Jasón se apoyó las manos en los muslos y se levantó del banco con un gruñido de dolor. Al enderezarse le chascaron las rodillas.
—Despierta a los criados —le dijo a Apolonia—. Recoge todo lo que tengamos de valor y podamos llevar encima. Yo voy a avisar a alguna gente. ¡Arges! ¡Arges, espabila! El esclavo tuerto subió de la bodega, donde se había quedado dormido después de reparar los desperfectos de la coraza y el escudo de su señor y sustituir el astil de tejo de la lanza por otro nuevo. Jasón le ordenó que acudiera a casa de su amigo Amonio, y le dio también los nombres de otras personas. Apolonia no sabía exactamente para qué quería su esposo a Amonio, pero lo sospechaba: el broncista vivía a pocos pasos de la muralla occidental, y el oeste era la única dirección posible para huir.
Mientras Jasón preparaba su panoplia y reunía provisiones, Apolonia subió al piso de arriba, despertó a las esclavas y les ordenó que guardaran las mejores ropas en el baúl de cedro.
Todo lo que tengamos de valor,
se dijo. ¿Cómo se medía eso? ¿Qué valor tenía la tosca cuna de Mnesiptólema, que Jasón había fabricado con sus propias manos? ¿Y Nendia, la muñeca de terracota pintada que le había regalado el padre de Apolonia, o Pegaso, el caballo de madera articulado con el que ella había jugado de niña y que ahora le servía a su hija?
Tengo que ser práctica
, pensó. Oro y plata, sobre todo. Con ellos podría comprarle a su hija decenas de muñecas y caballitos. Ella misma se puso encima todas las joyas que pudo, y además guardó en una arqueta montones de dracmas de plata de Corinto y de Eretria, amén de estateras e incluso daricos, monedas persas de oro que habían llegado a manos de Jasón en sus mercadeos con el este. Después ordenó a las criadas que cargaran con un tercer baúl, más pesado que los otros dos, en el que guardaba las vajillas y los candelabros de plata y de electro. Era mucho peso para huir en la noche, pero esa riqueza les garantizaría empezar una nueva vida en Atenas con un mínimo de dignidad.
Las voces, los crujidos de los pasos y el tintineo de la plata despertaron a Mnesiptólema, que empezó a llamar a su madre.
—Yo la atiendo, déspoina —dijo Hedia.
—No, déjame a mí.
Apolonia entró en la habitación del aya y levantó a su hija de la cuna. De repente sentía la urgencia de apretar ese cuerpecillo que conservaba el calor del sueño, como un panecillo recién sacado del horno, y enterrar la nariz en sus rizos rubios. Apolonia sospechaba que con el tiempo el cabello de la niña se volvería castaño como el de su padre, pero de momento disfrutaba acariciando aquellos bucles de miel y aspirando su aroma de mejorana.
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó la niña con su media lengua.
—Nada, Nesi. —Todos la llamaban así, porque su nombre, elegido en honor de su difunta abuela, era demasiado sonoro y rimbombante para una niña tan pequeña—. Vamos a salir de paseo todos juntos. Ya verás qué divertido es. A lo mejor hasta montamos en barco.
—Tengo mucho sueño —lloriqueó Nesi.
—Pues duérmete otro poco —dijo Apolonia, mientras se la pasaba a Hedia. Con gusto se habría quedado con la niña en brazos, pero era ella quien sabía dónde se guardaban todas las cosas y mejor podía organizar a las criadas.
Cuando cerraban el último baúl, Apolonia creyó oír un grito lejano y ordenó a las esclavas que guardaran silencio. Unos segundos después, les llegó el tañido de una campana, y las cuatro mujeres se miraron alarmadas.
La noche estaba muy avanzada, pero aún no había quebrado el alba. «Mucho antes de que cante el gallo, unos traidores abrirán las puertas de Eretria al persa». ¿Se había cumplido ya la advertencia de la diosa? Apolonia se apresuró hacia la escalera y subió a la torre desde la que había presenciado el desembarco de los persas. Incluso antes de llegar arriba percibió el olor a quemado; y, una vez asomada a la pequeña atalaya, observó que en la parte noroeste de la ciudad, junto a la puerta de Caristo, habían aparecido llamas que empezaban a propagarse de tejado en tejado. El corazón se le paró durante unos segundos. El fuego estaba a menos de mil metros de su casa.
Y a menos de mil metros de su hija.
Bajó corriendo al patio. Allí estaban ya Hedia con la niña, y File y Lampo, que habían bajado los baúles con la ayuda del portero y el ecónomo.
—¡Tenemos que irnos ya! —exclamó Apolonia.
Jasón asintió. Él también debía de haber oído la campana. En ese momento regresó Arges, y entre él y el propio Jasón cargaron con las armas de hoplita. Apolonia cogió en brazos a Nesi, mientras los demás esclavos acarreaban los cestos de provisiones y los tres baúles. Alumbrados por las antorchas que llevaban Arges, el portero y Jasón, salieron por la puerta. Apolonia dirigió una última mirada atrás. Aunque no era el hogar donde había nacido, la joven había llegado a encariñarse con aquella casa que su esposo había dejado prácticamente en sus manos y que ella había organizado a su gusto.
Antes de una hora, sería pasto de las llamas. Se imaginó a Pegaso ardiendo entre una pila de muebles rotos, y se preguntó cómo podría contárselo a su hija cuando le preguntara por él, cómo podría explicarle que había hombres tan crueles que querían quemarle su caballito de madera. De pronto, aquélla le pareció la mayor de las maldades, un crimen mucho peor que la destrucción de la ciudad, tal vez porque ésta le resultaba inconcebible. Los ojos se le arrasaron de lágrimas.
Tienes que ser práctica
, se repitió, y se las secó para que Mnesiptólema no las viera. Lo único importante ahora era salvar a su pequeña.
Cruzaron un angosto callejón y salieron a la avenida de los Caldereros. Por las puertas empezaban a asomar vecinos que le preguntaban a Jasón qué pasaba. Él, sin dejar de caminar, les decía que los persas habían entrado en la ciudad. Algunos le gritaron que se diera la vuelta, que había que acudir a defender las murallas, y Jasón les respondió:
—¡No seáis necios! Huid mientras podáis. ¡La ciudad está condenada! Pronto llegaron a la mansión de Amonio, que era mayor que la suya. Apolonia conocía la casa porque había ido a visitar a la esposa del broncista un par de veces por el nacimiento de su último hijo. El propio Amonio les salió a recibir a la puerta y les hizo señas para que pasaran.
—¿Por qué entramos en su casa? —preguntó Apolonia a Jasón—. Tenemos que salir de la ciudad.
—Descuida, mujer —contestó Jasón. Había tensión en su voz, como una cuerda de lira a punto de romperse, pero seguía siendo cortés con ella—. Ya teníamos preparado esto desde que nos enteramos de que venían los persas. Siempre hemos sabido que podía haber traidores entre nosotros.
—Pues esos traidores ya están ocupando el puente de la puerta oeste —intervino Amonio—.
Pero a nosotros no nos verán.
En el patio ya se había congregado una pequeña multitud, entre hombres cargados con sus pesadas panoplias y mujeres, niños y esclavos que llevaban a cuestas los enseres que habían podido reunir con tanta precipitación. Las campanas habían dejado de sonar, pero el aire de la noche traía una confusa marea de voces y lamentos que cada vez sonaban más altos y cercanos. Apolonia tuvo una visión de vigías degollados y de guerreros gigantescos aplicando antorchas a las casas, y meneó la cabeza para tratar de apartar aquella imagen. No había tiempo para pensar en eso.
El aroma de la resina de pino que ardía en las teas apenas disimulaba el hedor acre del miedo.
Los hombres susurraban con gesto grave, los niños más pequeños lloriqueaban y algunas mujeres se mesaban el pelo y se arañaban el rostro, lamentando todo lo que habían dejado atrás en sus casas.
Apolonia abrazó aún más fuerte a Mnesiptólema y se dijo que lo que más le importaba iba con ella.
El olor a humo era cada vez más intenso, y había ya pavesas flotando sobre el patio. Amonio y Jasón cruzaron unas breves palabras, y después el broncista ordenó a todos que lo siguieran.
Guiados por sus sirvientes, los fugitivos descendieron en fila de a dos por una escalera que bajaba a una bodega. Al fondo, en una pared de roca viva, había una puerta abierta que daba paso a un túnel.
Allí, un esclavo con una antorcha indicó a Jasón y a su familia que lo siguieran.
—Este pasadizo sale a más de dos estadios de la muralla —le explicó Jasón a Apolonia—. Lo excavaron hace mucho tiempo, cuando llevaron a cabo las obras para drenar la llanura y canalizar el río.
El túnel era tan angosto que tenían que caminar de uno en uno, pero al menos no había que agachar la cabeza, y las paredes estaban más secas de lo que Apolonia se había esperado. Lo recorrieron en espectral procesión, iluminados por antorchas y lamparillas, como si acudieran a celebrar un ritual secreto en honor de Perséfone en las entrañas de la tierra. Caminaron un buen rato entre el sonido sordo de las pisadas sobre el suelo compacto, el entrechocar metálico de las armas, el frufrú de las largas túnicas de las mujeres y los jadeos de los sirvientes que cargaban con arcones y fardos. De vez en cuando se oía un sollozo, una maldición o el retazo de una conversación en susurros.
Apolonia había reconocido muchas caras en el patio, y sabía que todas esas personas eran como ella y su marido, miembros de la clase media de Eretria que habitaba el barrio noroeste de la ciudad.
No había allí hipobotas, los terratenientes que remontaban sus ancestros a los dioses y que se enorgullecían de competir con sus caballos y sus carros en los juegos de Nemea y de Olimpia; los mismos que, sospechaba Apolonia, habían abierto las puertas de la ciudad al persa. No, en el túnel sólo había artesanos y comerciantes que técnicamente pertenecían al demos, pero que habían prosperado lo suficiente y habían podido adquirir las caras panoplias necesarias para servir como hoplitas y combatir en las filas de la infantería pesada.
Apolonia se preguntó qué estaría pasando cerca del puerto, en la parte sur de la ciudad, donde vivían los vecinos más humildes, asalariados, libertos y jornaleros. También estarían intentando huir; pero por mar era imposible, pues la inmensa flota persa tenía bloqueada la bocana del puerto.
Muerte, mutilación, esclavitud: ése era el destino que esperaba a aquellos infelices.
—¿Dónde están los atenienses? —se lamentó una mujer, unos pasos detrás de Apolonia—. Esos cobardes nos han abandonado.
—Cállate, mujer. Ya me lo has dicho mil veces —le espetó su marido.
Apolonia los conocía a ambos. Eran Terámenes, un tratante de perfumes que había defendido el apoyo a la revuelta jonia y el envío de barcos en alianza con Atenas, y su esposa Zósima. Llevaban treinta años casados y no habían dejado de discutir ni uno solo de ellos.
—¡Y mil veces más te lo diré! Otra mujer estaba preguntando si era verdad lo que había oído sobre el empalamiento, y un hombre, su marido o tal vez un esclavo, se extendió en truculentos detalles. Al parecer, los persas desnudaban a sus prisioneros, los levantaban en vilo y los colocaban sobre estacas largas y aguzadas que, por su propio peso, se les iban introduciendo poco a poco por el ano y desgarrándoles las entrañas en una agonía que podía durar más de cinco días. Apolonia se estremeció y tapó las orejas de Mnesiptólema, aunque la niña iba dormida y era dudoso que entendiera de qué hablaban los mayores.
—¡Callad de una vez! —ordenó Amonio el broncista, con su vozarrón de oso.
Durante unos segundos se hizo el silencio. Después, File le preguntó a Hedia si creía que los persas las violarían a todas, y el aya le dijo que cerrara la boca. Apolonia se estremeció. Poco antes de casarse, había soñado varias noches seguidas que un hombre muy apuesto, tal vez un dios, se presentaba en su alcoba, le desgarraba la túnica y la tomaba a la fuerza. Cuando eso pasaba, la joven se despertaba con un extraño calor en el vientre, y durante el resto del día esperaba, con una mezcla de temor e impaciencia morbosa, a que llegara la noche, anticipando el contacto de aquellos dedos poderosos y el seco rasgar de la tela. Pero ahora que esa turbia fantasía podía convertirse en realidad, ya no sentía ninguna calidez, sino sólo un miedo frío y resbaladizo como la tripa de un sapo.
Si algún persa la intentaba violar, se dijo, ella misma se clavaría el cuchillo que llevaba bajo la túnica, y con la mano izquierda se palpó debajo del esternón, calculando por dónde entraría la fría hoja de hierro. Y entonces otra voz interior le dijo:
¿Y qué pasará entonces con tu hija?
Por fin salieron del túnel. Allí se reagruparon todos bajo las órdenes de Amonio y Jasón.
Mientras lo hacían, Apolonia volvió la vista atrás. El estrecho gajo de la luna creciente no saldría hasta después del amanecer, y el cielo seguía oscuro y cuajado de estrellas. Al norte se recortaba una sombra aún más negra, el monte Olimpo que dominaba la ciudad, hermano pequeño del otro Olimpo que se levantaba en el continente y de cuyas cumbres nevadas le había hablado su esposo.
Apolonia respiró hondo. Flotaba un olor untuoso en el aire, tal vez de alguna almazara cercana; mezclado con él, aunque el viento venía del monte y no de la ciudad, captó el del humo y la madera quemada.
—¡En marcha! —ordenó Amonio—. ¡Hacia el oeste! —¿Por qué no subimos al monte? —preguntó Terámenes el perfumista—. Allí la caballería persa no nos perseguirá, y cuando se vayan de la isla podremos regresar a la ciudad.
—No —respondió Jasón—. Atenea se me ha aparecido en sueños y me ha dicho que debemos buscar el barco de Temístocles y cruzar el estrecho.
—¿Quién nos dice que ese sueño es veraz? —Ha sido ese sueño el que nos ha avisado a tiempo de que los persas iban a entrar en la ciudad —repuso Amonio—. Así que callad de una vez y seguid andando.
A Apolonia le dolió que su marido se apropiara de su visión, pero comprendió con tristeza que los hombres se la habrían tomado menos en serio de saber que Atenea no se había dirigido a él, sino a su esposa.
Emprendieron el camino, ahora en una columna irregular de tres o cuatro personas. Apolonia, que iba cerca de la vanguardia, se volvió y calculó que podía haber unos doscientos en el grupo, aunque no era fácil precisarlo a la luz de las antorchas. Sobre sus cabezas, en la oscura masa de la Acrópolis, habían aparecido unas luces que primero titilaron tímidas como luciérnagas bailando en el aire y después se unieron en inconfundibles lenguas de fuego.
Apolonia se imaginó el templo de Ártemis Olimpia ardiendo, y pensó:
Jamás volveré a Eretria.