El chambelán rompió el sello del mensaje, que estaba fechado en Eretria once días antes. Darío cabeceó aprobador. Había dos mil setecientos kilómetros desde Susa a Sardes, donde terminaba el Camino Real, y a ésos había que sumarles los que separaban Sardes de la costa y los que suponían atravesar el Egeo. De dos cosas sobre todo estaba satisfecho Darío: de la rapidez con que recibía las noticias de los rincones más apartados de su imperio, y de la puntualidad con que llegaban a sus arcas las remesas de los tributos anuales.
Como esta misiva sí era oficial, el chambelán la leyó en voz alta. Los funcionarios sentados discretamente junto a una de las paredes, que ejercían a la vez de intérpretes y escribas, tradujeron el original persa al arameo y al elamita para guardarlo en los archivos de palacio.
—A Darío, el Gran Rey, Rey de Reyes, Rey de las Tierras, hijo de Histaspes, el Aqueménida. Tu súbdito Datis, hijo de Artabanes, general de los ejércitos al oeste del río Halis, tiene el honor de comunicarte que hoy ha tomado, saqueado e incendiado la ciudad de los eretrios, culpables de la destrucción de Sardis. Sus habitantes han sido esclavizados en tu nombre y tu súbdito en persona los llevará a las tierras de Susa para que en ellas te sirvan, como tú has mandado. Tu súbdito ruega a Ahuramazda que le conceda que en su próximo mensaje pueda comunicarte la destrucción de la aborrecida ciudad de los atenienses.
El rey asintió satisfecho y cruzó los dedos. Después de pensárselo un rato, dictó una respuesta.
Él, Darío, el Gran Rey, Rey de Reyes, etcétera, felicitaba a Datis por haber cumplido la primera parte de su misión y esperaba que Ahuramazda le otorgara su favor para culminar la segunda. Tras añadir algunos parabienes y cumplidos más, no exentos de consejos, él mismo supervisó el texto y lo selló.
—El próximo año —le dijo en voz baja a su chambelán—, cuando se abran los mares a la navegación, viajaremos a Grecia, y sobre las ruinas de Atenas haremos construir un palacio para la capital de nuestra nueva satrapía.
—Mi señor, el viaje es largo y, por lo que dicen, en Grecia no hay más que olivares y cabreros harapientos.
—El mundo es grande —respondió Darío—. Al oeste de Grecia se extienden otros países más poblados y ricos.
El chambelán asintió. Y al observar la sonrisa casi imperceptible que se dibujaba en el rostro de Darío, comprendió que, al saber de la enfermedad de su hijo, el Gran Rey se había sentido de repente veinte años más joven.
P
or una vez, Artemisia se levantó aquella mañana después que su marido. Al despertar, se estiró como un gato y se dio cuenta de que, sin saber por qué, estaba sonriendo. Luego recordó que unas horas antes había hecho el amor con Temístocles bajo la luna llena, y se volvió a tumbar en el lecho y a arrebujarse bajo la sábana para recapitular los recuerdos de la noche y tratar de grabar en su piel las sensaciones que había experimentado.
Había sido como esperaba, y a la vez diferente. Pleno y frustrante, como si hubiese tenido al alcance de sus dedos un éxtasis más perfecto y se le hubiese escapado. Pero Artemisia supuso que siempre debía ser así, incluso en los mejores momentos; que el sexo en cierto modo era como el suplicio que sufría Tántalo en el Hades, condenado a ver cómo el viento le arrebataba de las manos los frutos ansiados justo cuando ya rozaban sus labios.
Cerró los ojos y, mientras se cosquilleaba con la yema de los dedos su propio vientre y se frotaba un tobillo contra otro, trató de recordar cómo era el tacto del cuerpo de Temístocles. No tenía los músculos de Zósimo, que hacía ejercicio a diario para satisfacer a sus amos —Artemisia sabía que Sangodo también usaba de cuando en cuando a su esclavo—. Por supuesto, tampoco era flácido y pellejudo como el de su esposo. Era suave y a la vez de líneas austeras. ¿Cómo decirlo? Era un cuerpo abarcable para ella. Manejable.
Se le escapó una risita. Seguro que manejable era el adjetivo que peor cuadraba con la personalidad de Temístocles. Pero ahora prefería seguir evocando su cuerpo. Su belleza no era como la de esos dos espléndidos griegos que había visto en la reunión con Datis, el polemarca Calímaco y el general Arístides. A ambos los habría podido usar como modelo cualquier escultor, y seguro que en el gimnasio habían tenido muchos más admiradores que Temístocles. Pero Artemisia estaba convencida, con su instinto femenino, de que aunque la belleza de su primo no sedujera tanto a los hombres, gustaba más a las mujeres. Porque su gesto aparentemente frío ocultaba misterios, porque bajo su voz controlada se adivinaba una pasión contenida que podía incendiarse en cualquier momento. Y, sobre todo, porque cuando la miraba con aquellos ojos oscuros la hacía sentirse mujer.
Artemisia se lavaba a diario, bien fuera en un baño o pasándose una esponja por el cuerpo. Pero aquel día decidió no hacerlo. Si se pegaba la nariz a los brazos descubría que aún conservaba en ellos el olor de Temístocles, una mezcla de azafrán y mirra flotando sobre un fondo salado, como el mar que se intuye detrás de una montaña.
Ya no eres una niña
, se regañó a sí misma. No podía seguir enamorada de él.
Luego, conforme pasaron las horas y la luz del día disipó las fantasías brumosas de la noche, Artemisia se fue enojando cada vez más. Sí, había conseguido darse un revolcón junto a la playa con Temístocles, y cuando lo recordaba el vientre todavía se le estremecía. Pero él no había querido cambiar de bando, pese a que podía decirse que era tan halicarnasio como ateniense, y a que Halicarnaso llevaba mucho tiempo siendo leal súbdita del Gran Rey.
Mientras los remeros de la falúa bogaban en silencio para llevarla a su encuentro furtivo, Artemisia había fantaseado con la posibilidad de que su primo volviese con ella al campamento persa, y de ahí a Halicarnaso. No sólo por capricho ni enamoramiento, sino porque, desgraciadamente, necesitaba un hombre a su lado. Cuando murió su padre, ella, hija única, habría debido convertirse en heredera del tirano. Pero no, los hombres no podían admitir que una mujer los gobernara —cuánta razón tenía en eso su abuela—, y por eso había tenido que casarse con su propio tío. Del que, por desgracia, no había forma de engendrar un hijo. Si, al menos, pariera un maldito crío, Sangodo ya podría beber hasta reventar de una vez, que a ella le daría igual. Con un hijo varón, Artemisia podría gobernar en su nombre hasta que fuese mayor de edad.
Por eso había soñado con llevarse a Temístocles de vuelta a casa. Era alguien que llevaba su sangre, la sangre de su padre Ligdamis y de su tío Sangodo, y que por tanto podría preñarla con un hijo que se pareciese a la familia y no levantase habladurías.
¿Y casarse con él luego, cuando por fin enviudase? No, mejor no, decidió. Mejor tenerlo como amante. Si se casaba con Temístocles, éste querría ser el tirano de Halicarnaso, manejar la política de la ciudad y encerrarla a ella en el telar.
Pero ¿qué tonterías estaba pensando, si él se había vuelto al campamento ateniense y se hallaba fuera de su alcance? A no ser que se librara por fin la batalla. No todos los hombres de un ejército derrotado morían. Había prisioneros, y ella podría reclamar a Temístocles como deudo suyo.
Todavía tenía sus opciones.
Durante buena parte del día, estuvo tan distraída con los recuerdos de la noche anterior y las cavilaciones sobre su futuro que apenas escuchó la conversación de Sangodo. Sólo a media tarde, cuando los sirvientes empezaron a guardar cosas en los arcones y a descolgar los visillos y cortinas que separaban la tienda en compartimentos, le preguntó a su esposo:
—¿Es que nos vamos? Él sonrió, se acercó a ella y le acarició la barbilla. Ya estaba bebido, por supuesto; le bastaba la primera copa del día para recuperar su pastosa ebriedad habitual. Pero nunca dejaba de ser considerado con ella.
—Eso es lo que te he estado diciendo todo el rato.
—Pero... ¿todos? ¿Levantamos el campamento? ¿Tanto miedo le ha dado a Datis oír que vienen los espartanos? Sangodo se encogió de hombros.
—Sé que nosotros, al menos, nos vamos. Ignoro qué órdenes habrán recibido los demás.
—¿De vuelta a casa? ¿Es que hemos cruzado el mar para no hacer nada? —murmuró Artemisia, frustrada. Sus hombres no habían llegado a participar en los combates al pie de la muralla de Eretria.
—A casa no, Artemisia. Justo antes de que amanezca, cuando la luna esté baja, zarparemos para Atenas.
—¡Atenas! ¿Es que acaso van a abrirnos las puertas de la ciudad? Sangodo volvió a encogerse de hombros.
—¿Desde cuándo los persas nos cuentan por qué toman o dejan de tomar sus decisiones? Yo me limito a hacer lo que me dicen.
Artemisia salió de la tienda. Estaban acampados casi en el extremo oeste del campamento, y desde allí se podía ver la espalda de las tropas persas, formadas a poco más de trescientos metros, ofreciendo batalla como todos los días. Batalla que los atenienses, con atinado criterio, siempre rechazaban.
Pero aunque el frente estuviera desplegado, en el campamento se advertía una actividad más nerviosa que otros días. Había mensajeros que corrían de un sector a otro; esclavos acarreando bultos hacia los barcos; sirvientes barriendo los faldones de las tiendas, como se hacía siempre antes de recogerlas. Artemisia habló con Diógenes, el piloto de su nave capitana, y con Fidón, jefe de las tropas. Ambos eran hombres de su confianza, pues desde hacía ya algún tiempo comprendían que si querían que las cosas se hicieran bien y salieran adelante, era mejor consultar directamente con ella que acudir a su esposo.
—Por lo que sé —le dijo Fidón—, hay más jonios que han recibido la orden de recoger. Es posible que a los persas les hayan dicho lo mismo, no lo sé. Pero se nos ha dicho que lo hagamos
«con discreción»
. No podemos desmontar las tiendas hasta que sea de noche. —Fidón miró a ambos lados y bajó la voz—. Hay algo más, señora.
—Cuéntame.
—Yo no lo he visto, pero dicen que esta mañana, no mucho después de salir el sol, se divisaron luces allí —dijo, señalando al suroeste, en dirección al monte que se levantaba sobre el campamento ateniense.
—¿Luces? ¿Por la mañana? ¿Te refieres a reflejos?
—Sí, señora. Al parecer, alguien del enemigo ha utilizado un escudo de señales para comunicarse con nosotros.
—¿Y qué se supone que nos ha comunicado?
—Lo ignoro, señora. Pero puede que tenga que ver con esta decisión tan precipitada.
Artemisia asintió, pensativa. Pidió a Fidón una pequeña escolta, y con ella recorrió el campamento. En torno al pabellón de Datis se había formado un círculo de lanceros que no dejaban pasar a nadie, así que decidió visitar a Hipias.
El antiguo tirano la recibió con amabilidad, como siempre. La invitó a una copa de vino y a comer unos pastelillos de miel, e incluso tocó la lira mientras ella cantaba una oda convival de Anacreonte. Pero cuando intentó sonsacarle sobre lo que estaba pasando, el viejo zorro sonrió, enseñando la mella del diente que había perdido en la playa, y le acarició el muslo. A Artemisia no le ofendió. Lo hacía sin atisbo de lujuria, como un escultor que palpa admirativo la obra de bronce de un colega.
—No sé nada de ninguna señal luminosa, mi hermosa Artemisia. Pero te digo esto: pronto me acompañarás a la Acrópolis. Será lo único que no arda de la ciudad, Datis me lo ha prometido.
Después haré que la reconstruyan más bella que nunca, como habría deseado mi padre.
—Has dicho pronto. ¿Tan pronto como mañana?
—Tal vez.
Hipias se encogió de hombros. Artemisia sospechaba que sabía más. Pero el ex tirano no era hombre al que se pudiera manipular, así que renunció y, tras conversar unos minutos con él, se despidió.
Ya de noche, cubierta con un fino manto verde y cruzada de brazos, Artemisia observaba cómo los sirvientes desmontaban la tienda de campaña. Ya habían arrancado del suelo los grandes clavos de bronce y los estaban guardando en bolsas junto con los vientos, mientras otros enrollaban la lona y recogían los palos. Sangodo se había despertado para supervisar el trabajo, pero al cabo de un rato se había puesto de mal humor y había pedido vino para atemperarlo. En ese momento, como era de esperar, roncaba sobre una estera de palma, tapado con una manta, y era Artemisia quien daba las instrucciones para que se llevaran los arcones y los fardos a las naves.
La luna se había levantado sobre el mar horas antes, pero su luz quedaba velada de rato en rato por nubes altas que pasaban por delante de ella como jirones negros. Cuando eso ocurría se oían maldiciones, porque les habían prohibido encender fuegos. Era evidente que Datis no quería que los atenienses se enteraran de que estaban levantando el campamento.
Si es que lo estaban levantando de verdad
, se dijo Artemisia. Porque si miraba más allá, hacia el gran pantano, en la parte que alcanzaba a ver del sector saca y persa no se advertían señales de actividad. ¿Cuáles eran las intenciones del general? ¿Enviar lejos a sus súbditos jonios, por si en algún momento se les ocurría pasarse al bando de los atenienses o simplemente desertar? Pero no:
Hipias le había dicho con toda claridad que pronto estarían juntos en la Acrópolis de Atenas.
Ahora que se fijaba mejor, alguien venía andando desde la zona donde estaban acantonados los persas, cruzando el descampado que habían dejado las tiendas ya levantadas. Nadie le prestó mucha atención. Tanto los soldados de Artemisia como los de las otras ciudades jonias estaban muy atareados. El hombre siguió acercándose. Artemisia comprendió que venía a buscarlos a ellos y se preguntó si merecería la pena despertar a Sangodo.
El desconocido habló con dos soldados, y luego con Fidón, que tras escucharlo un rato lo dejó a cargo de sus hombres y se acercó a Artemisia.
—Señora, ese tipo dice que quiere darte un recado personalmente.
—¿Quién es?
—No lo conozco. Dice llamarse Córax.
Cuervo,
se dijo ella. ¿Qué augurio traería aquel pajarraco? ¿Sería bueno o malo?
—Le he dicho que no te moleste, señora, pero él ha insistido —prosiguió Fidón—. Trae un mensaje sobre no sé qué puente que hay que cruzar.
El puente. El mensaje de Patikara. A Artemisia se le encogió el estómago, y pensó que lo mejor que podía hacer era ordenar a Fidón que echara de allí a ese tal Córax y olvidarse de la furtiva conversación con el enmascarado. Estaba a punto de pisar un terreno más resbaladizo que el pantano que se extendía al norte del campamento.