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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

Salamina (24 page)

BOOK: Salamina
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Pero si la curiosidad perdió a Pandora, ella no iba a ser menos.

—Dile que se acerque.

—Señora, no sé si...

—Tranquilo, Fidón. Sé defenderme —dijo ella, rozándose el moño con la mano derecha.

Fidón asintió. Artemisia se preguntó qué estaría pensando. El militar, un mercenario nacido de madre espartana, era un hombre tan hermético como correspondía a su ascendencia laconia. La noche previa había acompañado a Artemisia en la falúa, y aunque no había dicho nada cuando ella volvió de entre los pinos sacándose agujas del pelo, era evidente que sospechaba a qué se había dedicado. Pero el veterano capitán la conocía desde niña. Él mismo había enseñado a Artemisia a disparar el arco y a manejar la lanza y era lo bastante inteligente para saber que no le convenía juzgarla ni oponerse a su voluntad.

Fidón fue a buscar al tal Córax y lo trajo de nuevo. Era un hombre más bajo que Artemisia y de rasgos ahusados. No infundía demasiada confianza, tal vez porque su rostro recordaba demasiado al de una comadreja.

—Ha llegado la hora de caminar por el puente de Chinvat —dijo. Por su acento, se notaba que el persa no era su lengua materna. Pero no cabía equívoco posible en el mensaje.

—¿Entiendes mi lengua? —le preguntó Artemisia.

El hombre respondió que sí. Su griego era fluido, aunque con un deje semita, tal vez babilonio.

Artemisia le indicó que la siguiera y se apartó de las tiendas, hacia la playa. Fidón amagó con ir detrás de ellos, pero Artemisia le ordenó que se quedara allí. No parecía que aquel hombre tan menudo pudiera suponer una amenaza, y no quería que nadie, ni siquiera sus hombres de confianza, captara un solo retazo de su conversación.

Dejaron atrás las naves de la pequeña flota de Halicarnaso, cinco barcos de guerra y dos de transporte, que eran los últimos de la línea persa. Siguieron andando un trecho más, hasta llegar a unas pequeñas dunas sembradas de matas. Allí se detuvo Artemisia, y al volverse vio que, pese a sus instrucciones, Fidón y un par de hombres la habían seguido de lejos, y ahora se habían parado a unos cien metros de ellos.

Allí es imposible que oigan nada
, pensó. El viento soplaba hacia el mar, arrastrando los turbios olores del pantano.

—Habla ahora.

—Creo que le dijiste a
alguien
que harías
algo
por él, señora —dijo Córax, con ínfulas de misterio—. Ahora ha llegado ese momento.

—Lo sospechaba. Sigue hablando —dijo Artemisia, en un tono cortante y autoritario que intentaba disimular sus propios nervios.

—Mi señor dice que cuando tu esposo muera, algo que no tiene por qué demorarse mucho tiempo, no estarás obligada a casarte con nadie si no es tu deseo. Tú misma serás la tirana de Halicarnaso y de las islas que gobierna tu marido, y podrás llamarte reina si quieres.

A Artemisia se le arreboló el rostro. No había nada que más deseara en el mundo que ser llamada
«reina»
por sí misma.

—¿Qué debo hacer a cambio? —preguntó.

El hombrecillo de cara de mustela se acercó más a ella, y prácticamente cuchicheó en su oído una serie de instrucciones. Artemisia escuchó atenta, sintiendo el cosquilleo de su aliento. Según iba oyendo, su corazón se aceleraba cada vez más.

Traición. Lo que le pedía Patikara por boca de aquel medianero era una simple y llana traición al Gran Rey. Sugerida por un persa a una griega, y mujer además. Qué fácil le sería al enmascarado, si algo iba mal, culpar de todo a Artemisia aduciendo la naturaleza falaz de los griegos y la traicionera de las hembras. ¿Qué harían con ella si la pillaban? ¿Torturaban también a las mujeres? ¿La empalaría Datis, la despellejaría colgándola de un árbol, mutilaría su rostro? Si Patikara le podía garantizar el título de reina, sin duda era un hombre poderoso, muy poderoso. Pero le había dejado claro a Artemisia que, en caso de que la descubrieran, no saldría a defenderla.

«No quedará prueba alguna de que tú y yo hayamos tenido el menor trato»
.

Al recordar la advertencia de Patikara, comprendió lo que tenía que hacer, y a quién debería recurrir para cumplir aquella misión. Alguien incondicional, atado a ella no sólo por la lealtad del sirviente
sino también por el vínculo de la carne
. Zósimo.

El corazón le palpitaba tan rápido que estaba casi segura de que Córax podía oírlo. Ya no estaba jugando, como había hecho hasta ahora durante toda su vida. No se trataba de vestirse de soldado para sustituir a su marido o de ir de cacería con otros hombres al coto del sátrapa. No, ahora tenía que tomar una decisión irrevocable que cambiaría su futuro. Debía actuar de verdad y hacerlo ella sola.

Y, además, rápido.

Córax la estaba mirando a los ojos, esperando algo. Sino también por el vínculo de la carne, se repitió Artemisia. El sexo no sólo era una buena manera de conseguir lealtades. También podía servir como maniobra de distracción.

—Has actuado bien. Tu señor me dijo que yo misma debería recompensarte.

—Así es, señora.

Artemisia dejó caer el manto. Córax abrió los ojos en un cómico gesto de incredulidad, y no parpadeó mientras la joven se soltaba un par de broches del hombro izquierdo, lo justo para abrirse la túnica y desnudar un seno. Debido al fresco de la noche, o tal vez a la excitación del miedo, el pezón se le endureció tanto que casi le dolía.

—La reina Artemisia sabe ser generosa en sus recompensas —dijo, y ella misma agarró la nuca de Córax con la mano izquierda y lo estrechó contra su pecho.

El babilonio se quedó un instante sin saber qué hacer. Pero luego debió captar los desbocados latidos de Artemisia y malinterpretarlos como deseo, porque empezó a besuquearle el seno y lamerle el pezón como si le hubieran ofrecido un dulce de miel. Artemisia respiró hondo y se dejó hacer. La lengua del hombre era de lija, su saliva pegajosa y tibia, su aliento olía a vino barato y a caries, y ahora se había emocionado y con ambas manos se dedicaba a magrear los glúteos de la joven como si amasara un pan.

Bien
, se dijo Artemisia. Ya sentía suficiente asco para hacer lo que tenía que hacer. Mientras con la mano izquierda seguía apretando la cabeza de Córax contra su pecho, con la derecha se sacó el pasador del cabello. Muy despacio, lo acercó a la oreja del hombre, y cuando calculó que la aguzada punta estaba en el orificio, respiró hondo una vez más. Luego empujó con todas sus fuerzas. Una breve resistencia, un empujón más y, con un seco crujido, el punzón penetró hasta la bola de marfil que lo remataba.

El muy cabrón, con el cerebro taladrado y todo, aún le dio un bocado antes de morir. Artemisia lo apartó de sí con asco y lo tiró al suelo. Se tocó el pezón y comprobó que no le había hecho sangre, aunque le dolía mucho el pecho. Levantó los brazos para llamar a Fidón. Al hacerlo el dolor fue tan intenso que se mareó. Se dobló sobre sí misma y, sin previo aviso, vomitó sobre la arena.

Cuando Fidón llegó con sus hombres, la ayudó a incorporarse.

—¿Estás bien, señora? Artemisia se limpió la boca con el borde del manto. Sólo entonces se dio cuenta de que no se había cerrado los broches y le estaba enseñando un pecho desnudo al militar. No pasa nada, se dijo mientras se lo tapaba.
Así mi historia será más creíble.

—Enterrad a este bastardo en la arena. Ha intentado violarme.

Fidón la miró con una muda pregunta en los ojos. Artemisia sabía que nunca la formularía en voz alta. Después, mientras sus soldados se llevaban a rastras el cadáver, pensó que era la primera vez que mataba a alguien. Aquel pobre desgraciado era su primera víctima, el primer enemigo muerto por Artemisia, la amazona, la futura reina guerrera. Al pensarlo, sacudió la cabeza, disgustada. No era una proeza tan heroica como para presumir de ella en el futuro, pero no había tenido más remedio.

Ahora, para terminar lo que había empezado, necesitaba a Zósimo.

Y a Temístocles, claro.

Campamento griego

C
uando despertaron a Temístocles para que acudiera al mismo sitio de la noche anterior, se preguntó con cierto desapego si le esperaría otra sesión de sexo tan exigente como la de la víspera. Fuera por el ardor con que Artemisia y él se lo habían tomado o por la dureza del suelo, el caso era que le dolían los huesos de la cadera y tenía agujetas en los brazos y en las nalgas. Con casi treinta y cinco años no se podía fornicar como un adolescente, se dijo, mientras atravesaba el olivar y la barra de arena gruesa que llevaba a la playa.

Esta vez no lo aguardaba Arístides, sino Melobio, el general de su propia tribu. Hasta que amaneciera, la Leóntide estaba de guardia y Melobio al mando de todo el ejército. Lo cual, desde el punto de vista práctico, significaba que era Temístocles quien ejercía el control.

Junto con Melobio había un grupo de seis soldados rodeando a un hombre. Temístocles lo reconoció. Era el criado de Artemisia, el mismo que lo había llevado por la playa hasta el batel donde le esperaba ella. El esclavo venía descalzo, vestía tan sólo una túnica corta y, según le informó Melobio, la única arma que le habían encontrado era un puñal al cinto.

—Dice que es un desertor jonio —añadió el general—. Quiere hablar contigo. Asegura que trae un mensaje importante.

—¿Cuál? —Lo ignoro. Ya te he dicho que sólo quiere hablar contigo.

Temístocles detectó un dejo de irritación en la voz del general. Le clavó los ojos sin parpadear hasta que Melobio no tuvo más remedio que apartar la vista.
Recuerda cuál es tu sitio
, le había dicho Temístocles con aquella mirada.

Melobio le debía mucho. Si había sido elegido como general era gracias a las influencias de Temístocles en la tribu Leóntide; en particular en los demos del sur, cerca del distrito minero, que prácticamente comían en su mano. Además, cuando concluyese su generalato, se había comprometido a pagarle a Melobio las deudas de juego: ocho mil trescientas dracmas de pérdidas que había acumulado apostando a los caballos y jugando a los dados en la mitad de los garitos del Pireo.

Temístocles procuraba no abusar de la situación, consciente de que un hombre que debe un favor es un hombre resentido. Delante de todo el mundo se mostraba respetuoso con él, como si de verdad fuese Melobio quien mandara el contingente de la tribu, y tenía la delicadeza de no mencionarle nunca la obligación que los unía.

No hacía falta recordarle a Melobio que si Temístocles le retiraba su protección, sus acreedores volverían a enviarle a los matones del Pireo. La primera vez le habían propinado tal paliza que le hundieron dos costillas, y para despedirse le cortaron los dedos meñique y anular de la mano izquierda, los mismos que Melobio aseguraba haber perdido aserrando un tablón en su casa.
«La próxima vez te tiraremos a un horno de carbonero»
, lo amenazaron cuando lo dejaron tirado en un callejón que daba a los cobertizos de Muniquia.

Lo que ignoraba Melobio, y mejor que siguiera ignorándolo, era que a esos matones los había contratado Temístocles. La amputación de los dos dedos era un exceso que había deplorado y por el que descontó a los sicarios cinco dracmas. Aunque, siendo ecuánimes, tampoco había que rasgarse la túnica por ello. Melobio todavía podía embrazar el escudo con los otros tres dedos y, por otra parte, era un noble rentista que no había trabajado con las manos en su vida.

Temístocles se encaró con el esclavo de Artemisia. Ahora que lo veía más de cerca, comprobó que era joven y bien parecido. Le miraba a los ojos sin agachar la cabeza, con el aplomo de quien sabe o cree que tiene una misión importante que cumplir. No dio muestras de reconocerlo, y él decidió seguirle el juego.

—Yo soy Temístocles, hijo de Neocles, del demo de Frear. ¿Es a mí a quien buscas?

—Sí, señor.

—¿Cuál es esa información que traes y que sólo quieres revelarme a mí?

—Los persas están dividiendo sus fuerzas. Ahora mismo están embarcando ya a la tercera parte de la infantería y a casi toda la caballería.

—¿Qué pretenden con eso?

—Se han enterado de que los espartanos no llegarán al menos hasta dentro de dos o tres días. Por eso, han decidido atacar y destruir Atenas antes de que aparezcan.

Temístocles se acarició la barbilla. Hasta ahora, sobre los persas pendía la amenaza de que los espartanos pudieran llegar en cualquier momento. Probablemente, era esa amenaza la que impedía a Datis tomar ninguna decisión y la que había mantenido la situación estancada durante aquellos cinco días. Pero ahora, si el criado de Artemisia tenía razón, el general persa sabía que podía contar con un par de días de margen sin tener que enfrentarse a los espartanos. En cuanto a cómo había recibido esa información, para Temístocles resultaba obvio.

Esa misma mañana, mientras Arístides y Melobio efectuaban el relevo del mando, alguien había señalado al Agrélico. El sol se acababa de levantar, y en la ladera del monte, casi en su cima, su luz había arrancado un reflejo de algo que parecía metálico. Durante un instante Temístocles pensó que se trataba de un brillo aislado, un relumbre en el yelmo o la punta de la lanza de algún explorador.

Pero el destello se repitió varias veces, y era evidente que seguía un patrón, aunque nadie de los que lo estaban viendo reconoció aquel código. Temístocles ordenó que alguien del batallón subiera al monte a investigar. Sus hombres aún no habían llegado al pie de la ladera cuando la secuencia de reflejos se interrumpió. Tal vez la persona que enviaba las señales había visto a los soldados que trepaban al Agrélico y se había asustado. O más bien, como se temía Temístocles, ya había terminado de transmitir su mensaje.

Como fuere, cincuenta hombres de la Leóntide habían estado media mañana rastreando el monte.

Por fin, Euforión apareció ante Temístocles, jadeante y lleno de arañazos, y le enseñó lo que había encontrado boca abajo y escondido entre unas zarzas. Era un escudo votivo, de menor diámetro y más plano que uno de guerra, y su superficie de bronce, lisa y bruñida, reflejaba las imágenes casi como un espejo.

—Algún hijoputa ha utilizado esta mierda para hacer señales —dijo el Nervios, que con el esfuerzo de recuperar el resuello casi se había olvidado de sus tics.

En aquel momento, Temístocles había sospechado que el mensaje del espía tenía que ver con Esparta, las fiestas carneas y el plenilunio, pues era la única información realmente comprometida que se podía filtrar a los persas. Pero ahora, tras oír al esclavo de Artemisia, ya no sospechaba.

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