Estaban llegando ya al olivar de Heracles cuando se les unió Cimón. Al verlo junto a Milcíades, con los mismos ojos grises, tan alto y con los hombros tan anchos como él, nadie podría negar que era su hijo. Pero los rasgos de Cimón eran más delicados, y sus piernas musculosas le daban unas proporciones más armónicas.
Al oír el informe de Temístocles, Cimón se encogió de hombros y dijo:
—No temas, padre. Cuando lleguen los espartanos, las tornas se igualarán.
El joven era un ferviente admirador de Esparta. Llevaba el cabello largo y recogido en trenzas, la barba corta y afilada y el bigote afeitado, todo al estilo lacedemonio. A Temístocles le constaba que incluso había comprado un cocinero de Laconia para que le preparara caldo negro, el repugnante guisote de sangre y vinagre que solían comer los espartanos.
—Son los mejores soldados que han existido nunca —dijo el joven—. Cuando vengan seremos casi veinte mil hombres, y ya veremos qué cara se les pone entonces a los persas.
—Pues mientras llegan, tenemos una reunión con el enemigo —dijo Milcíades, y mirando a Temístocles añadió—: Por eso te estaba buscando. Quiero que me acompañes y te fijes bien en todo lo que veas.
—¿Han enviado heraldos? Milcíades asintió.
—Vamos a encontrarnos con ellos ahora mismo, en terreno neutral. Su jefe va a ofrecernos las condiciones para nuestra rendición.
—Entonces no deberíamos reunirnos con ellos, padre —dijo Cimón—. Se puede interpretar como traición.
—Nos reuniremos con ellos y, si hace falta, les haremos creer que nos lo estamos pensando —respondió Milcíades en tono impaciente—. Tú mismo lo has dicho. Estamos esperando a los espartanos. Mientras llegan esos cabrones de pelo largo —añadió, tirando de una de las trenzas de su hijo—, ganaremos tiempo aunque sea negociando con los perros de Hécate.
Temístocles asintió, sin decir nada. Si Datis quería parlamentar, era porque, pese a su superioridad, no debía de hacerle mucha gracia la idea de atacar la posición de los atenienses. Con un poco de suerte, lo entretendrían hoy, y mañana o, a más tardar, pasado mañana, llegarían los espartanos. Y entonces la balanza estaría más nivelada.
Por supuesto, Temístocles no podía saber que Fidípides había llegado esa misma mañana a Atenas, donde se había detenido apenas una hora para informar a los miembros de guardia del consejo, ni que ahora sus incansables piernas lo llevaban a Maratón para dar las malas noticias.
Aún quedaban cuatro días para la luna llena. Y sólo entonces partirían los espartanos.
A
rtemisia no le importaba tanto estar casada con su tío Sangodo, tirano de Halicarnaso, ni que la doblara en edad. Lo que le molestaba era que lo primero que hacía al levantarse por las mañanas era pedirle a ella o a cualquier esclavo que anduviera cerca la jarra de vino y la copa de plata, y que ya no dejaba de empinar el codo en todo el día hasta que por fin la bebida lo derrotaba y se quedaba dormido. Lo que a Artemisia le dolía era que Sangodo, que había sido un hombre mucho más inteligente que la mayoría, llevase tantos años hablando con una voz y un razonamiento a cual más pastoso.
A que su tío y esposo fuera impotente desde todos los puntos de vista ya se había acostumbrado.
Teniendo en cuenta que el aliento le olía siempre a vino revenido y que por culpa de la falta de ejercicio y de la edad sus músculos se habían convertido en colgajos lacios, Artemisia lo agradecía.
Ahora, al contemplarlo despatarrado en el diván, enterrado en cojines, con la túnica arremangada por encima de las rodillas y roncando como un burro, Artemisia recordó que la última vez que hicieron el amor había sido hacía tres años. No era extraño que no hubiesen engendrado un heredero.
—Si viviéramos en los viejos tiempos —le decía su abuela Tique, allá en Halicarnaso—, no necesitarías ningún heredero. Tú serías la soberana por derecho propio y tu tío no sería más que un rey consorte.
Tique siempre tenía en la boca los viejos tiempos. Desde que Artemisia era muy niña había tratado de imbuir en ella el espíritu de aquel remoto pasado. Por eso había instruido a su nieta en el antiguo idioma de la isla de Creta, donde había nacido; una lengua arcana y más antigua que el griego, que según la propia Tique sólo hablaban en secreto algunas mujeres. Incluso le había enseñado a leer sus enigmáticos signos.
—Nadie habla así ya, abuela —protestaba Artemisia, porque era niña y prefería salir a jugar al aire libre, correr y disparar el arco para gastar su infatigable energía, en vez de sentarse a la luz de una lámpara en un cubículo oscuro sobre tablillas de arcilla requemadas que parecían garabateadas por las patas de un gorrión.
—No hay que olvidar, Artemisia —le respondía ella—. Tu madre, la pobre, murió al darte a luz.
Yo no duraré mucho —añadía, y se le llenaban los ojos de lágrimas, aunque tenía una salud de hierro—. Si no quieres aprender lo que te enseño, cuando yo muera, ¿quién recordará la época de oro de las mujeres, antes de que llegaran los griegos con sus armas de hierro y sus dioses celestes? ¿Quién se acordará de que hubo un tiempo en que gobernaba el mundo la Gran Diosa, la verdadera Ártemis fecunda por la que te puse el nombre? Lo de que Ártemis fuese virgen era una fabulación de los varones, aseguraba Tique. Los hombres se inventaban diosas vírgenes porque temían al sexo de las mujeres y miraban con asco los ciclos de su naturaleza, regidos por la luna de la propia diosa. Se burlaban de los genitales femeninos llamándolos «cerdito» y cosas por el estilo, y trataban de encerrarlos y apartarlos de su vista hasta el breve momento en que les apetecía disfrutar de ellos.
Sí, la auténtica Ártemis era salvaje y cazadora, y corría desnuda por los bosques bajo la luz de la luna llena, tal como contaban los mitos. Pero también era madre, porque ninguna mujer, ni siquiera una diosa, renunciaría a ese privilegio de la maternidad que los hombres no podían compartir ni comprender.
—Has de tener hijas y transmitirles estos recuerdos, Artemisia —insistía Tique—. Algún día la rueda del gran tiempo girará, y la diosa, se llame Gea, Deméter, Artemis o como le plazca que la adoremos en cada momento, volverá a gobernar el mundo. Ese día sólo habrá sacerdotisas, pues los sacrificios de los varones no son gratos a la Gran Diosa, y los reyes y los guerreros les consultarán sus decisiones. Ese día —añadía en susurros, mirando a los lados por si su yerno, el tirano de Halicarnaso, alcanzaba a oírla—, la herencia la transmitirá la sangre de las madres, que es la única que se puede demostrar. Ese día, Artemisia,
tú
serás reina.
Artemisia había crecido oyendo todo eso a su abuela, pero a veces dudaba de que alguna vez hubiera existido una época como la que le describía. No era que los hombres gobernasen por la fuerza, que también: comparada con las demás mujeres, la atlética Artemisia era una Amazona invencible, y sin embargo entre los soldados que habían venido a Maratón en su barco había varios guerreros mejores que ella.
Pero ésa no era la cuestión. Si existía una verdad universal, al menos por lo que Artemisia había comprobado en sus veinticuatro años de vida, era ésta: la necedad gobierna el mundo. Heráclito, un sabio místico de Éfeso que a veces visitaba la corte de Halicarnaso y desconcertaba a todos con sus oscuras palabras, sostenía que la guerra era el padre de todo. Si con ello se refería a Ares, ese dios tracio estúpido y violento, Artemisia estaba de acuerdo. Y por eso, porque la necedad dominaba el mundo y porque la violencia ciega era el principio de todo, estaba convencida de que las mujeres jamás podrían gobernar.
Por eso y porque, además, las mujeres se pasaban la mayor parte de su vida pariendo hijos para los hombres y cuidándolos. Para colmo, cuando los varones se hacían tan viejos e inútiles que ni su compañía ni su amistad les interesaban a los demás, eran las mujeres quienes se encargaban de atenderlos y limpiarles las babas y el trasero en sus últimos años.
Pero que no contaran para eso con Artemisia. Cuando tuviera un crío, ya serían otros quienes lo cuidarían, quienes se harían cargo de ese hijo que no deseaba en absoluto, pero que necesitaba para seguir siendo soberana de Halicarnaso cuando su esposo muriera.
Una eventualidad para la que, visto el ritmo al que bebía Sangodo, no podía faltar mucho tiempo.
—Datis quiere que te reúnas con él —le dijo ahora.
Al ver que no le hacía caso, trató de moverlo con la punta del pie. Sangodo, que se había quedado sin respiración por un momento, soltó un tremendo ronquido. La tienda estaba llena de pebeteros que quemaban incienso y serpol y calentaban aceite de rosas, pues a Artemisia le molestaba el olor a cieno y junco podrido que emanaba del marjal cercano al campamento persa.
Aun así, su fina nariz captó en el regüeldo de su esposo una vaharada de vino a medio digerir que le revolvió el estómago.
Era inútil, obviamente. No se iba a despertar, y si se despertaba sería aún peor. Pero alguien de la casa de Halicarnaso tenía que ir; Datis no era hombre al que se desobedeciera a la ligera.
Artemisia chasqueó los dedos. Zósimo, que aguardaba de pie al otro lado de los visillos que separaban el reservado del resto de la tienda, acudió al momento. Artemisia había traído con ella cuatro esclavas, dos para limpiarla y lavarle la ropa, una para peinarla y otra para maquillarla y arreglarle las uñas. Pero ahora no pensaba vestirse para un banquete.
—Ya ves cómo está —le dijo al esclavo—. Iré yo por él.
Zósimo frunció el ceño un instante, pero ya se había resignado a las excentricidades de su ama y a los riesgos que corría.
—Muy bien, señora. Te ayudaré.
Artemisia se soltó los broches del vestido con toda naturalidad. La túnica de seda resbaló por su cuerpo con un cosquilleo que le enardeció la piel, y la joven se quedó desnuda salvo por el
perizoma
que le tapaba el sexo. Al levantar los brazos para que Zósimo le pusiera el quitón de hombre, comprobó que los ojos del esclavo se fijaban un instante en sus pechos y luego se apartaban nerviosos.
Puede que pronto te vuelva a hacer un regalo, mi querido Zósimo
, se dijo Artemisia al notar cierto calor en el vientre y darse cuenta de que su cuerpo llevaba ya muchos días en ayunas. El esclavo jonio no sólo atendía personalmente a su señor Sangodo, sino que lo sustituía en el lecho cuando Artemisia así se lo ordenaba. Zósimo era guapo, tenía un cuerpo musculoso y unos dedos que sabían ser suaves para acariciar y fuertes para dar masaje. Además, era callado y obediente.
¿Qué más se podía pedir?
Algo distinto
, se respondió ella misma. O, más bien,
alguien distinto
. Un hombre que no acudiera solícito porque ella chasqueaba los dedos, que no obedeciera todas sus órdenes y la besara y acariciara justo donde y cuando ella quería. No, Artemisia deseaba en su lecho algo inesperado, algo sorprendente.
Y tal vez no sólo en su lecho, sino también en su vida.
Aunque hacía calor, Zósimo le puso sobre la túnica una gruesa pelliza sin mangas. Sangodo era un hombre delgado —lo contrario era casi imposible, puesto que sólo bebía—, pero, aun así, su coraza le venía holgada a Artemisia, que necesitaba aquel jubón de piel de cordero para rellenarla.
Zósimo cerró las dos piezas de bronce sobre el costado izquierdo de su ama con sendos pasadores, y después movió un poco la coraza para ajustarla mejor sobre sus hombros.
—Así está bien —dijo Artemisia.
El pectoral era de bronce repujado, imitando los músculos del pecho y el abdomen, y el espaldar mostraba una Victoria alada grabada con finos trazos de buril. La pieza pesaba casi quince kilos, pero Artemisia se sentía más poderosa al ponérsela, incluso más ligera, como si las diosas de la guerra infundieran doble vigor a sus piernas.
No tenía mucho sentido usar las incómodas grebas cuando tan sólo iba a una reunión con los atenienses y no a una batalla. Pero las pantorrillas de Artemisia, finas y depiladas, habrían llamado demasiado la atención, así que le dijo a Zósimo que se las pusiera. Luego tomó la barba postiza que le ofrecía el esclavo y se la ajustó con un cordel por detrás de las orejas. Se miró en el espejo de cobre para comprobar que se la había puesto bien y soltó una carcajada, como le pasaba siempre que se veía así. Pese a aquella barba, nadie habría podido creer que esos pómulos tan altos y esa nariz fina y respingona eran de un hombre. Lo único masculino en su rostro era la pequeña cicatriz rosada junto a la comisura del ojo izquierdo. Se la había hecho cinco años antes Fidón, capitán de las tropas de Halicarnaso, mientras le enseñaba a manejar la espada. Artemisia estaba tan orgullosa de ella como si fuera una auténtica herida de guerra.
La joven se recogió los cabellos en un apretado moño. Solía atravesárselo con un pasador de bronce, un alfiler tan aguzado como un estilete que le servía también de arma. Pero debajo del casco era demasiado incómodo, y además iba a llevar espada, así que se limitó a atarse el moño con una cinta. Después se caló por fin el yelmo corintio con el alto penacho de plumas blancas y negras, y volvió a mirarse en el espejo. Ahora todo era diferente. De sus ojos índigo sólo se apreciaba el brillo salvaje, la nariz prácticamente desaparecía entre las sombras, y por debajo del casco asomaban los rizos negros de la barba. Ya podía pasar por un hombre.
Zósimo le ciñó sobre la coraza el tahalí del que colgaba la espada con empuñadura de marfil y le abrochó la clámide púrpura sobre los hombros.
—Ya estás lista, señora.
—
Señor
—recalcó ella—. Recuérdalo bien.
Artemisia se reunió con el resto de los oficiales persas junto a la tienda de Datis. Como correspondía a su autoridad y su prestigio, el pabellón del jefe persa era enorme, un palacio móvil de gruesas paredes de lona, pintadas de azul y amarillo, sobre el que ondeaba un estandarte con el símbolo alado de su única divinidad. Pues, al parecer, el Gran Rey se había empeñado en que todos los persas siguieran las creencias de un antiguo profeta, llamado Zoroastro o algo parecido, que sostenía que los que los hombres consideraban dioses eran en realidad demonios y que existía un solo dios verdadero, el señor de la luz celeste.
Y, como era de esperar, ese dios era varón.
Como oficial griego, y por tanto de una raza inferior a la élite persa, Artemisia procuró quedarse en segunda fila, detrás de los mandos iranios, mientras escuchaba las instrucciones de Datis. El general hablaba en persa a toda velocidad y apenas abría la boca para articular, por lo que a la joven le resultaba difícil entender qué decía. Pero expresiones como
avajantanaiy hamiçiyam
, «matar al enemigo», y
vimardatanaiy gasta yauna
,
«aniquilar a los malvados griegos»
, se repetían constantemente.