—No vamos a estirar las alas, sino el medio —concluyó, dibujando el despliegue sobre la arena.
Ahora ambas líneas, la griega y la persa, medían lo mismo, pero la parte central de las tropas atenienses se veía lastimosamente frágil.
—¡Nos van a partir en dos si hacemos eso! —chilló Jantipo, escandalizado.
Milcíades se volvió hacia Arístides.
—Tu tribu estará en el centro. ¿Crees que podrán resistir? Arístides, por supuesto, dio la única respuesta que se podía esperar de él.
—Si lo manda la ciudad, resistirán.
Ésa era la primera parte del plan de Temístocles. Las dos tribus que ocupaban el centro y se enfrentaban a la flor del Imperio Persa formaban con tan sólo cuatro filas de profundidad, en lugar de las ocho habituales. El problema para Temístocles era que su tribu formaba allí junto a la de Arístides. El sorteo realizado al llegar a Maratón para decidir la colocación de las tribus y el orden de mando de sus generales había establecido que la Antióquide y la Leóntide fuesen la quinta y la sexta respectivamente. Así que ahora los hombres de los dos viejos rivales formaban codo con codo. El plan del propio Temístocles iba a poner en peligro a sus camaradas y a provocar entre ellos la mayor mortandad.
Y por eso, aunque Fidípides tuviera un equipo lastimoso, no podía colocarlo en la octava fila, lejos de las armas enemigas, sino como mucho en la cuarta.
—Está bien, no te perderás esta ocasión —le dijo ahora al corredor, y lo llevó a una fila situada en el centro del batallón, la misma donde iba a formar él.
Tras el hueco que aún no había ocupado Temístocles estaba su fiel Euforión. De momento, con el escudo apoyado en el suelo y en los muslos, la cabeza descubierta y la mano izquierda libre, el Nervios no hacía más que toquetearse el equipo, hacer gestos contra las maldiciones y el mal de ojo y, de paso, sacar de quicio a sus compañeros. Pero Temístocles sabía que, una vez empezara la acción, su amigo sabría empuñar las armas con tanta firmeza como el que más y olvidarse de los tics.
Detrás de Euforión formaba Mnesífilo, y el cuarto y último hombre de la fila era Jenófanes, un veterano de confianza que no protestó cuando Temístocles le ordenó que cambiara de sitio cerrando otra fila y le cediera el puesto a Fidípides.
Bonita fila tengo ahora, pensó con una sonrisa irónica. Un manojo de nervios que es incapaz de dejar de decir «mierda», un cincuentón barrigudo y un corredor misántropo que pesa menos que las armas que lleva
.
Temístocles pasó revista al batallón, ya que Melobio seguía hablando con los demás generales.
Tenía ochocientos ochenta hoplitas, y a todos los conocía por su nombre y el de su padre, y también por el de su demo. Mientras desfilaba ante ellos veía en sus caras la exaltación previa a la batalla, a la que no era ajena el vino, pero también el temor. Este era comprensible. Los hoplitas de la primera fila, en la que había bastantes nobles y miembros de las dos clases más adineradas de Atenas, miraban hacia atrás y sólo veían a tres hombres. Una fila alargada a la espalda daba muchas veces más apoyo moral que material, pero era importante. Y en cuanto a los que estaban al final, los que no llevaban grebas y tenían petos de cuero, o ni tan siquiera eso, tan sólo escudo y casco, aquellos hombres que en una batalla normal ni siquiera habrían llegado a batir sus hierros, ahora se veían a poco más de la longitud de una pica de la linea de matanza y comprendían que tal vez no verían otro atardecer.
—Tienes buena cara, Epiménides. Debes haber dormido bien. Se nota que has dejado a la mujer en Atenas —le decía a uno que siempre hacía bromas sobre lo mandona que era su esposa, y los demás, que estaban deseando reírse por cualquier motivo, se reían—. Y tú, Cindinófobo, demuestra que tu padre se equivocó con el nombre y que no te da miedo el peligro.
—Más risas, y un grito de batalla del bravo Cindinófobo—. Calístenes, procura salir vivo de la batalla. Me prometiste invitarme a un cochinillo.
—¡Serán dos, Temístocles, uno por barba! Temístocles caminaba con el yelmo bajo el brazo izquierdo. La lanza y el escudo se los sostenía Sicino, y así él podía ir estrechando brazos y repartiendo sonrisas, aunque sin exagerar. Ni gestos de preocupación ni de euforia desmedida. Tan sólo intentaba contagiarles serenidad antes de la tormenta. Incluso, en un gesto de relajo, no se había abrochado las hombreras de lino, que se levantaban rígidas y blancas como dos alas de gaviota.
En realidad, estaba lejos de sentirse tan sereno como aparentaba. Aunque procuraba respirar hondo y despacio, su corazón batía por dentro como los martillos de la fragua de Hefesto. No era la primera vez que participaba en una batalla, pero hasta entonces lo había hecho como un hoplita más. Ni siquiera había llegado a abollar la fina chapa de bronce que recubría el escudo de su padre o a estropear el dragón alado del blasón, pues los contrarios habían huido antes de recibir la carga final de su falange. Los combates más sangrientos los había librado en el mar, sobre la cubierta de un barco, y se trataba de empresas de piratería de las que prefería no presumir delante de sus hombres.
Esta batalla iba a ser muy distinta. Si miraba a lo largo de las filas atenienses, la vista se le perdía entre los escudos y las lanzas, cuyas puntas se agitaban innumerables como las espigas de un trigal al viento. Diez mil hoplitas juntos, un número que jamás la ciudad había puesto a la vez en el campo de batalla. La línea de hombres era tan alargada que habría llegado desde su casa hasta la Acrópolis y habría podido dar la vuelta. Y, aun así, iban a enfrentarse a muchos hombres más, extranjeros que, por la voluntad de un rey que se sentaba en un trono remoto, estaban dispuestos a enviarles una lluvia de hierro desde el cielo. Nunca, que Temístocles supiese, se había librado una batalla igual en suelo griego.
Su miedo también era diferente. No era el que hacía a los hombres encogerse para contener los retortijones de las tripas, dar tientos a las cantimploras colgadas a su espalda y que habían llenado de vino, o frotarse las manos contra las gamuzas y trapos enrollados en el centro de las lanzas para limpiarse el sudor. Él sólo tenía miedo a fracasar. Veía únicamente los ojos de esos ochocientos ochenta hombres que lo miraban buscando en su rostro confianza y fe en la victoria, y rogaba a Atenea, a la astuta y valiente Atenea, que le infundiera el coraje y la inteligencia necesarios para no fallarles.
Durante su revista, cuando llegó casi al extremo de su tribu, donde sus hombres se juntaban con los de la Antióquide, Temístocles observó algo extraño. La mayoría de los soldados esperaban hasta el último instante para terminar de ponerse el armamento. Los escudos descansaban en el suelo, había muchas corazas aún desabrochadas y casi nadie se había ajustado el yelmo. Estaban demasiado lejos de los persas para correr peligro inmediato, aunque con los primeros albores ya habían visto exploradores a caballo que volvían grupas, sin duda para informar a Datis de que el erizo griego se había decidido a salir de su madriguera.
Pero había un soldado en la primera fila que ya se había calado el casco. Temístocles lo reconoció por la pintura del escudo, un gallo blanco con el pico y la cresta de color bermellón. Era Arifrón, de la noble familia de los Códridas, descendientes de los antiguos reyes de Atenas. Al parecer había querido taparse el rostro, pero su yelmo era parecido al de Temístocles y dejaba ver los lagrimones que le rodaban por las mejillas. Sus ojos le miraban grandes y húmedos como los de un cordero lechal antes del sacrificio.
Temístocles le hizo una seña para que saliera de la formación y ambos se apartaron unos pasos.
No muy lejos, Calímaco, reunido con el adivino Toante, esperaba a que le trajeran el carnero que sacrificaría antes de la batalla para impetrar la victoria.
—Quítate el casco, Arifrón. ¿Qué te pasa?
—Tengo miedo, taxiarca.
—Todos tenemos miedo, Arifrón.
El muchacho, que no podía tener mucho más de veinte años, llevaba el pavor pintado en la cara.
—Lo sé, señor. Pero el miedo de los demás es distinto. Ellos pueden resistirlo. Lo..., lo mío es pánico.
—La voz se le quebró en un hilo—. Cuando vea a los persas sé que voy a caer de rodillas y a taparme la cabeza con el escudo. ¡Por favor, taxiarca, me van a matar!
Deilía
. Cobardía. Una acusación que bastaba para perder los derechos cívicos. Pero al ver aquellos ojos tan oscuros y húmedos, Temístocles no pudo sentir desprecio, sólo compasión. Aquel muchacho estaba en la primera fila no porque hubiera demostrado su valor en la batalla, sino porque era un eupátrida y Antígenes, su padre, había luchado en ese puesto antes que él. El brocal de hierro que rodeaba su escudo mostraba mellas de espada, y en el yelmo se veían abolladuras mal reparadas. Temístocles sabía que su padre llevaba años paralizado en la cama precisamente por una herida en la cabeza. Al parecer, su hijo había heredado sus armas, pero no su valor.
Su primera intención fue poner a Arifrón en la cuarta fila. Tal como estaban las cosas, era lo más que podía hacer para protegerlo. Pero, visto el miedo que tenía, equivalía a invitarlo a que se diera la vuelta en mitad del combate y huyera. Eso podría salvarle la vida de momento, pero se la destruiría en el futuro. Para un eupátrida como él, la pérdida de todos sus derechos ciudadanos y la exclusión de la vida pública acabarían siendo peores que la muerte. Incluso su padre, aunque Arifrón era hijo único, lo desheredaría; de eso estaba seguro Temístocles.
Eso no podía ocurrirle a un hombre de la tribu Leóntide. No bajo su mando. Temístocles le rodeó los hombros con el brazo. El bronce del espaldar estaba frío, porque el sol todavía no había salido, como si quisiera demorarse para no presenciar la inminente carnicería. Cuando por fin se levantara, los hombres se cocerían dentro de sus corazas de metal.
—Mira ahí —le dijo, haciendo que se girara hacia el frente. Sobre la línea de prados y trigales empezaba a vislumbrarse una masa oscura que avanzaba lentamente, como una gran bestia. Era el ejército persa.
—Lo peor que te puede ocurrir allí delante —prosiguió Temístocles— es la muerte. Un instante de dolor, menos que cuando el cirujano te quita una muela, y después nada. Una sepultura pública, elogios delante de todos los ciudadanos. Serás un héroe.
A Arifrón se le movió la nuez como si fuera a sollozar y respondió:
—Ojalá pudiera serlo, señor.
—Si abandonas las filas, en cambio, te enfrentarás a un mal mucho más cruel, mucho más insidioso. Estarás muerto en vida, todo el mundo te señalará con el dedo cuando cruces el Ágora y ninguna muchacha, ni de la familia más humilde, querrá casarse contigo.
—Señor, yo...
Temístocles le hizo un gesto para que se callara. Después tomó al joven eupátrida del brazo y lo llevó consigo, de vuelta al centro del batallón. Allí, a la derecha de su propio puesto, se encontraba Demetrio, un hombre de su confianza.
—Corre hacia la derecha —le dijo Temístocles—, hasta llegar casi a la tribu Antióquide. Allí encontrarás un hueco en la primera fila. Quiero que lo ocupes.
Demetrio frunció el ceño, desilusionado, pero fue sólo un segundo, y después embrazó el escudo y partió trotando a cumplir la orden. Temístocles se acercó todavía más a Arifrón y le habló al oído.
—Escúchame bien. Si te coloco en la última fila, todo el mundo lo verá, y se preguntará por qué el noble Arifrón, hijo de un guerrero como Antígenes, que tiene una panoplia que vale por lo menos el precio de diez bueyes, combate en la última fila. Así que éste será tu puesto, a mi derecha.
—Temístocles le señaló el hueco—. ¿Sabes por qué lo hago?
—¿Por qué, señor?
—Te pongo ahí, cubriendo mi costado, para demostrarte que confío en ti, Arifrón, y que sé que bajo tu miedo se esconde el valor de un hombre capaz de grandes gestas.
—Temístocles golpeó con los nudillos el gallo del broquel, arrancándole un tañido metálico—. Ésta va a ser mi protección durante la batalla. Mientras mi brazo derecho empuña la lanza para herir al enemigo, mi costado estará al descubierto, defendido tan sólo por tu escudo. Pero yo no voy a tener miedo, y te diré por qué.
—Mirándole a los ojos sin parpadear, a un palmo de su cara, añadió—: Porque sé que Arifrón, mi compañero de fila, no me va a fallar. Porque sé que cuando la lanza del persa quiera herir mi pecho, ahí estará el escudo de mi amigo para detenerla.
Los ojos del joven se iluminaron con un nuevo brillo. Arifrón se mordió el labio inferior con fiereza, tal como el poeta Tirteo exhortaba a hacer a los espartanos, y dijo:
—Este escudo es bueno, señor. Lo ha demostrado en cien combates.
—Pues éste será el ciento uno. Ve a tu puesto, Arifrón.
Espero tener razón
, se dijo. De lo contrario, no llegaría vivo a la noche.
En el centro de la formación, Calímaco se volvió hacia el oeste, donde la luna a punto de ocultarse rozaba ya la cima del Agrélico, y levantó los brazos al cielo. Los heraldos, repartidos delante de los batallones, repitieron sus palabras como un eco para que todo el mundo las oyera.
—¡Oh, Ártemis Agrotera, que te complaces cazando fieras en las montañas umbrías y en las cimas azotadas por el viento! Tú que tensas tu elástico arco y con certero ojo disparas tus saetas de plata, desvía hoy las flechas de nuestros enemigos y permite que lleguemos a ellos con nuestras lanzas. Te prometo que, a cambio, te sacrificaremos una cabra por cada bárbaro que matemos.
Ahora te presento esta ofrenda como anticipo, hija de Zeus y de Leto.
Calímaco puso la rodilla sobre el lomo de un grueso carnero blanco para inmovilizarlo y con su propia espada lo degolló de un tajo. El adivino se agachó junto a él para examinar la forma en que fluía la sangre de su cuello, e incluso la probó con el dedo. Cuando asintió, satisfecho, Calímaco levantó el escudo sobre su cabeza, las trompetas de los diez batallones y de los plateos dieron la orden de cerrar filas y sus ecos estridentes reverberaron en la llanura.
Temístocles se abrochó por fin las hombreras de la coraza y dio un par de saltos en el sitio para comprobar que estaba bien ajustada. Se colocó después el yelmo, aunque aún no se lo caló hasta las cejas. Cuando Sicino le tendió el escudo, deslizó el codo por el brazal central y aferró con los dedos el asa de cuerda trenzada. Por último, su esclavo le pasó la lanza, dos metros y medio de madera de fresno con punta de hierro y regatón de bronce. Había quienes preferían el astil de tejo, pero en opinión de Temístocles no había material que combinara mejor la ligereza y la resistencia que la clara y flexible madera de un fresno talado en las montañas de Macedonia.