—Pues esa niña se ha convertido en una mujer muy audaz —dijo Temístocles.
—Que se disfraza de hombre —respondió ella con una risita—. ¿Recuerdas al jinete jonio que estaba al lado del persa de la máscara de oro? Era yo. ¿No notaste cómo te miraba?
—No —reconoció Temístocles, y entrecerró los ojos—. Pero... recuerdo que ese oficial llevaba barba. ¿Usas una barba postiza? Ella volvió a reírse, se abrazó a él y le acarició la nariz con la punta de la barbilla.
—Sólo cuando voy a la guerra.
Hablaron de la guerra.
—¿Qué haces con los persas, en vez de quedarte en tu palacio? —le preguntó Temístocles—. No correrías ningún peligro.
—Me gusta el peligro. —Contestó
Artemisia
.
No quería estar encerrada, ni aunque fuera en la gran fortaleza de Halicarnaso y pudiera asomarse al mar. Lo que quería era oler la sal y la brea, sentir los rociones de espuma en su rostro, el crujir del casco del barco y de las jarcias al tensarse. Y, sobre todo, ansiaba la emoción del combate, lanzarse contra las lineas enemigas empuñando una lanza y cantando el peán.
Temístocles pensó en decirle que ella era demasiado joven para saber qué era la guerra. Por su mente pasaron todos los tópicos que contaban los veteranos a los novatos sobre heridas purulentas, miembros mutilados, intestinos desparramados por el campo de batalla. Pero se dio cuenta de que Artemisia pensaba igual que él, y por un momento se la imaginó a su lado. Los dos juntos sobre la proa de la nave capitana de aquella flota que había soñado tras hablar con Clístenes.
Artemisia, pensó. Sería un buen nombre para esa nave. Ágil, esbelta. De espolón certero como las flechas de la diosa.
—¿Por qué estás con los atenienses? —le preguntó ella de pronto. Temístocles se apartó un poco para verle mejor la cara. La joven parecía hablar en serio.
—¿Qué quieres decir? Yo soy ateniense.
—Sólo la mitad de tu sangre. La otra mitad es caria y jonia, y los carios y los jonios están con Darío. Tú también deberías servir al Gran Rey. Sería lo mejor para ti.
—¿Por qué habría de estar yo con Darío?
—Porque es el rey más poderoso de la tierra y va a arrasar tu ciudad. ¿Te parece una buena razón?
—¿Es que has venido a comprarme, Artemisia? —preguntó él, en tono cauteloso.
En vez de contestar, la joven se dedicó a juguetear con los escasos pelos que crecían en el pecho de Temístocles. El trató de apartarse un poco más, pero Artemisia enredó sus piernas con las de él, se pegó a su vientre y, cuando notó que su miembro respondía, soltó una carcajada.
Temístocles la abrazó y volvió a olerla. Su aroma iba y venía, y por fin comprendió la razón.
Artemisia usaba fragancia de violeta. Un olor intenso que al cabo de unos segundos saturaba la nariz y se dejaba de percibir, para volver al cabo de un rato insinuándose de nuevo. No había perfume más seductor: huidizo e intangible como los rayos de la luna llena que ahora los bañaban.
—He venido a lo que he venido, primo —respondió ella, cuando Temístocles casi se había olvidado de la pregunta—. Y ya lo he conseguido.
—Entonces, si te he dado lo que querías, ¿por qué sigues aquí? —respondió Temístocles, abriendo los brazos como si soltara a un pájaro cautivo.
—Ya no estoy enamorada de ti —dijo ella, mirándole fijamente a los ojos.
Si mentía, pensó Temístocles, lo hacía tan bien como él. Tal vez ambos lo llevaban en la sangre.
—Entonces, ¿por qué te preocupa lo que pueda hacerme tu Gran Rey?
—Sé que eres inteligente. Me da pena que tu talento se desperdicie en una ciudad gobernada por la chusma.
—Gracias a que gobierna lo que tú llamas la chusma, personas como yo, que no son de la nobleza, pueden usar su inteligencia y su talento.
—¿Que tú, el hijo de Euterpe, no eres de la nobleza? ¿Y los soberanos de Halicarnaso qué somos entonces? —preguntó ella, picada.
—Para los atenienses, nada. Mis compatriotas creen que han nacido directamente de la tierra, al principio de los tiempos, y que nunca se han movido del Ática. Para ellos, Atenas es el centro del universo, y todos los que habitan en otros lugares son vulgares advenedizos.
—Atenas no es más que un sucio poblacho. No le llega ni a la suela de los zapatos a Halicarnaso.
Temístocles no se dejó provocar.
—En eso tienes razón. Pero es mi poblacho, y voy a defenderlo de cualquier invasor que me lo quiera arrebatar.
Ella volvió a acariciarle el pecho y sonrió.
—Vuelve a mi campamento conmigo, primo —dijo Artemisia con el tono melindroso de una niña. Temístocles se preguntó si sería verdad que ya no seguía enamorada de él—. Haré que te conviertan en un gran jefe. Al lado de Darío, puedes ser rico y poderoso.
—Soy bastante rico, al menos para las necesidades de un ateniense. Y en cuanto al poder, prefiero conquistarlo por mis propios medios y no subordinarme a otro, por muy Gran Rey que sea.
—¿Prefieres ser cabeza de ratón en vez de cola de león? Me decepcionas. Un primo mío debería ser un hombre con ambiciones de verdad.
—Tal vez el ratón de Atenas no sea tan insignificante. Tal vez pueda darle un buen bocado a la cola del león.
Temístocles se arrepintió al momento de haber dicho eso. Escocido por las palabras de Artemisia, había respondido en tono defensivo y jactancioso a la vez. No merecía la pena. Una de las normas que lo guiaban era que del poder no se alardea; el poder se ejerce, y a ser posible en silencio.
Se separó de la joven y se puso de pie, aunque le costó hacerlo, pues sus muslos y sus pantorrillas eran cálidos y suaves. Artemisia se sentó y se envolvió en el manto. Se había dejado el hombro derecho fuera, de tal manera que se le entreveía el seno, con la punta del pezón recortándose justo en el borde de la sombra. Si Temístocles hubiese poseído talento para la pintura, la habría retratado así, bajo aquella pálida luz. Artemisia, hija de Artemis, la diosa de la luna. Sí, su luz le hacía justicia a la joven.
—Agradezco tu interés, prima —dijo, y se agachó para recoger su túnica.
—Pero te vas.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? No querría que me quitaran mis derechos de ciudadano por desertar.
—¿Por qué tanto interés en ser ciudadano? Datis no lo entendía, y yo tampoco.
—Porque ser ciudadano significa no subordinarse a ningún otro hombre. ¿Es verdad que los súbditos de Darío tienen que prosternarse ante él?
—Claro. Es una muestra de respeto ante el Gran Rey.
—Yo soy ciudadano ateniense. Eso significa que soy libre y que jamás me arrodillaré ante nadie.
—Hay cosas que jamás se pueden asegurar.
Artemisia soltó el manto, se puso de rodillas, agarró las caderas de Temístocles y tomó en la boca lo que antes había acariciado con la mano. Él hizo un esfuerzo digno de un Titán y se apartó.
—A veces quien está de rodillas tiene más poder que quien está de pie —dijo Artemisia, riéndose.
—¿Crees que ésa es una forma de poder? Yo diría que más bien es una servidumbre —respondió Temístocles, mientras se ponía la túnica.
—¿Te he escandalizado, primo? Contéstame a esto. Si una persona puede darle a otra algo que ésta quiere, ¿cuál de las dos tiene más poder y cuál está más sometida a servidumbre? Temístocles comprendió que ella tenía razón. Jamás había hablado así con Arquipa; y, desde luego, a su esposa nunca se le habría ocurrido utilizar su boca como una cortesana o una mujer de Lesbos. Se dio cuenta de que Artemisia cada vez lo excitaba más, y por eso mismo debía apartarse de ella.
—Adiós, prima —dijo, mientras se terminaba de atar el ceñidor y colocar el pliegue de la túnica—. Ha sido agradable reencontrarme contigo.
—Si te empeñas en que luchemos en bandos enfrentados, tal vez la próxima vez no sea tan agradable.
—¿De veras piensas vestirte de hoplita y salir al campo de batalla?
—Si es así, ¿me matarías como hizo Aquiles con Pentesilea? Aunque lo dijo ronroneando y tapándose el pecho con el manto, Temístocles se estremeció.
Pensó que si se daba la remota casualidad de que ambos se encontraran en combate y él vacilaba un instante, ella no dudaría en traspasarlo con su lanza.
—No soy Aquiles, prima. Nunca lo he admirado —dijo en tono sincero. Y usando ese mismo tono añadió una mentira—: Yo jamás te haría daño.
Por fin, se dio la vuelta y se dirigió hacia la playa. Por un instante sintió los ojos de Artemisia clavados en su nuca. Sin saber por qué, se imaginó que esos ojos se convertían en dardos, y se le puso la piel de gallina.
C
uando en Esparta y en Atenas la aurora aún no teñía de gris el horizonte, en Susa, la capital invernal del Imperio Persa, ya era de día. La ciudad, con más de cuatro mil años de edad, era la más antigua del mundo. Al menos, así lo aseguraban sus habitantes, aunque los de Jericó y Damasco habrían tenido algo que opinar al respecto.
Los nativos de Susa hablaban elamita, un extraño idioma que no se parecía a ningún otro.
Aquella lengua poseía un extraño prestigio para los persas, algo acomplejados por la antigüedad y la cultura del reino de Susa, que ya era viejo cuando el mítico Gilgamesh recorría el mundo buscando la planta de la inmortalidad. Quizá por ese motivo, los reyes Aqueménidas habían convertido el elamita en una de las lenguas oficiales de la cancillería persa.
La corte se acababa de trasladar a Susa, y el palacio era todavía un caos. Desde Ecbatana seguían llegando carromatos, mulas y camellos cargados con baúles y fardos reales. A la mayoría de los cortesanos les parecía demasiado pronto y protestaban entre dientes. Todavía no había llegado el equinoccio de otoño y, aunque las noches eran ya más largas y algo más frescas, durante el día el aire se encalmaba en la llanura y el sol azotaba inmisericorde las calles de la ciudad. Pero Darío estaba a punto de cumplir setenta años y tenía el cuerpo baqueteado en mil campañas, primero como general de Cambises, luego para derrotar a los usurpadores que pretendían disputarle el imperio —como él había vencido, su nombre no constaba en las listas de rebeldes ni usurpadores—, y más tarde para ampliar las fronteras de ese mismo imperio. Cuando cambiaba el tiempo le dolían las bridas de sus cicatrices, y sus articulaciones, cansadas de cabalgar, disparar el arco y cargar con el peso de la armadura, sufrían mucho con los fríos del invierno. El mismo calor de Susa, que tan agobiante le había resultado de joven, se le antojaba ahora una bendición.
La ciudad elamita gozaba de más privilegios. El agua del río Coaspes, que nacía en los montes Zagros y bañaba Susa antes de unirse al Tigris, era la única que bebía el Gran Rey. El aguador real la transportaba dondequiera viajase Darío, bien en inspección oficial o en campaña guerrera. Para que nadie pudiera envenenar al Rey de Reyes, la guardaba en vasijas de plata cerradas con una llave que colgaba de su propio cuello y de la que respondía con su vida. A los viajeros que visitaban Susa les sorprendía que Darío sólo bebiera de esa agua, pues el Coaspes, luego de atravesar las montañas en las que excavaba profundos cañones, bajaba turbio y pardo de lodo. Pero los hijos del aguador real subían constantemente a las fuentes del río, y era allí, en las alturas de los Zagros, donde recogían el agua que fluía transparente como cristal de roca. Y después de eso, se la entregaban a su padre, que todavía la hervía para purificarla de todo mal, con lo cual se perdía cualquier sabor especial que hubiera podido tener.
Hervida, pues, bebió aquella mañana Darío el agua escanciada por su sirviente. Después hizo una señal casi imperceptible para que hicieran pasar al mensajero que aguardaba al otro lado de la puerta. El Gran Rey aún estaba adormilado, porque la estangurria le había hecho pasar mala noche, pero tenía la costumbre de levantarse al rayar el alba y era un hombre muy metódico. Precisamente, ser metódico lo había convertido en grande, y él lo sabía.
Darío estaba sentado en la sala donde despachaba los asuntos cotidianos, una estancia mucho más modesta que la enorme
apadana
de audiencias. Aun así, el mensajero se quedó a cinco metros de él, se postró en la alfombra roja extendida ante el macizo sillón real y, sin levantar la mirada del suelo, extendió el brazo para entregarle la misiva al eunuco Artasiras. Éste arrancó la bula de barro con el sello Aqueménida, desató el cordel púrpura que cerraba el papiro y lo desenrolló. Como era correspondencia personal y no para los archivos, el chambelán no la dictó en voz alta para los escribas, sino que se acercó a Darío y se la leyó a media voz.
La carta venía de Babilonia, firmada por su gobernador Jerjes, hijo de Darío y Atosa y heredero del trono. En ella se disculpaba por no haberse presentado para visitar a su padre, como tenía por norma y costumbre cuando el Gran Rey volvía de su palacio de verano. Según alegaba Jerjes, estaba enfermo de unas fiebres, contraídas por culpa de los aires impuros que emanaban los pantanos que rodeaban la ciudad. Por ese motivo, pedía perdón a su padre y le aseguraba que, en cuanto se repusiera de su mal, viajaría a Susa para rendirle pleitesía.
—Hummm —murmuró Darío tras escuchar la carta—. Mi hijo es fuerte como un toro, y no ha estado enfermo en su vida. Me pregunto qué estará tramando.
Artasiras respondió:
—No se han producido maniobras inusuales en Babilonia, Gran Rey. La ciudad está tranquila.
Los Egibi siguen amasando dinero en sus bancos, las prostitutas siguen dando placer a los hombres y los sacerdotes siguen haciendo sacrificios a sus falsos dioses en la torre de Etemenanki. Mis agentes me han dicho que no hay movimientos de tropas, y que tu hijo lleva todo el verano enfermo y encerrado en su palacio.
Darío sonrió con cierta malicia, la malicia del anciano que ya no ve demasiado lejos la muerte.
Jerjes era un hombre joven, en la plenitud de la edad, tan apuesto como lo había sido el propio Darío en sus mejores tiempos, e incluso un palmo más alto que él. Y, sin embargo, por el capricho de Ahuramazda tal vez tuviera que cruzar el puente de Chinvat y someterse al juicio de Mitra antes que su propio padre.
—Es posible que tengamos que pensar en otro heredero —dijo Darío.
—¿Quieres hablar de ello hoy, Gran Rey?
—No, no. Tiempo habrá. Me encuentro perfectamente, y aún es posible que mi hijo se reponga.
Cuando Darío terminó de redactar la carta en que deseaba una pronta curación a su hijo y, de paso, le regalaba unos cuantos consejos para cuidar su salud, avisaron de la llegada de otro mensajero. El chambelán lo hizo pasar. El nuevo emisario pasó a la sala y se arrodilló sobre la alfombra, manchándola de polvo. Los mensajeros del servicio de correos del Camino Real debían presentarse directamente ante Darío, sin lavarse ni cambiarse de ropas, y se enorgullecían de traer el aspecto más desastrado posible para demostrar los trabajos que afrontaban por llevar las noticias al Gran Rey a la velocidad del viento. Pues el Camino Real estaba organizado de tal manera que los correos se relevaban a diario en las casas de postas repartidas por la ruta, y cada uno de ellos cabalgaba hasta seis caballos distintos en la misma jornada.