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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

Salamina (3 page)

BOOK: Salamina
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Mis hijos ya no vendrán a salvaros
. La diosa virgen no tenía hijos. Sólo podía referirse al ejército ateniense que la ciudad de Eretria llevaba seis días aguardando, la última esperanza que conservaban los defensores para rechazar el asedio de los persas.

Apolonia se volvió a su derecha para hablar con su marido, pero ya no estaba allí. La joven se levantó de la cama, y al hacerlo notó la simiente de Jasón removiéndose en su interior. La presencia de la diosa se había desvanecido del aire o de su recuerdo. En su lugar, en la habitación pequeña y sin ventilar sólo quedaban el olor untuoso del aceite quemado y el aroma almizclado del sexo.

Mala época para engendrar un hijo,
pensó
, si la misma noche de su concepción ese hijo tiene que convertirse en un apátrida por orden de la diosa.
Apolonia rezó para que aquella semilla no fructificara.

Era raro que Jasón hubiera abandonado el lecho. Cuando compartía la alcoba con su mujer, casi siempre se dormía después de copular y amanecía en la misma postura en que hubiera caído. Pero esta vez, en lugar de amodorrarse, se había quedado mirando al techo con los ojos abiertos. Ésa era la última visión que Apolonia había tenido de él antes de hundirse a su vez en las tibias aguas del sueño.

Su esposo, que siempre había roncado a pierna suelta, llevaba un tiempo sin dormir bien. Desde que se supo que la gran expedición persa venía contra Eretria, Jasón andaba inquieto, saltaba en el asiento al menor ruido, había empezado a perder peso y se desvelaba con facilidad. Apolonia trataba de tranquilizarlo, pero sabía que tenía razones para sentir angustia por el futuro. Jasón pertenecía al grupo de oradores que tomaban la palabra en la asamblea para defender al partido del pueblo contra los aristócratas y los oligarcas. Desde el principio había apoyado la rebelión de las ciudades jonias contra el rey Darío, así que si los invasores persas acababan expugnando la ciudad, su vida sería de las primeras que correrían peligro.

Deberías habértelo pensado antes de votar con tanta alegría la ayuda a la revuelta jonia
, pensaba Apolonia cuando lo veía tan angustiado. No se le habría ocurrido hacerle un reproche directo a su esposo, pero eso no le impedía formarse sus propias opiniones. Aunque como mujer no podía asistir a los consejos ni asambleas, sabía observar y escuchar, y desde niña se las había ingeniado para informarse bien de lo que sucedía dentro y fuera de la ciudad. Por eso recordaba bien de dónde venían todos aquellos males.

Su origen se remontaba a ocho años atrás, cuando Apolonia tenía tan sólo catorce, y su padre y Jasón acababan de acordar los esponsales. Fue en aquel verano cuando los súbditos jonios de Darío se sublevaron contra él a lo largo de toda la costa de Asia Menor y pidieron ayuda a sus parientes griegos del otro lado del Egeo. Los espartanos, más timoratos o, como se comprobó luego, más prudentes, habían declinado participar en la guerra. Pero los atenienses y los eretrios habían contestado que sí a los jonios y les habían enviado soldados y barcos para una expedición conjunta contra la satrapía de Lidia. Cuando se supo que la alianza griega había tomado e incendiado nada menos que la capital del Gran Rey, en las calles de Eretria cundió el regocijo. Después de todo, se dijeron, los persas no eran tan poderosos ni invencibles como los pintaban. Apolonia no entendía la razón de tanto entusiasmo. ¿Qué se les había perdido a los eretrios allende el mar? Cuando oía hablar a su padre con tanto entusiasmo de la revuelta contra los persas le daba la impresión de que era él quien se había convertido en un adolescente y ella quien veía las cosas con algo de madurez.

Pero, aunque estaba convencida de que aquella aventura sólo podía traerles problemas en el futuro, le habían imbuido desde niña que aquéllos no eran asuntos de mujeres, así que se mordía la lengua y no decía nada.

El alborozo de los eretrios se enfrió enseguida cuando los más informados y viajados de la asamblea, como el propio Jasón, explicaron a los demás que Sardes, la ciudad quemada por los aliados, era tan sólo una capital provincial. La verdadera sede del poder de Darío se hallaba mucho más al este, en las ciudades de Susa y Babilonia, a tres meses de viaje tierra adentro. A Apolonia aquella distancia se le antojaba inconcebible, y le despertaba imágenes de un país remoto donde el sol debía abrasar los palacios del Gran Rey cuando se levantaba sobre el horizonte.

Para irritar más al emperador persa, la participación de los eretrios no se había reducido a la campaña de Sardes. Casi al mismo tiempo en que los atenienses y los demás jonios realizaban su incursión, una poderosa flota eretria se enfrentaba por mar contra una armada chipriota y fenicia dirigida por generales persas. La victoria fue para los eretrios, que se jactaban desde hacía muchos años de ostentar la talasocracia. Pero las pérdidas en barcos y hombres fueron tan cuantiosas que desde entonces la ciudad no había recobrado el dominio del mar. Y las peores consecuencias de su intromisión en los asuntos del Gran Rey aún estaban por llegar.

La venganza persa era como un rodillo gigante, lenta pero inexorable. Lo primero que hizo el Gran Rey fue aplastar a los rebeldes, arrasar la ciudad de Mileto, que había acaudillado la sublevación, y esclavizar a todos sus habitantes. Sólo entonces, ocho años después del estallido de la revuelta, cuando tuvo atados todos los cabos en su imperio y los eretrios ya confiaban en que escaparían impunes del picotazo que habían dado en la piel del paquidermo persa, se decidió Darío a volver la mirada al otro lado del Egeo.

A principios del mes de agosto, los mercantes que arribaban del este trajeron noticias preocupantes. Una flota enorme había zarpado de las costas de Cilicia, al sur de Asia Menor, y recorría el Egeo sometiendo islas, conquistando ciudades y quemando templos. Sólo el santuario de Apolo en Delos se había salvado de las llamas.

No cabían dudas sobre las intenciones de los persas, ya que su comandante, el medo Datis, se había encargado de proclamarlas. Iban a vengar la ayuda que Eretria y Atenas habían prestado a los jonios y, sobre todo, a hacerles pagar por el incendio de Sardes. Las órdenes de Darío eran reducir a cenizas y escombros ambas ciudades.

Durante muchos días, los eretrios imploraron a los dioses para que los persas decidieran atacar primero Atenas. Al fin y al cabo, los atenienses, aunque no poseían una gran flota, podían desplegar en el campo de batalla el triple de hoplitas que ellos. Pero, pese a sus plegarias y sacrificios, los eretrios no tardaron en saber que habían sido elegidos como la primera presa. A mediados de agosto, los persas desembarcaron al sur de la isla de Eubea, y desde allí recorrieron la costa occidental saqueándolo todo a su paso. Para impedir que llegaran a la ciudad, los restos de la flota eretria, que entre trirremes y penteconteras no alcanzaban a treinta naves de guerra, zarparon a su encuentro.

No se habían recibido más noticias de esa flota.

Un par de días después había aparecido en la alargada playa de Egilia una nube de barcos, una armada tan numerosa como los eretrios jamás habrían podido concebir. Quinientas, seiscientas naves, tal vez mil.

Apolonia las había visto desde la torre de madera adosada a la fachada este de su casa. Esas atalayas eran más típicas de las casas de campo, construidas a modo de pequeñas fortalezas para protegerlas de ladrones y saqueadores. Pero Jasón se había empeñado en levantar la torre, aunque fuese en plena ciudad, porque le gustaba otear las naves que llegaban al puerto para acudir cuanto antes a recibir a sus barcos. Aquel día la atalaya les sirvió a ambos para contemplar cómo esa inmensa flota que parecía cubrir todo el estrecho varaba en la playa. Diminutos e incontables como una plaga de insectos, los persas habían desembarcado al este de la ciudad, y en cuestión de unas horas habían levantado en la llanura un campamento tan extenso que llegaba hasta los insalubres pantanos de Ptecas.

—¿Qué va a pasar ahora? —le había preguntado Apolonia a su esposo—. ¿Qué vamos a hacer? —No lo sé —reconoció él, con el rostro gris como la ceniza.

Cuando los griegos no querían presentar batalla campal a un enemigo, por verse en inferioridad numérica o por alguna otra razón, aplicaban el truco del erizo de Arquíloco, se encerraban tras sus murallas y esperaban a que escampara la tormenta. Si los adversarios eran otros griegos, o bien se marchaban, o bien se plantaban alrededor de la muralla y esperaban a que los asediados se rindieran por hambre —contingencia que no solía darse— o a que algunos traidores del interior les abrieran las puertas al amparo de la noche. Y traidores nunca faltaban, pues basta con que se junten tres griegos para que formen al menos dos facciones y la una trame asechanzas contra la otra.

Pero los persas actuaban de una forma más metódica e implacable. El primer día del asedio cavaron un foso para proteger su campamento. Después empezaron a nivelar el terreno que miraba hacia la muralla oriental de Eretria y levantaron rampas de tierra apisonada. Los defensores les lanzaban proyectiles, pero sus arcos no tenían tanto alcance como los persas. Los eretrios los disparaban a la manera griega, tensando la cuerda hasta el pecho, mientras que los asiáticos llevaban la pluma de la saeta hasta la oreja y, entre su superior pericia y la mayor tensión de sus arcos compuestos de madera y cuerno, les ganaban más de treinta metros de distancia. Además, disparaban en masa, protegidos por soldados que los flanqueaban portando escudos casi tan altos como un hombre, y sus flechas caían como una granizada constante sobre la muralla.

Al atardecer del tercer día de asedio, los eretrios intentaron una salida para desbaratar las filas de arqueros que no dejaban de hostigar a los defensores del adarve. Apolonia había presenciado esa batalla con sus propios ojos, ya que ese día había subido al pequeño santuario de Ártemis Olimpia, en la Acrópolis, para preparar las Tesmoforias del mes siguiente.

Estaba depositando sobre el altar los gruesos trozos de carne roja que se cocinarían al sol y se enterrarían durante un mes para ofrecérselos después a la diosa. Trataba de concentrarse en su labor para no ofender a Ártemis, pero los ojos se le iban sin querer al este, donde se libraba la refriega. La propia sacerdotisa que supervisaba sus actos también estaba distraída, y no era para menos, pues el griterío que provenía de allí abajo era como el mugido del mar en una galerna. Más de quinientos jinetes eretrios, la caballería de la que tanto se enorgullecía la nobleza de la ciudad, habían salido por la puerta oriental para cargar contra los persas. Al principio, su bizarra acometida consiguió espantar a los arqueros y a los portadores de los escudos, y los defensores de la muralla los jalearon con gritos de alegría. Pero al abrirse las filas enemigas, por detrás de ellas apareció una multitud de jinetes persas, el doble o el triple que los griegos. Su formación de dientes de sierra embistió contra los eretrios y desbarató su ofensiva como quien espanta una mosca.

Desde la Acrópolis todo parecía una marea confusa de hombres y caballos. El clangor del metal contra el metal y los relinchos de las bestias eran tan estridentes que acallaban incluso los gritos de los que morían. Más tarde, Apolonia supo que sólo doscientos hombres habían conseguido regresar al amparo de la muralla antes de que los defensores cerraran las puertas. Los demás habían desaparecido engullidos por la carga persa.

Al atardecer, cuatro de esos jinetes volvieron a la ciudad, portadores de una orden de rendición de Datis, el jefe persa. La traían grabada a punzón en la espalda. Pero no era aquel mensaje escrito en sangre lo que más impresionó a los defensores. Los bárbaros habían castrado a los cuatro hombres y les habían cortado la nariz, las orejas, la lengua y los labios, de modo que todo lo que podían emitir por la boca eran gorgoteos ininteligibles y salpicados de sangre.

«Si no abrís las puertas ahora y entregáis las armas, todos los varones de esta ciudad sufriréis el mismo destino», rezaban las letras jónicas.

Tras comprobar el resultado del primer combate y lo que les había pasado a los prisioneros, los eretrios no habían vuelto a intentar más salidas. Ante su mirada impotente, los persas habían proseguido la construcción de las rampas, acercándose cada vez más al muro. Los defensores observaban con el corazón encogido, preguntándose qué vehículos pretenderían acercar por esos taludes.

—Los atenienses llegarán —insistía Jasón en los escasos ratos en que abandonaba la muralla para pasar por casa y recuperarse—. No nos pueden dejar solos.

—¿Estás seguro? ¿Por qué van a arriesgarse por nosotros? —le preguntaba Apolonia.

—Si no lo hacen, cuando los persas acaben con Eretria irán a por ellos. Los atenienses saben que es mejor que unamos nuestras fuerzas en vez de luchar por separado.

A unos diez kilómetros al noroeste de la ciudad, ocupando las tierras que hasta hacía poco habían pertenecido a la ciudad de Calcis, eterna rival de Eretria, vivían mil clerucos, colonos de Atenas que se habían instalado en aquellos terrenos con sus familias. Deberían haber sido los primeros en acudir como vanguardia de los demás atenienses; pero, por más que los eretrios escudriñaban el horizonte a poniente, por allí no aparecía nadie.

Por fin, en la sexta jornada de sitio, la víspera de la visión de Apolonia, los persas habían dado por terminados los preparativos y habían lanzado un asalto en masa contra la muralla. Primero arrimaron al muro ocho artefactos a modo de arietes. Pero aquellas máquinas eran mucho más refinadas que las que construían los griegos. En lugar de estar rematadas con bolas de bronce o hierro, los constructores las habían armado con hojas de metal, a modo de grandes espátulas que aplicaban contra los sillares de la muralla haciendo palanca para arrancarlos. De esta manera derruían poco a poco la capa exterior de piedra y se acercaban al corazón de tierra de la muralla.

Los arietes eran casi invulnerables, pues venían transportados sobre grandes armazones con ruedas y protegidos por gruesas chapas de madera y planchas de cuero hervido, de manera que los soldados que los empujaban quedaban escudados de los proyectiles que les lanzaban desde el adarve. Carmo, el general que mandaba las tropas eretrias, ordenó aplicar estopa y brea a las flechas de los defensores para incendiar las máquinas; pero también fue en vano, pues en cada ariete había servidores parapetados tras la tabla frontal que apagaban las llamas vertiendo agua sobre ellas con enormes cucharones de cobre.

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