—Saludos, nobles magistrados —respondió Leónidas con cierta soma. Después se acercó a los tres éforos, evitando así que Fidípides tuviera que volverse a cada momento para encarar al que hablaba—. ¿Tenéis ya una respuesta para la petición de los atenienses?
—Tú ya sabes cuál es nuestra respuesta —respondió Damatrio—. La única posible. La que demandan el honor de la palabra espartana y el respeto a los dioses.
A Fidípides le sonó bien lo primero, pero lo segundo, por alguna razón, le escamó. No debía andar descaminado, porque Leónidas también chasqueó la lengua.
—Ya.
—Lacedemonia honrará su tratado —prosiguió el éforo—. El día siguiente a la luna llena enviaremos un ejército de espartiatas para ayudar a nuestros aliados atenienses.
Fidípides calculó rápidamente. Estaban a 9 de boedromión por el calendario ateniense, lo que significaba que todavía quedaban seis días para el plenilunio. A ellos había que sumar otros tres como mínimo para que los espartanos llegaran a Atenas a marchas forzadas. Nueve días en total.
—En ese tiempo los persas habrán reducido a cenizas Atenas —dijo, mirando a Damatrio a la cara.
El éforo se removió en el asiento como si le hubiera picado una avispa.
—¿Es costumbre en tu patria que los mensajeros opinen por su cuenta?
—Parece mentira que no conozcas a los atenienses, Damatrio —intervino el rey Leónidas—. En Atenas no tienen dos reyes, como nosotros, sino treinta mil. Ahora, éforos, decidle a este mensajero si ésa es vuestra respuesta definitiva.
—Sabes que sí —respondió Damatrio.
—En ese caso, dejad que me lleve a Fidípides y le explique nuestras razones. No quiero que se lleve a Atenas la impresión de que los espartanos somos unos brutos irracionales.
—La impresión que puedan tener de nosotros los atenienses me trae sin cuidado.
—Ya, mi querido Damatrio —dijo Leónidas, curvando su enorme boca en una sonrisa irónica—.
A ti te puede traer sin cuidado, porque cuando entre el nuevo año cesarás en tu cargo. Pero yo planeo ser rey algún tiempo más, y no quiero provocar una mala imagen entre mis aliados.
—El rey rodeó el hombro de Fidípides con el brazo y tiró de él—. Acompáñame, amigo mío. Siempre he sido muy aficionado a correr, y quiero que me cuentes algunas cosas.
Viendo la constitución de Leónidas, Fidípides lo dudaba mucho. La carrera del estadio tal vez, incluso la de dos. Pero para resistir trechos más largos un físico tan musculoso como el del rey no servía. Con todo, Leónidas le hizo preguntas muy atinadas mientras lo sacaba del eforión. Allí los esperaban diez soldados de la guardia real, uno de ellos con el penacho atravesado de oreja a oreja que caracterizaba a los oficiales espartanos.
Leónidas lo llevó a pasear y le enseñó algunos edificios del Ágora, como el lugar de reunión del consejo de los ancianos y el templo de Zeus y Gea. Se veía más madera que piedra y más estuco que mármol, y las esculturas pintadas de los frontones eran bastante toscas. Contemplando las construcciones de Esparta, nadie habría creído que aquella ciudad era la primera potencia de Grecia.
Pero tal vez lo era porque se concentraba en otras cosas más prosaicas que los goces estéticos.
Llegaron a un parque sembrado de plátanos altos y tupidos, rodeado por un rosal perfectamente podado y un canal con dos puentes. Sobre el primero se alzaba una estatua de Heracles, al que los espartanos veneraban como su antepasado, y sobre el segundo una de Licurgo, el legislador que había instituido la durísima disciplina espartana que convertía a toda la ciudad en un campamento guerrero. A Fidípides, que ya había visto antes ese lugar, le extrañó no ver a los jóvenes entrenando en él.
—Te he prometido que iba a explicarte nuestros motivos, y lo haré —dijo el rey, terminada la conversación de cortesía—. Nos encontramos en el mes carneo, y ahora mismo estamos celebrando las fiestas en honor de Apolo. Mientras duren, la ciudad debe mantenerse pura. No podemos participar en ninguna guerra si no queremos que un miasma caiga sobre Esparta.
Fidípides miró a los ojos a Leónidas, sin decir nada. Qué absurdo, pensó, que una ciudad tan belicosa como Esparta se sometiera a una prohibición así precisamente en verano, la mejor época para hacer la guerra.
Curiosamente, fue el rey, y no él, quien apartó la mirada. Como buen misántropo, Fidípides era poco ducho en interpretar los gestos de los demás. Pero supo que Leónidas le estaba mintiendo y que no se sentía cómodo con esa mentira.
—En cuanto la luna complete su círculo, yo mismo llevaré a la guerra a los espartanos —prosiguió el rey, volviendo a levantar la mirada—. Entretanto, di al consejo que adopte una posición defensiva y que aguarde nuestra llegada. Dicen que los persas tienen una excelente caballería.
—Eso he oído, señor.
—No os enfrentéis a ellos en campo abierto. Desplegaos en un terreno elevado y que esté sembrado de piedras y raíces duras donde los caballos se rompan los cascos y las patas. Y, sobre todo, no os lancéis al ataque contra los persas.
—Señor, me sorprende ese consejo viniendo de un espartano, con vuestra fama de valientes.
Leónidas soltó una carcajada.
—Veo que no tienes pelos en la lengua, ateniense. Pero no te equivoques. Existe un valor engañoso que hace que los hoplitas rompan sus filas y carguen contra el enemigo. Pero, en realidad, no es valor, sino la excitación del combate, y la produce más el Miedo que su padre Ares. El verdadero valor consiste en que cada uno clave bien los talones en su puesto y apriete los dientes hasta que llegue el momento en que sus generales le indiquen lo contrario. En la guerra es más difícil estarse quieto que moverse.
—Entiendo —dijo Fidípides, y pensó:
¿Por qué un rey se molesta en contarle todo esto a un simple mensajero?
Su sospecha de que Leónidas se sentía culpable se acrecentó. Saltaba a la vista que era un hombre honrado, algo poco habitual en alguien poderoso.
Recordó que Leónidas llevaba sólo un año siendo rey. Aquel hombre ya cincuentón no estaba destinado al trono, pero los espartanos habían tenido que recurrir a él cuando su hermanastro Cleómenes había muerto en oscuras circunstancias. En Atenas se contaba que el abuso del vino puro lo había enloquecido hasta tal punto que habían tenido que encerrarlo y encadenarlo. Sin embargo, Cleómenes se las había arreglado para conseguir un cuchillo con el que él mismo se dedicó a despedazarse metódicamente hasta la muerte.
Tal vez aquella historia tan truculenta fuera cierta, pensó Fidípides, pero con los lacedemonios era imposible saber nada con certeza. Esparta era como el enigma de la Esfinge envuelto en el velo brumoso de Afrodita y tapado por el yelmo de invisibilidad de Hades.
—Come y descansa hasta mañana, Fidípides. Te espera un largo camino de vuelta.
Fidípides levantó la barbilla.
—No puede ser, señor. Las buenas noticias han de llevarse pronto, pero las malas deben llegar incluso antes.
Leónidas le estrechó la mano con fuerza.
—Merecerías ser espartano, hijo de Hermes. Cuando llegues a Atenas, diles a tus generales que deben tener paciencia y aguardarnos. Dentro de nueve días veréis las lambdas de nuestros escudos.
M
itranes, al que Temístocles había impuesto el nombre cario de Sicino para disimular su ascendencia persa, colocó un puñado de hojas y cardos secos sobre el pebetero que siempre llevaba en la bolsa de piel que colgaba de su cinturón. Después se agachó y acercó al quemador un pequeño tesoro que le había regalado su señor para que pudiera cumplir con sus obligaciones en cualquier lugar: un
hyalon
, un cristal de roca, tan redondo, pulido y transparente que parecía una gruesa gota de agua solidificada. Era media mañana y, aunque el verano se acercaba a su fin, el sol todavía apretaba con fuerza. Sus rayos atravesaron la piedra, se juntaron en un haz, obligados por la magia encerrada en el cristal, y se concentraron en un punto muy brillante y caliente del que enseguida brotó humo.
La yesca empezó a arder. Aunque diminuto, era un fuego, y a Sicino le servía. Sacó una bola de incienso, pulverizó apenas una pizca entre el pulgar y el índice y lo echó sobre las llamas. Ya que su señor era tan generoso de ofrecerle un perfume tan caro para que rindiera culto al único dios en la forma debida, Sicino procuraba economizarlo lo más posible.
Tras aspirar el aroma del incienso, Sicino se puso en pie delante del quemador y se desató el
kusti,
el cordel que le ceñía la túnica. Odiaba llevar ese quitón sin mangas y, sobre todo, no poderse tapar las piernas con pantalones como todo hombre que se preciara debía hacer. Pero su señor insistía en que vistiera lo más parecido posible a un griego, pues no corrían buenos tiempos para los persas en Atenas. Al menos, Sicino se dejaba caer la túnica por debajo de las rodillas y, por supuesto, se ponía un taparrabos de tela que se ceñía a conciencia. Había muchos griegos que no llevaban nada bajo la túnica, y se la recogían tanto en la cintura que cuando se sentaban o soplaba una racha de viento enseñaban con toda naturalidad los genitales, como si fueran un hermoso espectáculo que los demás tuviesen la obligación de disfrutar.
Una vez desatado el cordel, Sicino miró a las llamas y suplicó a Ahuramazda, el único dios, el señor de la sabiduría, que lo ayudara a mantenerse lo más puro posible y que lo perdonara si alguna vez cometía algún descuido. Pues no tenía más remedio que vivir entre los
yauna
, infieles de sucias costumbres, seguidores de la mentira que constantemente profanaban la tierra, el agua y el fuego, los sagrados elementos. Después volvió a enrollar el cordel a la cintura, cuidando bien de darle tres vueltas y practicar los nudos rituales.
No siempre había cumplido con tanto fervor. En su lejana patria, cuando aún lo conocían por Mitranes, su padre Bagabigna lo había instruido en las enseñanzas del profeta Zaratustra. Pero él era joven y despreocupado, y se tomaba esas cosas con tibieza, porque le importaba más disfrutar de los placeres de la vida. Cuando tenía dieciocho años...
La voz de su señor evitó que desovillara una vez más el hilo de sus recuerdos.
—¡Ven aquí, Sicino! Quiero qué me expliques qué estamos viendo.
Tras comprobar que su gigantesco esclavo se acercaba, Temístocles volvió de nuevo la vista hacia la llanura. Llevado por su habitual curiosidad, había dejado el campamento ateniense, se había arriesgado a salir a campo abierto y luego había torcido hacia la izquierda y trepado a la ladera del monte Crotón para gozar de mejor visión del enemigo. Ahora estaba sentado en una gran piedra desde la que se dominaba toda la bahía. Frente a él, a unos dos kilómetros, el mar lamía mansamente la larga playa de Maratón.
A su derecha, en la zona de piedemonte entre el llano y el monte Agrélico, que cerraba la llanura por la parte occidental, el ejército ateniense llevaba desplegado desde poco después del amanecer, mirando hacia el este y soportando la molestia del sol en los ojos. Su flanco más cercano, el izquierdo, que estaba a unos quinientos metros de Temístocles, quedaba protegido por las faldas del propio Crotón. Por delante del frente, en la zona de prados y sembrados que se extendía ante sus líneas, habían improvisado una empalizada. Para ello, los esclavos y ciudadanos pobres que acompañaban a los hoplitas habían talado pinos jóvenes de la ladera del monte, que luego habían repartido por el suelo con las copas apuntando hacia el frente formando una abatida. Si los jinetes persas intentaban atacar por ahí, sus monturas se encontrarían con una tupida barrera de ramas erizadas de agujas.
Más lejos, al final de la línea formada por los batallones de las diez tribus, el ala derecha ateniense lindaba con el bosque de Heracles, el olivar sagrado donde habían establecido la base, ya muy cerca del mar. En opinión de Temístocles, era una posición fuerte, siempre que no salieran de ella. El campamento griego cerraba el camino de Atenas, que pasaba entre la playa y el propio bosquecillo, giraba casi en ángulo recto y se dirigía hacia el sur, bajo el monte Agrélico. Por allí habían venido a marchas forzadas los nueve mil cuatrocientos hoplitas atenienses, acompañados por un número algo menor de asistentes entre esclavos y ciudadanos de la cuarta clase. Toda la flor del Ática estaba allí, a más de cuarenta kilómetros de la capital, mientras que los más bisoños y los veteranos habían quedado atrás para guarnecer la débil muralla.
Por supuesto, aquél no era el único sendero para llegar a Atenas. Los persas también podían internarse por el camino que pasaba entre ambos montes, el Agrélico y el Crotón, no muy lejos de donde ahora se encontraba Temístocles. Pero era una ruta agreste, impracticable para la caballería y expuesta a emboscadas.
Trató de ponerse en la piel del general enemigo. Estaba seguro de que Datis ni siquiera intentaría forzar la ruta alternativa. Sin duda, lo que había pretendido con aquel desembarco era atraer al ejército ateniense al terreno que juzgaba mejor para derrotarlo en una batalla decisiva. Pues entre las líneas griegas y las persas se extendía la llanura de Maratón, cuyo suelo aluvial era de los más fértiles del Ática. La mayor parte se dedicaba a prados para el ganado, y en cuanto a los plantíos de trigo y cebada, estaban segados, pero no habían recibido ni el arado ni el abono. Todo ello dejaba despejado un amplio campo de maniobra por el que la caballería persa podría evolucionar a sus anchas si los griegos cometían la imprudencia de salir al llano. Los refugiados eretrios ya habían contado a los atenienses lo que podían esperar si caían en el error de enfrentarse a la combinación de las andanadas de los arqueros y la carga de las tropas montadas: ser aniquilados.
Los persas estaban a la izquierda de Temístocles, más allá de la tierra de nadie y a unos dos kilómetros de las líneas griegas. Pese al calor, también tenían desplegada a la mayoría de sus tropas, formando un amplio frente que iba prácticamente hasta la playa y dibujaba una línea recta y paralela a la del ejército ateniense. Por detrás de ellos se extendía su campamento, que llegaba hasta el gran pantano que cerraba el extremo oriental de la llanura. Su flota se hallaba repartida por toda la línea de costa, en la alargada playa de Esquenia. Los persas habían traído tantos barcos que resultaba imposible vararlos todos a la vez en la arena y habían tenido que fondear más de la mitad en la bahía. Para desgracia de los griegos, las naves enemigas no corrían peligro, pues del otro extremo de la llanura salía la península de la Cola de Perro, que cerraba la gran rada como un espolón y protegía de los vientos sus aguas ya de por sí someras.