—¡Ah, pero Solón no dijo nada del lumbago ni de las rodillas! Mnesífilo no añadió nada más. Pasados unos segundos, Temístocles notó en la respiración de su amigo que había cerrado los ojos, y al cabo de un rato, le oyó roncar, sumándose al coro de los demás soldados que se habían dormido boca arriba o habían abusado del vino.
Él ni siquiera conseguía cerrar los párpados. Lo intentaba, pero tenía que hacer fuerza para mantenerlos pegados, y en cuanto se descuidaba, volvían a abrirse solos.
Pensó que era curioso que, durmiendo tan poco, soñara tanto. No había noche en que no se le presentaran tres o cuatro sueños, aunque la mayoría eran tan absurdos que los desechaba al día siguiente. Había llegado a pensar que se trataba de un don especial de los dioses, o tal vez una maldición. Luego, hablando con más gente, había concluido que simplemente recordaba los sueños de la mitad de la noche porque se despertaba varias veces, mientras que otras personas los olvidaban porque se hundían en las tinieblas de Morfeo hasta el amanecer.
Cerca de él sonó una ramita rota. No eran los rescoldos del fuego, sino una pisada. Se incorporó.
Unos soldados venían caminando entre los durmientes, sorteando sus cuerpos con cuidado de no pisarlos y agachándose para examinarles el rostro a la luz de la luna.
—¿A quién buscáis? —susurró.
—Al taxiarca Temístocles —contestó uno de los soldados. Temístocles se levantó, no sin antes recoger la espada del suelo.
—¿Quién pregunta por él?
—El general Arístides.
—Yo soy Temístocles.
Según el sorteo y el orden que habían establecido cuando llegaron a Maratón, ese día le tocaba el mando a la tribu Antióquide, por lo que Arístides era el general de guardia. Temístocles se ciñó la túnica y se calzó, preguntándose para qué lo querría su viejo rival. Miró a Sicino, tumbado al otro lado de la hoguera, y pensó en despertarlo. Pero el persa tenía el sueño muy profundo. Iba a tardar un buen rato en espabilarlo, y tenía prisa por saber qué quería Arístides.
—Os acompaño.
Los soldados lo guiaron hasta el bosquecillo de olivos, y de ahí a la playa. Temístocles agradeció alejarse de los olores del ejército. Llevaban allí demasiados días, rodeados de burros, cabras, ovejas y algún que otro cerdo, y no todos los soldados aprovechaban la cercanía del mar para lavarse, de modo que el campamento entero hedía como los establos de Augías.
Arístides estaba en la playa, con los brazos entrelazados a la espalda, un gesto muy típico de él, mirando al mar mientras dejaba que la espuma le acariciara los pies descalzos. Temístocles hizo crujir la arena bajo sus pies a propósito, pero Arístides no se molestó en darse la vuelta. Cuando llegó a su lado, imitó el gesto del eupátrida y contempló el reflejo de la luna llena sobre las aguas oscuras.
—Una noche espléndida.
Por fin, Arístides se dignó reparar en su presencia. Bajo el claro de luna, su cabello rubio parecía de plata. Seguía siendo más alto que Temístocles, pero con la edad sus estaturas se habían igualado un poco y ahora sólo le sacaba media cuarta; no tanto como para intimidarlo.
Qué tontería, se dijo Temístocles. No se había dejado intimidar por Arístides ni cuando estaban en la escuela de Fénix y le aventajaba en una cabeza. O eso quería creer.
—Estás aquí.
—Salta a la vista. No soy ninguna aparición. ¿Para qué me has llamado?
—Alguien ha venido a buscarte.
—Tus hombres. Eso es evidente.
—Alguien del campamento persa.
A su pesar, el interés de Temístocles se avivó.
—¿Quién?
—Espero que me lo digas tú.
—Será difícil, puesto que lo ignoro.
—¿Qué oscuro espionaje te traes entre manos, Temístocles?
—No seas ridículo, Arístides. ¿De qué espionaje hablas? No puedo decirles nada a los persas que no sepan ya. Nuestra organización es bien conocida, y nuestras tácticas también. De hecho, no tenemos más que una táctica —añadió en tono mordaz—. Ponernos todos en fila, abatir las lanzas, cantar el peán y embestir de frente contra los enemigos. ¿Temes que les revele eso? Arístides chasqueó la lengua. Se jactaba de ser ecuánime, y a Temístocles le constaba que él mismo se había puesto el sobrenombre de Justo por el que era conocido. Pero no le gustaban las intrigas, porque no era hábil manejándolas. Cuando veía alguna maniobra complicada siempre sospechaba de traiciones y motivos inconfesables.
Te conozco como si te hubiera parido
, pensó Temístocles al leer las dudas en su rostro. Pero tenía un problema con Arístides. Al discutir con otras personas sabía morderse la lengua, fingir amabilidad, incluso cargar las culpas sobre sí mismo, si eso le reportaba algún beneficio. En cambio, Arístides tenía algo, acaso su arrogancia casi olímpica, que le hacía perder su control habitual y abusar del sarcasmo.
—Sabes que hay cierta información que hemos jurado no revelar —dijo Arístides, mirando de reojo a los soldados que aguardaban a unos pasos de ellos.
—Y ese juramento sigue en pie. Mira —mintió Temístocles—, estaba durmiendo plácidamente cuando tus soldados me han despertado. No estoy tan impaciente como crees por acudir a una cita con el enemigo que bien podría ser una trampa. Pero piensa una cosa. ¿No crees que existe la posibilidad de que sea yo quien obtenga una información valiosa de los persas en vez de brindársela a ellos? Arístides vaciló. Temístocles comprendía la lucha que libraba en su interior. Por una parte, él, su gran rival, había dicho:
«Que sea yo quien obtenga»
. Por otro, el Justo no podía desperdiciar la posibilidad de conseguir alguna información que pudiera favorecer a la causa griega.
—Está bien. Ve.
—Temístocles se disponía a alejarse cuando Arístides lo tomó por el brazo. Sus dedos eran cálidos, casi amables, y su tono le sorprendió—. Ten cuidado, Temístocles.
Temístocles caminó por la playa, adentrándose en la tierra de nadie que empezaba al este del olivar de Heracles. A unos veinte metros lo aguardaba un hombre. En lugar de quedarse allí a esperar a Temístocles, le hizo una seña para que fuera tras él, se dio la vuelta y echó a andar a buen paso.
El ateniense lo siguió a cierta distancia, escoltado por los tres guardias que le había asignado Arístides. Al cabo de un rato distinguió una sombra en la orilla, que no tardó en convertirse en la silueta de una pequeña embarcación. Conforme se acercaron, Temístocles vio que se trataba de una falúa con la proa varada en la arena y la vela recogida sobre el mástil. Tenía ocho remos, y los remeros seguían a bordo. En la orilla sólo había un hombre. El guía que había llevado a Temístocles hasta allí se reunió con él y ambos conversaron unos segundos. Después, el hombre que había permanecido junto a la barca se adelantó hacia Temístocles, levantó los brazos y le enseñó las manos abiertas para mostrar que no llevaba armas.
—Quedaos aquí —les dijo Temístocles a los guardias—. No creo que haya peligro.
Temístocles levantó también las manos, aunque llevaba la espada colgada por detrás del cinturón, y se acercó con paso cauteloso. Quien fuera que lo había convocado a ese extraño encuentro, llevaba una larga capa y un casco de hoplita sin penacho. Sin saber muy bien por qué, Temístocles se sintió decepcionado al comprobar que no era un soldado persa, sino jonio.
Al acercarse a él, Temístocles captó un aroma agradable y muy intenso. Pero cuando aspiró para volver a olerlo y decidir qué era, el perfume había desaparecido, y pensó que su olfato tal vez lo había engañado.
—Ya estoy aquí. ¿Qué se supone...? El hoplita le indicó que guardara silencio y le hizo una seña para que lo siguiera. Se alejaron de la orilla, atravesaron unos arbustos y subieron una cuestecilla de grava que llevaba a una pequeña arboleda, no más de diez pinos jóvenes aislados en el llano. Temístocles no dejaba de observar la espalda del otro hombre. Su forma de andar resultaba extrañamente felina y sus pies descalzos apenas hacían crujir la arena ni los guijarros del suelo. Por la soltura con que se movía no parecía llevar coraza, aunque sin duda escondía algún arma bajo la capa. Por si acaso, Temístocles aferró el pomo de su espada y calculó sus posibilidades en una lucha cuerpo a cuerpo. El otro era de su misma estatura, y no se le veía corpulento. Pero, en cualquier caso, no alcanzaba a sospechar por qué un griego del ejército de Datis querría sacarlo de su campamento y llevarlo hasta aquel minúsculo pinar para matarlo.
Por fin, al llegar a la arboleda, el hombre se detuvo. Después se volvió hacia Temístocles, se abrió el manto, le mostró de nuevo las palmas abiertas y le dijo que se acercara. Él lo hizo, intrigado, pensando que el otro querría saludarlo estrechándole la mano. Pero el jonio se aproximó aún más y le agarró por la cintura. De pronto, el olor de antes volvió a impregnar el aire.
—Mira, amigo —dijo Temístocles, apartándose un poco—. No soy de ésos.
Con una carcajada cristalina como el trino de un ruiseñor, el jonio retrocedió un paso y se quitó el yelmo. Al hacerlo, una cascada de cabellos negros cayó sobre sus hombros. Era una mujer. A la luz de la luna le pareció que sus rasgos le resultaban familiares.
—
Tínon ouk ei, Themistoklê?
(¿De cuáles no eres, Temístocles?) —preguntó, marcando la aspiración de su nombre con un leve jadeo.
Una luz se quiso prender en el cerebro de Temístocles. Pero la mujer agarró sus manos, las puso sobre sus caderas, le acercó el vientre primero y luego el rostro. Tenía unos labios llenos y unos dientes que relucían bajo la luna, y cuando le ofreció su boca Temístocles no supo decir que no.
Cuando terminaron, Temístocles se giró sobre su espalda y se quedó mirando al cielo. Un pájaro, o tal vez un murciélago, pasó volando junto a las ramas del pino bajo el que habían copulado. No había sido cómodo: habían usado de lecho la capa de la mujer, que a duras penas amortiguaba los guijarros y la pinaza del suelo. Pero Temístocles se dio cuenta de que lo necesitaba, de que llevaba tiempo necesitándolo. Arquipa estaba ya en su séptimo mes, y desde que supo que estaba encinta no había querido volver a acostarse con él. No se trataba tan sólo de las molestias del embarazo como otras veces, sino de una frialdad nueva. Temístocles se temía que la llama que al principio de su matrimonio la alimentaba y la impulsaba a hacer el amor constantemente se había apagado ya. Por supuesto, él no se había resignado a pasar todos aquellos meses encallado en dique seco. Pero, aunque había recurrido tres o cuatro veces a la compañía de Criseida, la hermosa y casquivana hetaira de los rizos de oro, sus abrazos no acababan de llenarlo. Tras visitar su casa salía notando un extraño vacío, como si le hubieran dejado probar un delicado manjar para luego sacárselo de la boca.
En cambio, aquella desconocida le había contagiado su pasión, una lujuria húmeda y tibia, desenfrenada, casi violenta. No era extraño que vistiera ropa de hombre, pues tenía la fuerza de un guerrero. Había cabalgado sobre Temístocles como una amazona, y luego, cuando se dejó poseer boca arriba, sus piernas le apretaron los ijares tanto que casi le cortaron la respiración.
Se volvió hacia ella. Parecía joven, no debía tener mucho más de veinte años. Ahora había cerrado los ojos y sonreía con una deliciosa expresión de paz, así que Temístocles pudo contemplarla a placer. Su cuerpo poseía la suavidad de la piel femenina, pero era más atlético.
Mientras ella se movía encima, él había recorrido su espalda con los dedos siguiendo el curso de la columna, fascinado por el surco que se marcaba en el centro al acercarse a los riñones y las nalgas.
Se preguntó si no sería de Esparta, pues las espartanas tenían fama de hacer gimnasia desnudas al aire libre, como los hombres.
Abrió la palma de la mano y la pasó por encima de sus pechos, rozándolos apenas. Eran más bien pequeños y se veían algo separados, como si alguien hubiera rellenado de carne suave y tibia los pectorales de un efebo. Bajo su mano, los pezones se endurecieron como uvas agraces.
—Tienes callos en las palmas —dijo ella, sin abrir los ojos.
—¿Te molestan? —Nooo... —respondió la mujer, con un ronroneo.
—Es el remo. Soy hombre de mar.
—Lo sé.
—¿Lo sabes? Ella se volvió, se incorporó sobre un codo y le miró a los ojos.
—¿Sabes que de niña estaba enamorada de ti, primo? Aquel aroma huidizo volvió a su nariz, y con él la lucecilla que quería encenderse. Temístocles le apartó los cabellos de la cara, la tomó de la barbilla y le giró la cabeza hacia arriba para verla de perfil.
Nunca olvidaba una cara ni un nombre. Pero los rostros cambian con la edad; eso era lo que lo había desorientado. Ahora la recordaba. Ella era
Artemisia,
hija de Ligdamis, difunto tirano de Halicarnaso, y esposa de Sangodo, el gobernante actual. Ligdamis y Sangodo eran hermanos de su madre Euterpe, así que ella decía la verdad. Eran primos.
Temístocles había estado en Halicarnaso hacía... ¿Cuántos años? ¿Catorce? Era el último viaje en el que había acompañado a su padre, que ya por entonces se hallaba enfermo del mal que le roía el estómago y que lo había llevado a la muerte. Aunque ya sufría pujos y vómitos de sangre, Neocles se había empeñado en cruzar el Egeo y llevar a Temístocles consigo para que conociera a Ligdamis, su cuñado, y entablara relaciones personales que anudaran bien las comerciales.
Artemisia
era entonces una niña flaca, con las piernas largas y desgarbadas de un potro recién nacido. Atento como estaba a los tejemanejes políticos y comerciales que se traían entre manos su padre, el tirano de Halicarnaso y los principales magnates de la ciudad, Temístocles no se había fijado demasiado en ella. Pero, ahora que lo recordaba, parecía que esa niña era ubicua. Se la encontraba por doquier, al recorrer un pasillo del palacio, al atravesar un patio o al subir a las almenas de la azotea. Ella siempre le sonreía, bajaba la mirada y se alejaba corriendo.
En algo sí había reparado entonces. Tenía los dientes grandes, pero blancos y muy bien alineados, y unos ojos brillantes y expresivos, de un azul oscuro como las profundas aguas que azotaban el monte Atos.
—Me hacía la encontradiza —confesó
Artemisia
—. Pero luego me daba vergüenza hablar contigo. Era muy niña.
Pasado el ardor del sexo, empezaban a notar el fresco de la noche. La joven tiró de un extremo de la capa, que habría valido para envolver incluso a Sicino, y los arropó a ambos.