístocles para falsear sus propios recuerdos. Pues el ostracismo no era una medida que se hubiera creado contra el pueblo llano, sino contra los aristócratas. Hacía siete años que el orador Epicides, un batanero que triunfaba en la asamblea soliviantando los peores instintos de la plebe, había asistido al traslado de una estela de mármol cercana al monumento de los Diez Héroes. En el anverso tenía grabado un decreto de movilización militar que había perdido su vigencia, y por eso iban a sacar la estela del Agora. Pero Epicides,
casualmente
Epicides, había visto algo escrito por detrás en lo que hasta entonces nadie había reparado. Un texto que empezaba:
El consejo y la asamblea han decidido, a propuesta de Clístenes
, hijo de Megacles..., y continuaba explicando los pormenores de una ley que ya nadie recordaba y que llevaba veinte años durmiendo.
La ley del ostracismo.
Las letras parecían auténticas, con aquella caligrafía de finales de la tiranía que ya se había pasado de moda, y los bordes se veían desgastados por el tiempo. Pero ¿quién habría impedido a Temístocles, la mano que movía los hilos de Epicides, contratar a un buen lapidario que imitase una inscripción arcaica y luego repasase las letras una y otra vez con una escofina hasta que pareciesen más viejas de lo que eran? Eso habría sido muy propio de él.
Ese mismo año, tres después de Maratón, se recurrió por primera vez al ostracismo, que entonces aún se llamaba «destierro sin deshonra». Cimón lo recordaba perfectamente. En el octavo mes del calendario administrativo de la ciudad, los ciudadanos se reunieron en el Ágora, donde se les repartió
óstraka
, fragmentos de cerámica rotos, algo que nunca faltaba en Atenas y que era el material más barato para escribir. Sobre su superficie esmaltada en negro, cada ateniense rascó las letras del nombre elegido para que destacaran en el color rojo de la arcilla original. Luego se recogieron por tribus todos los
óstraka
y se hizo el recuento. Aparecían los nombres de los personajes más conocidos de la ciudad, incluso Temístocles, y hasta Milcíades, aunque ya llevaba más de dos años muerto. Pero la persona cuyo nombre se repetía más veces era Hiparco, un pariente del tirano Hipias del que todo el mundo sospechaba que era medizante, partidario de los persas. Así que nadie salió en su defensa y el infortunado Hiparco tuvo que hacer el hatillo y marcharse de la ciudad antes de diez días.
Porque la peculiaridad de aquella medida, a la que enseguida empezaron a llamar «ostracismo» por los
óstraka
que utilizaban para escribir los votos, era que no se necesitaba ofrecer ni prueba ni razón alguna contra el ciudadano elegido. Bastaba con que su nombre apareciese las suficientes veces para que se le desterrase del Ática durante diez años sin mayor argumento. No se le privaba de su ciudadanía, no se confiscaban sus bienes, no se obligaba a su familia a que lo acompañara al destierro. Pero, obviamente, cualquier influencia que el individuo ostraquizado pudiera tener en la política ateniense desaparecía.
—¿Por qué crees que Clístenes creó esa ley? —le había preguntado Cimón a Temístocles el año en que el desterrado fue Jantipo.
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. Creo recordar que una vez me habló de ello, pero yo era muy joven. Supongo que quería impedir que las rivalidades entre los cabecillas políticos degeneraran en guerras civiles.
Siempre decía que los nobles son como garañones peleando por una manada de yeguas. El ostracismo es una forma de quitar de en medio al semental que es menos popular entre las jacas y evitar así peleas.
¿Era posible que Temístocles fuese tan cínico y ni siquiera a él, a quien se suponía que estaba adiestrando como su sucesor político, le confesara la verdad?
Sí, claro que es posible, se contestó ahora
.
Desde entonces, apenas había pasado un año sin que el pueblo ostraquizara a alguien. Todos los desterrados eran nobles, y aunque algunos mantenían rivalidades entre sí, siempre tenían algo en común: su presencia en Atenas era un estorbo para Temístocles. Cuando cayó Jantipo, Cimón no se opuso, por supuesto. Luego habían ostraquizado a Arístides, a quien sí le tenía simpatía. Pero Temístocles lo odiaba desde niño, y esta vez se había involucrado personalmente en la campaña contra él. Incluso su sobrenombre de Justo le había valido miles de votos en contra. Epicides y el propio Temístocles habían argumentado ante el pueblo:
«¿Quién es ese eupátrida para llevar ese apodo? ¿Es que se considera superior a los demás?»
. Y, sobre todo:
«¿Qué ha hecho por vosotros ese hombre?»
.
Calias tiene razón,
pensó Cimón. En el fondo, él sabía que aquella ley era un invento de Temístocles. Pero, como pasaba con tantas otras de sus maniobras, le era más cómodo fingir que no se enteraba y no morder la mano que le daba de comer.
Hasta ahora.
—¿Por qué me has recordado que ya puedo hablar en la asamblea, Calias? —dijo Cimón—. Ve al grano.
—Eres popular en la ciudad. Muy popular, de hecho.
—¿Ah, sí?
—Eres joven y apuesto, Cimón. Ya sabes cuán voluble es el pueblo ateniense. Los mismos que condenaron a tu padre con esa multa tan desproporcionada se compadecen ahora de ti por la penuria en que vives, y te admiran por la dignidad con la que sobrellevas tu situación.
—Sigue —dijo Cimón. A su pesar, las palabras de Calias le halagaban.
—Incluso han perdonado a tu padre. Ahora nadie se acuerda de Milcíades por su supuesta tiranía, ni por lo de Paros. No, todos lo recuerdan como el glorioso vencedor de Maratón, el mismo que se atrevió a cargar contra los persas.
Ésa fue idea de Temístocles
, le dijo una vocecilla interior. Pero Cimón la acalló sin problemas.
—Están deseando escuchar qué tiene que contarles el hijo de Milcíades —prosiguió Calias—.
Tienes que aprovechar eso para tomar la palabra. —¿Y decir qué?
—La gente de la que te he hablado antes ha preparado esto.
Calias le tendió un rollo de lienzo. Cimón lo desenrolló y leyó a media voz las líneas de tinta escritas en él.
—Ése es sólo el esquema —le dijo Cimón—. Adórnalo tú, déjate llevar por la inspiración del momento.
—Esto significa volverme directamente contra Temístocles.
—Lo sabemos.
Cimón se quedó pensativo un rato.
—De modo que el hecho de que pagues mi deuda con Temístocles no se debe sólo al amor que sientes por mi hermana —dijo por fin.
—Cimón, sabes que estoy enamorado de ella. Tanto que podría haber aceptado este matrimonio sin recibir dote. Pero pagarte además diez talentos... ¿No pensarías que no te iba a pedir nada a cambio? Cuando se trataba de dinero, los modos de Calias eran aún más toscos que los de los mercaderes a los que tanto criticaba.
—Entiendo. En ese caso, yo también quiero poner algunas condiciones.
—Adelante.
—Mi hermana podrá venir a esta casa cada vez que a ella le plazca, sin pedirte permiso.
—Sé que es un espíritu libre. No habrá problema por mi parte.
—Algo más. Quiero los diez talentos ahora.
—¿Ahora? ¿Qué quieres decir?
—Esta misma tarde tienen que estar aquí. —Cimón acalló la protesta de su futuro cuñado con un gesto—. No es una muestra de desconfianza, no me malinterpretes. Si mañana voy a hablar en contra de Temístocles, no quiero deberle nada. Tengo que zanjar mi deuda con él hoy mismo.
—Diez talentos no crecen debajo de las piedras...
Si lo que cuentan de ti es cierto, no sólo diez talentos, sino bastantes más,
pensó Cimón, recordando la historia del cofre enterrado.
—¿Puedes hacerlo?
—Lo haré. Espérame aquí —dijo Calias, levantándose del asiento tras apurar la copa de vino.
Con una sonrisa irónica, añadió—. Y ve practicando tu oratoria. Mañana debes estar convincente, para que se note que eres el hijo del gran Milcíades.
Antes de media tarde, Calias ya había aparecido, acompañado por su hermano Hipólito y varios esclavos que cargaban con dos baúles. Uno era bastante grande, pero el otro no. Cimón no pensó que allí pudiera haber en total los doscientos sesenta kilos de plata que necesitaba. Pero al abrir el cofre pequeño, vio que estaba lleno de objetos de oro, incluyendo un montón de monedas con la efigie de Darío disparando su arco rodilla en tierra. O los rumores sobre el tesoro de Maratón eran ciertos, o Calias andaba en tratos con los persas. De momento, prefirió no comentar nada y cerró la tapa del arcón. Después, aprovechando que Hipólito se hallaba presente como testigo, Cimón estrechó la mano de Calias y pronunció la fórmula ritual:
—Yo, Cimón hijo de Milcíades, te entrego a mi hermana Elpinice para que siembres en ella hijos legítimos.
Fue más difícil convencerla a ella. Cuando se lo intentó explicar, Elpinice rompió la crátera favorita de Cimón volcándola de una patada, y luego se encerró llorando en el gineceo. Cimón abrió el cerrojo con la copia de la llave y ordenó a las dos esclavas que salieran.
Al verle entrar, Elpinice se incorporó de la cama.
—¿Cómo puedes hacerme esto? ¡Sabes que yo sólo te amo a ti! No quiero vivir como esposa de nadie.
—La gente ya habla de nosotros, Elpinice. Es mucho mejor así.
—Si dices eso, es que tú no me amas.
Cimón la agarró por los hombros, la atrajo hacia sí pese a que ella se resistía y la besó con pasión.
—Claro que te amo, más de lo que podría amar nunca a otra mujer —le dijo después. Era sincero, y sabía que su hermana podía verlo en sus ojos, porque su expresión se amansó un poco.