—¡Eso es cinco veces más de lo que pagan todas las ciudades de Jonia juntas! —respondió Milcíades, que llevaba ya la voz cantante—. Explícale a tu amo lo siguiente: la culpa del incendio de Sardes no fue de los atenienses, ni siquiera de los jonios, sino de esos sodomitas de los lidios por construir los techos de sus casas con cañas secas y no con tejas como la gente sensata.
El intérprete tradujo las palabras de Milcíades, prescindiendo de la alusión a la supuesta sodomía de los lidios, del mismo modo que cuando transmitía las frases de Datis procuraba evitar los términos más ofensivos que Temístocles sí entendía, como
«serpientes»
,
«sabandijas mentirosas»
o
«repugnantes cucarachas»
. El general, como Sicino, debía de ser seguidor del dios Ahuramazda, pues sus fieles aborrecían a todos los bichos y criaturas que reptaban por el suelo.
—Dice mi señor —tradujo de nuevo el intérprete— que, dado que no aceptáis sus justos y moderados términos, os emplaza aquí mismo mañana después del amanecer, con todo vuestro ejército, para dirimir de una vez por todas esta contienda como hombres de verdad.
Calímaco agarró del brazo a Milcíades para decirle algo al oído, pero el viejo león estaba ya muy crecido y respondió como si él y sólo él fuese el portavoz de la voluntad de Atenas.
—Dile a tu amo que estamos muy cómodos en nuestro campamento, a la sombra, y que no nos gusta pelear al sol. Así que, si queréis, venid a visitarnos vosotros. Pero daos prisa, porque mañana mismo esperamos a otros huéspedes, y no sé si tendremos sitio para todos. Cuando lleguen los diez mil espartanos vamos a estar muy apretados en nuestro campamento.
Mientras el sirviente traducía, Datis apretó los labios tanto que su boca se convirtió en una ranura. Pero cuando escuchó
datha hazarabam,
«diez millares»
, los ojillos se le abrieron un instante.
Eso le ha sorprendido
, pensó Temístocles.
Datis volvió a hablar, pero esta vez ni siquiera se dirigió a los atenienses, sino que hizo un gesto para que se acercara un jinete que hasta entonces había permanecido tapado tras los demás.
Temístocles lo había visto alguna vez cuando era niño, y más bien de lejos, pero lo recordaba pese a las arrugas que le cruzaban el rostro y a que tenía el pelo y la barba blancos como la espuma del mar. Era Hipias.
—Es inútil tratar con estos perros —le dijo Datis en persa, hablando despacio para que el anciano tirano lo entendiera—. Voy a matarlos a todos y a dejar que sus cadáveres se pudran aquí mismo, pues esta tierra es impura. Luego incendiaré Atenas y la arrasaré hasta los cimientos. Elige otra ciudad de Grecia para gobernarla, amigo, ya que de ésta no va a quedar piedra sobre piedra.
Hipias agachó la mirada y no dijo nada, aunque Temístocles vio, o quiso ver, que los ojos se le empañaban de lágrimas. Datis volvió a hablar con el intérprete, que se dirigió a los atenienses.
—Mi señor dice que esta absurda reunión se ha acabado y que es imposible razonar con bárbaros que no respetan la verdad. Mi señor dice también que es la última vez que ofrece una tregua sagrada y que a partir de ahora nada se tratará con heraldos, sino a punta de flecha y de lanza.
Sin esperar a que el intérprete terminara de hablar, Datis tiró de las riendas de su caballo para hacerle volver grupas y se marchó sin despedirse. Los demás lo siguieron. Tan sólo uno de los oficiales griegos, el único que no se había quitado el yelmo corintio a pesar del calor, se demoró un momento, como si quisiera decirles algo a los atenienses. Pero, finalmente, dio la vuelta con los demás y se alejó hacia el campamento enemigo.
—¿Qué le ha contado el persa a Hipias? —preguntó Arístides a Milcíades.
El general se quedó pensando unos instantes, bien fuera para intentar traducir en su mente lo que había oído o para inventárselo. Por fin, reacio a confesar que no lo sabía, sacudió la cabeza.
—Nada importante. Vámonos de aquí. Sólo a un persa se le ocurre convocar una reunión inútil cuando el sol está en todo lo alto.
Temístocles podría haberles repetido las palabras de Datis, pero no dijo nada. No le había confesado a nadie que sabía persa, ni pensaba hacerlo. Desde muy joven había comprobado que la mayoría de la gente quiere aparentar más poder del que tiene y más conocimiento del que posee.
Una fórmula segura para el éxito a corto plazo y el fracaso a la larga. Era mucho mejor lo contrario, pues, como rezaba un viejo proverbio:
Las orejas son mejores maestras que la boca.
Mientras regresaban al campamento, Artemisia no hacía más que pensar en Temístocles y en la impresión que le había vuelto a causar después de tantos años. Distraída, apenas se dio cuenta de que habían atravesado de nuevo las líneas de los escuderos. Poco después pasaron junto a un cercado donde unos pajes ejercitaban a los caballos entre voces, relinchos y carcajadas. En ese momento, el guerrero de la máscara se rezagó un poco hasta quedar a la altura de Artemisia y le dijo en un persa muy enfático y correcto, casi poético:
—Es duro llevar la cara bajo el metal ardiente cuando los rayos del sol caen desde las alturas.
Artemisia le hizo una seña a Zósimo para que se apartara de ellos. Después tragó saliva y carraspeó. Ya que un noble persa se había dirigido a ella abiertamente, no tenía más remedio que hablar. Su voz era bastante grave para ser mujer, pero aun así bajó todavía más el tono y afectó ronquera.
—Lo es, señor.
—Yo tengo mis motivos para ocultar el rostro a los demás. Sin duda, tú también.
—Así es, señor.
—Pero tus motivos no pueden ser los mismos que los míos. Pues un rostro tan hermoso como el tuyo es imposible que ofenda a nadie.
Artemisia se removió en el asiento, inquieta. Tal vez había llegado demasiado lejos con su juego.
El enmascarado acercó la mano a su antebrazo, pero no llegó a tocarla. La manga del caftán se recogió con el movimiento, y la joven pudo observar que Patikara tenía las manos muy blancas y cuidadas.
—Tranquila. No seré yo quien te critique. Cuando los hombres se convierten en mujeres, las mujeres deben convertirse en hombres.
—No entiendo tus palabras, señor. Hablas en enigmas para mí. El enmascarado soltó una carcajada.
—Sabes que no es así. Dime, hermosa Artemisia, ¿no te gustaría poder ir a la guerra sin esa barba postiza y a cara descubierta, y mandar a tus propios hombres para servir al Rey de Reyes? Era inútil seguir negando su identidad delante de aquel hombre. Artemisia dejó de fingir carraspera y contestó:
—Me sentiría muy honrada si así fuese, señor. No encontrarás entre los griegos a ningún súbdito más leal al Gran Rey que yo.
—¿Confías en mí, Artemisia?
Es absurdo. Ni siquiera conozco a este hombre
, pensó Artemisia, pero contestó:
—Confío en ti, señor.
El persa acercó su caballo tanto que las piernas de ambos se tocaron. El corcel negro era tan alto que la rodilla de Artemisia llegaba apenas a media pantorrilla del enmascarado. Bajando la voz, Patikara dijo:
—Cuando llegue el momento, harás algo por mí. Correrás peligro, pero la recompensa será grande, Artemisia. Muy grande. ¿Harás lo que te pida? A Artemisia se le encogió el vientre, y le pareció escuchar el gélido aliento de las Keres soplando junto a su oído, pues estaba convencida de que Patikara tramaba algo a espaldas de Datis, y ya había visto cómo trataba el general persa a sus enemigos. Pero, al mismo tiempo, se vio a sí misma como le había dicho Patikara, sin barba, a rostro descubierto, mandando a sus soldados a la batalla sobre el puente del
Calisto
, la nave capitana de Halicarnaso. La visión le encendió la sangre.
—Lo haré, señor.
—Bien, Artemisia —respondió el enmascarado—. Alguien acudirá a verte y te dirá:
«Ha llegado la hora de caminar por el puente de Chinvat»
. Ese hombre será quien te dé mis instrucciones. Lo hará de viva voz, pues no debe quedar prueba alguna. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo, señor.
—Recuerda. No quedará prueba alguna de que tú y yo hayamos tenido el menor trato.
Sin añadir más, Patikara se apartó de ella. Zósimo acudió presto junto a Artemisia y sujetó la rienda de su caballo, con gesto preocupado, pero no dijo nada.
No creo que lo haya oído
, pensó la joven. Además, que a ella le constara, Zósimo no sabía persa.
Había alguien que sí conocía el persa, aunque lo disimulaba. Durante la reunión con los atenienses, Artemisia no le había quitado el ojo a Temístocles. Mientras Datis hablaba, los demás tenían la mirada opaca que adquiere alguien cuando no comprende lo que dice. Pero la suya brillaba, y tenía los oídos atentos. Era evidente que entendía lo que estaba escuchando.
Al acordarse de Temístocles, volvió a pensar en el riesgo que corría por haberse involucrado con Patikara en una conjura cuyo alcance desconocía. Y tomó una decisión. Si la muerte estaba cerca, antes de que llegara cogería en sus manos los frutos de la vida.
U
na vez que Fidípides comunicó a los generales y taxiarcas reunidos en la tienda el mensaje de los espartanos, el polemarca Calímaco le dijo que podía sentarse y le indicó su propio asiento, un sillón de madera de ciprés con reposabrazos tallados. Un esclavo le trajo un escabel para que descansara los pies y se dispuso a desatarle las botas, pero Calímaco le dijo:
—Después. Ahora, déjanos solos.
Tras las palabras de Fidípides, se había hecho un silencio tan espeso que se oían claramente los ruidos del exterior: las voces de los soldados, los rebuznos de las acémilas, los balidos de las cabras y ovejas que habían traído para los sacrificios. Los diez generales formaban un círculo alrededor del mensajero, y detrás de ellos estaban sus subordinados, los taxiarcas. El único sentado era el propio Fidípides. Se sentía incómodo siendo el centro de todas las miradas, pero no tenía fuerzas para levantarse. Había recorrido doscientos cincuenta kilómetros hasta Esparta y doscientos cincuenta más de regreso a Atenas, y aún había tenido que hacer un último esfuerzo para llegar a Maratón y reunirse con el ejército. Aunque había venido por el camino corto, dejando el Pentélico a su derecha y bajando a la llanura por entre el Agrélico y el Crotón, aquellos treinta y cinco kilómetros se le habían hecho más largos que todos los demás juntos. ¿Cuántos días había tardado? ¿Cuatro, cinco? ¿Mil? Las noches y los días habían perdido todo significado para él.
—Lo has hecho en tres días y medio. Una proeza digna de Hermes.
Fidípides se sobresaltó al oír la voz del taxiarca Temístocles, que se había adelantado del círculo para ofrecerle una copa de vino con agua. Se había quedado medio dormido, y sin darse cuenta debía haber pensado en voz alta.
—Caballeros —dijo un taxiarca de cuyo nombre no se acordaba, pero que era hermano de ese joven poeta, Esquilo—. Creo que ya le hemos exigido demasiado a Fidípides. Deberíamos dejar que se vaya a descansar mientras deliberamos.
El general de la tribu Antióquide, Arístides, se opuso.
—Todos agradecemos y admiramos el esfuerzo sobrehumano que ha hecho Fidípides. Pero nadie debe salir de aquí mientras no decidamos qué se ha de decir al resto de los ciudadanos.
Si tanto me lo agradecéis y me admiráis, dejad que me acueste o matadme,
musitó Fidípides. La mirada se le quedó clavada en el escabel, en sus botas gastadas y polvorientas y en sus espinillas y sus tobillos, que se veían más flacos que nunca. La poca carne que tenía se la había dejado en el camino.
Y sospechaba que también la cordura. Fidípides siempre había torcido la boca con escepticismo cuando alguien le hablaba de apariciones divinas, pero él mismo había experimentado una de esas teofanías. Había sido durante el regreso, cuando atravesaba la región limítrofe entre Arcadia y la Argólide, en la parte más solitaria y agreste de su viaje. Era ya de noche. Se había detenido junto a un fresno para evacuar las pocas y espesas gotas de orina que tenía en la vejiga, cuando oyó pronunciar su nombre:
—¡Fidíiiipides! ¡Fidíiiipides! Fidípides se había vuelto sobresaltado. Entonces vio, encaramado sobre una roca, a un chivo negro con una barba blanca que parecía flotar delante de su cara como una luz fantasmal. El chivo saltó al suelo y se acercó correteando a Fidípides. Cuando estaba a unos cuatro o cinco pasos de él, se puso en pie, y de pronto tenía brazos en vez de patas y un rostro semihumano. El mensajero comprendió que se hallaba ante el dios Pan y cayó de rodillas.
—Fidíiiipides —le dijo el dios, a medias con voz articulada y a medias con balidos de cabra—, quiero que lleves un recado a los atenienses.
—Dime, señor. —El olor a macho en celo era tan intenso que Fidípides sintió una arcada, pero agachó la cabeza y se tapó la boca.
—Pregúntales por qué no me honran cuando les he ayudado tantas veces, y diles que si lo hacen como me merezco volveré a ayudarles. Haz como te digo, Fidíiiipides.
Cuando se atrevió a alzar de nuevo la mirada, el dios caprino había desaparecido, y Fidípides se levantó del suelo y se alejó lo más rápido que pudo de aquel paraje.
Ahora, sentado en la tienda de los generales, el mensajero se preguntaba si debería dar a los generales el recado de Pan, o si habría sido todo un delirio causado por la fatiga. Estaba casi convencido de lo segundo, pero el olor... Todavía tenía clavado en las fosas nasales ese hedor penetrante y almizcleño. Sabía que los ojos podían dejarse engañar, sobre todo de noche y en la soledad del monte, pero ¿también la nariz? Se había dejado acunar por el recuerdo, pero las voces destempladas de los generales volvieron a espabilarlo.
—Estamos a día once —decía Jantipo, el general de la Acamántide. Tenía un tono muy agudo y un sonsonete irritante que crispaba los nervios—. Hasta el día quince no habrá luna llena. Aún faltan
cuatro días
, cuatro días —recalcó—, para que los espartanos salgan de su ciudad.
—Eso lo hemos oído todos, Jantipo —respondió Arístides.
—Lo que quiero decir es que, por muy espartanos que sean, no pueden correr tan rápido como Fidípides.
—
Eso es cierto,
pensó el mensajero sin pizca de orgullo. Estaba demasiado cansado para sentirlo—. Aunque vengan a marchas forzadas, tardarán por lo menos tres días. Eso supone esperar siete.
—Si no hay más remedio, los esperaremos —respondió Arístides.