Las sombras fantasmales de los árboles apuntaban hacia el este. Temístocles levantó la mirada.
La luna empezaba ya a bajar hacia el Agrélico, pero Arturo, que en aquellas fechas salía poco antes que el sol, aún no había asomado. Debían quedar dos horas para el amanecer. Era la hora más fresca de la noche y los perros del campamento aullaban como si intuyeran lo que se avecinaba. En el cielo seguía habiendo nubes que pasaban cada vez más rápidas, oscuras como una jauría de lobos a la caza. Temístocles se imaginó al gélido Bóreas rugiendo en las alturas, por encima de donde vuelan las águilas, esperando a que llegara el invierno y el padre Zeus le diera permiso para bajar a tierra y azotar la llanura.
Sobre la tienda de los generales, el estandarte de lino con la lechuza de Atenea, que durante el día había colgado mustio, ahora empezaba a flamear tímidamente. Cuando Temístocles espiaba el campamento persa, se había fijado en que sobre el pabellón azul de Datis ondeaba una enorme bandera, aunque apenas soplara brisa. Debía ser de seda, aquel tejido tan ligero y sutil como un sueño y tan caro como si estuviera fabricado de hilos de plata.
—Concédenos la batalla y la victoria, ¡oh, Ártemis! —murmuró, mirando a la luna—, y te prometo que mi propia esposa te bordará en seda un estandarte digno de ti.
Al ver que la lechuza seguía formando ondas en el aire, Temístocles se chupó el dedo y lo puso en alto. Como se temía, se había levantado viento del norte, el etesio normal en aquella época del año. Aunque no soplara muy fuerte, ayudaría a que las naves persas llegaran antes al cabo del Sunión. Una vez doblado éste, probablemente se encontrarían con otro viento local de componente sur que los impulsaría hasta Atenas, o que al menos no los frenaría, pues el régimen de brisas y vientos en la parte occidental del Ática era muy peculiar.
Tenían que darse prisa.
—Haremos una cosa, Cinégiro —dijo, volviéndose a su amigo—. Vamos a despertar a los hombres ahora mismo. Que desayunen ligero, y que tengan todas las armas a mano.
—¿Y si los generales deciden no plantar batalla? —objetó otro taxiarca. Pero Cinégiro asintió.
—Haremos lo que dice Temístocles. En el peor de los casos, los soldados se acordarán de nuestras madres por despertarlos aún de noche. Y si todo va bien, estarán preparados a tiempo.
Mientras todo el campamento se despertaba con una mezcla de aprensión, malhumor y excitación, los generales seguían debatiendo. Las voces eran ya tan destempladas que sus palabras se distinguían perfectamente; sobre todo cuando era Milcíades quien las pronunciaba.
—¡Vamos, barbilindo! —exclamó. Debía referirse a Calímaco. El polemarco tenía la barba tan poco poblada que prefería rasurársela con una navaja—. ¡Tienes que decidirte ya! ¡Vota a favor o vota en contra!
—Ésa no es mi función —se oyó la débil protesta de Calímaco—. Yo estoy aquí para asegurar el favor de...
—¡Vota de una puta vez, maldita sea! Algunos taxiarcas se miraron escandalizados, mientras Cinégiro se tapaba la boca con la mano para contener una carcajada. Las voces de los generales volvieron a convertirse en un difuso runrún, y luego se oyó un aullido de alegría.
El inconfundible rugido del león.
La puerta de la tienda se abrió a un lado, y el corpachón de Milcíades apareció en ella. Se fue derecho hacia Temístocles y su hijo y los estrechó a cada uno con un brazo, levantándolos del suelo en un apretón digno de un oso.
—¡Poneos las armas! ¡Vamos a la batalla!
T
emístocles observó con ojo crítico el equipo de Fidípides. El corredor llevaba varios días comiendo como un lobo, a base de pingües costillas de vaca y chuletas de cordero, redondas hogazas de pan blanco y untuosos quesos de cabra. Sus canillas se habían rellenado con un poco de carne, igual que sus pómulos, que cuando llegó al campamento con el mensaje espartano estaban hundidos como cuévanos. Pero seguía siendo tan delgado que parecía como si detrás del escudo de roble, en vez de una lanza y un guerrero, hubiera dos lanzas juntas.
—No llevas grebas.
—Se me caen —contestó él.
Temístocles apartó un poco el escudo y examinó la coraza. Era de cuero hervido, con placas de metal del tamaño de media mano cosidas en la zona del abdomen. Le faltaban tres o cuatro de aquellas escamas. Temístocles metió los dedos entre la hombrera y la clavícula de Fidípides y movió el peto.
—Baila bastante. Te hará rozaduras.
—Estoy acostumbrado a las rozaduras —contestó Fidípides, terco.
—¿De dónde has sacado estas armas? —le preguntó Temístocles, observando ahora el escudo.
No tenía refuerzo de chapa, tan sólo una bloca de bronce en el centro. También le faltaba el ribete, y en el borde de madera se advertían varios bocados. La Gorgona cabezuda pintada en negro sobre el fondo rojo estaba descascarillada.
—Me las han regalado por ser tan guapo.
Temístocles tomó la lanza. Al menos, era de madera de tejo, algo más gruesa que un pulgar, y la moharra de hierro no estaba oxidada. En el otro extremo, en lugar del regatón de bronce terminado en punta para clavar la lanza en el suelo, tenía un simple pincho embutido en la madera.
En campaña, siempre había hoplitas que necesitaban reponer un escudo desvencijado, una lanza rota o, incluso, un yelmo robado al ir a las letrinas —unos diestros martillazos y un penacho nuevo ayudaban a disfrazarlo para que su antiguo dueño no lo reconociera—. Por eso los armeros hacían un buen negocio siguiendo al ejército; pero había algunos que vendían armas de tan baja calidad que más bien merecían el nombre de chatarreros.
—Espero que no te hayas gastado en esto todo el dinero que te di —le dijo—. Te habrían timado.
El corredor torció el gesto, sin decir nada. Había aparecido en sus filas en el mismo momento en que el ejército ateniense atravesaba la abatida de pinos y formaba en la llanura abierta, cuando el cielo empezaba a grisear a oriente y Arturo anunciaba por fin la cercanía del sol. Fidípides se había empeñado en formar con los demás hoplitas, aunque como heraldo estaba exento de combatir.
—Ni siquiera eres de mi tribu —le dijo Temístocles, desesperado de hacerle entrar en razón—.
Estás inscrito en la Cecrópide.
—¿Es que tienes un catálogo grabado debajo de la frente?
—Me temo que sí.
—Pues prefiero luchar al lado de alguien que tiene buena cabeza que a las órdenes del bocazas de Jantipo.
Temístocles ladeó la barbilla.
—Supongo que es un halago. ¿Por qué tanto empeño en combatir? Fidípides se volvió, y con un gesto de la lanza abarcó la fila que se extendía a ambos lados, izquierda y derecha. Mil quinientos escudos de frente alineados en la llanura, extendiéndose desde la barra de grava que delimitaba la playa hasta casi las laderas del Crotón. Por delante, los taxiarcas y sus ayudantes pasaban revista y daban las últimas instrucciones, como estaba haciendo ahora Temístocles. En el centro, a menos de cincuenta metros de ellos, los diez generales y el polemarco ultimaban sus deliberaciones y se preparaban para el sacrificio previo al combate.
—Nunca ha habido una batalla como ésta —respondió el corredor—. Cuando sea viejo y me pregunten dónde estaba el día de la batalla de Maratón, no quiero contestar que mirando desde un cerro.
Lo mismo le había dicho Mnesífilo cuando apareció con su panoplia. Por lo menos era mejor que la de Fidípides.
«Tienes cincuenta y tres años. ¿Qué haces aquí?»
, le había dicho Temístocles.
«No me pierdo esta locura por nada del mundo. Quiero ver si a los dioses les gusta tu plan o si nos aniquilan a todos»
, le contestó Mnesífilo.
Y, en verdad, su plan era una locura. Lo había discutido con Milcíades una hora antes. Los soldados estaban desayunando en frío, a toda prisa. Los había que se atiborraban como si no fueran a comer nunca más en su vida; y tal vez tenían razón. Había cundido el rumor de que hoy no iban a formar como todos los días, para hacer plantón durante horas al sol detrás de la abatida, sino que esta vez habría batalla de verdad. Muchos corrían tras los pinos y los matorrales para aliviar el vientre, porque en las letrinas había que esperar cola y los taxiarcas y los jefes de fila apremiaban a formar cuanto antes. La mayoría bebían más que comían, y no le echaban demasiada agua al vino.
Hasta entonces, no les había faltado el jugo de Dioniso, porque estaban cerca de casa y todos los días llegaban caravanas de acémilas con provisiones. Pero ahora necesitaban más para adquirir valor antes de la batalla, o simplemente para embotar la conciencia y no pensar demasiado en lo que les esperaba.
Temístocles no los culpaba, pero él sólo bebió agua hervida. Necesitaba la cabeza despejada. En su mente no dejaban de correr los números, saltando de un lado a otro como las cuentas coloreadas del ábaco. El mensaje del criado de Artemisia era muy concreto, y Temístocles, por lo poco que conocía a la joven de Halicarnaso, estaba seguro de que su fuente de información era precisa y fiable.
El esclavo había dicho que Datis estaba enviando a Atenas a un tercio de su infantería. La tercera parte de veinticinco mil eran casi ocho mil quinientos hombres. Redondeando, si era cierto que los mandos persas se mostraban tan puntillosos con el sistema decimal, nueve mil. Eso dejaba dieciséis mil en el campo de batalla. Como los persas formaban con un fondo de diez hombres, el resultado era un frente de mil seiscientos guerreros.
Los atenienses y sus aliados plateos, en su formación habitual de ocho en fondo, podían oponerles un frente de mil doscientos cincuenta escudos. Eso suponía que el frente persa superaba al suyo por trescientos cincuenta hombres. A un metro de espacio por cada uno, cada flanco del enemigo se extendía ciento setenta y cinco metros más lejos que las alas griegas. Eso era particularmente peligroso en la derecha, donde formaba el polemarca, pues los hombres de esa zona no tenían protegido el costado de la lanza. Una solución era desplazarse en oblicuo a la derecha al avanzar, maniobra que tendían a hacer todos los ejércitos de hoplitas, salvo los disciplinados espartanos. Pero eso dejaría el flanco izquierdo de los plateos completamente sobrepasado por el enemigo: quedaría un corredor enorme entre ellos y el monte, por donde podrían entrar varios batallones persas, rodear a los atenienses y atacarlos por la espalda. Si la falange se veía rodeada, sin posibilidades tan siquiera de retirarse en caso de sufrir un revés, su destino inevitable sería la aniquilación.
Temístocles tuvo la visión de las tres primeras clases de Atenas, toda su élite, tendida en el polvo, entre nubes de moscas y hediondos cuajarones de sangre negra. Vio a los persas pasando sobre sus cadáveres y entrando en una ciudad indefensa. Los templos incendiados, las tumbas profanadas, los restos de los antiguos héroes esparcidos al sol. Su casa, saqueada. Su madre, ya anciana e inservible, asesinada de un lanzazo. Arquipa y Apolonia, violadas junto con las criadas y luego convertidas en concubinas del harén de algún potentado persa. Sus hijos, vendidos como esclavos o convertidos en eunucos, y probablemente también violados...
Atenea, señora de la inteligencia, enséñame un camino, por angosto que sea, por descabellado que parezca
, rogó.
Sólo se le ocurría una solución. Pero una cosa era dibujarla con un palo en la arena del suelo y otra cosa llevarla a la práctica con hombres de verdad y bajo un diluvio de flechas. A pesar de todo, no había otra opción, así que se acercó a hablar con Milcíades. El viejo león discutía acalorado con los demás generales. Sin duda, debatían precisamente sobre el despliegue de las tropas.
Cuando Temístocles le dijo que quería hablar con él, Milcíades se apartó del grupo y los dejó debatiendo entre sí.
—Cuando salga el sol, el mando le corresponderá a la Pandionisia, pero Euclides también me lo ha cedido a mí —le explicó a Temístocles—. No pueden tomar ninguna decisión mientras no esté yo delante.
—Me alegro.
—Al fin y al cabo, lo más cerca que esos pazguatos han visto a un persa es pintado en el fondo de una copa. No tienen más remedio que recurrir a mi experiencia.
Temístocles pensó en cómo enfocar la cuestión. Milcíades no se había abstenido del vino, como él. Nunca lo hacía, y hoy no iba a ser el principio de una nueva vida más virtuosa. Con aquel corpachón que tenía, era muy difícil que se emborrachara, pero el licor de Dioniso le calentaba más de lo debido tanto el ánimo como la boca.
Ésa era una buena posibilidad. Una boca caliente. Milcíades era de los que nunca contestaban que no a la pregunta:
«¿A que no tienes agallas para...?»
.
—¿Dónde crees que estará el punto más fuerte del enemigo? —preguntó Temístocles, aunque conocía de sobra la respuesta, ya que lo había visto con sus propios ojos.
—Los persas siempre colocan a sus mejores hombres en el centro. De eso discutía con esos ineptos.
—Milcíades se agachó y recogió del suelo una gruesa rama que se había caído de una pila de leña—. Vamos a reforzar nuestro centro para romperles el espinazo.
—
¡Chas!
, la rama se partió entre sus dedos como un mondadientes—, justo ahí, donde más fuertes se sienten.
Temístocles asintió, como si de veras estuviera considerando esa idea.
—Seguro que sorprenderá a Datis...
—¡Imagínate qué cara pondrá cuando vea a la flor de sus lanceros poniendo pies en polvorosa!..., pero me preocupa un poco qué pueda pasar en las alas. Si consiguen flanquearnos por la derecha y la izquierda, nos envolverán, y entonces las filas de hoplitas que tengamos acumuladas en el centro no nos servirán de nada. Nos aplastarán por la pura fuerza de su número.
Milcíades entrecerró los ojos.
—Tú ya has pensado algo. Desembúchalo de una vez. ¿Qué me sugieres?
—Que seamos nosotros quienes los rodeemos a ellos.
Ahora Milcíades abrió unos ojos como platos y tragó aire. Durante un instante, Temístocles pensó que lo iba a colmar de improperios, pero el viejo león soltó una carcajada y le palmeó la espalda con tanta fuerza que casi lo derribó.
—¡Qué pelotas tienes! No había oído nada tan absurdo en mi vida. Pero, por si acaso, cuéntame cómo vamos a rodear a los persas siendo menos que ellos.
A Milcíades le había parecido bien el plan de Temístocles, y enseguida volvió con los generales para comunicarles lo que se le había ocurrido.
A él
, por supuesto. Para evitar que las alas del enemigo pudieran flanquearlos, explicó Milcíades, iban a estirar su propio frente. Por supuesto, lo primero que pensaron todos fue en
«adelgazar»
sus alas, pues ahí era donde los persas habían dispuesto a las tropas en las que confiaban menos, mientras que los propios iranios se aglomeraban en el centro. La propuesta de Milcíades los sorprendió. Pero, y Temístocles tenía que reconocerle ese mérito, la había defendido con tanta convicción como los charlatanes que pregonaban sus mercancías en el Ágora.