Que les dieran higas a las tres Furias. Bastante tenía con pensar en la amenaza de los persas.
—Por lo visto, es una mujer bastante guapa —siguió Mnesífilo—. ¿Qué le ha parecido a Arquipa que la metas en casa?
—¿Qué había de parecerle? La casa es muy grande. Tenemos sitio de sobra —respondió Temístocles. Y era cierto, porque tras nacer su cuarto hijo había comprado la finca colindante a la suya y había derribado parte del muro medianero.
—A ver si, como es tan grande, te extravías una noche y acabas en la alcoba que no es.
—Tal vez Arquipa me lo agradecería —contestó Temístocles con cierto cinismo—. Me ha dicho que éste es su último embarazo.
—Cuatro críos, y todos ellos cabezones —comentó Mnesífilo—. No te faltarán herederos, desde luego, pero ¿no te gustaría que el quinto fuera una niña? Temístocles no contestó, convencido de que su mujer iba a alumbrar otro varón. Entonces se acordó de los grandes ojos de Nesi, la hija de Apolonia, de sus rizos dorados y de cómo le había rodeado el cuello con aquellos bracitos tibios y tan gordezuelos que tenían hoyuelos en los codos, y sintió algo que resultaba difícil de explicar.
O tal vez la sensación tenía más que ver con los hoyuelos que se le formaban a la madre en las mejillas cuando sonreía, aunque fuera pocas veces y con tristeza. Apolonia era una mujer hermosa.
No tanto como Arquipa, pero había algo más cálido en ella. Por un momento, Temístocles fantaseó con la idea de tomarla como concubina. Había esposas que aceptaban aquel tipo de apaños, pues las libraban de cumplir con un débito que se les hacía enojoso o, pasada cierta edad y cierto número de partos, muy arriesgado.
Pero Arquipa, que por parte de su madre tenía sangre de los Alcmeónidas, no era de ésas.
Temístocles ahuyentó aquella idea, pues no era hombre que perdiera el tiempo con pensamientos que no llevaban a ninguna parte, y se quedó mirando los muelles que dejaban a babor.
Se hallaban en Cántaro, uno de los tres puertos naturales que, junto con Zea y Muniquia, formaban el Pireo. Los atenienses llevaban desde tiempo inmemorial utilizando como puerto la alargada playa de Falero, más al este. Pero tres años atrás, Temístocles, que había sido elegido como magistrado epónimo, se empeñó en convencer al pueblo para acondicionar y fortificar el Pireo, pues sus ensenadas estaban más resguardadas del viento y, si cerraban las bocanas con espigones y cadenas, podían convertirlas en inexpugnables.
La mayoría de los arcontes epónimos se limitaban a ejercer de funcionarios a las órdenes del consejo y la asamblea; lo único que dejaban para la posteridad era el hecho de prestar su nombre al año. Pero Temístocles, que acababa de cumplir a la sazón la treintena, era demasiado inquieto y amante de novedades, lo que los atenienses llamaban
neochmós,
como para conformarse con que se dijera:
«Esto sucedió en el año del arcontado de Temístocles»
. De modo que presentó y defendió en persona ante el pueblo su programa de reformas. Por supuesto, los nobles se opusieron a él casi en bloque, pues su mentalidad de terratenientes aborrecía todo lo que tuviera que ver con el mar y el comercio naval.
Pero la fortuna sonrió a Temístocles por dos veces. En primer lugar, aquel año el invierno fue muy seco, y luego la primavera llegó con una serie de heladas y granizadas que machacaron los campos de trigo y los cebadales. La cosecha fue tan exigua que hubo que importar el triple de cereal de lo habitual, lo que reforzó a Temístocles en su defensa de una política volcada hacia el mar. De paso, dejó sin trabajo en el campo a un gran número de jornaleros. Éstos, sin otra cosa que hacer, votaron a favor de las obras del Pireo para participar en ellas y tener un salario que llevar a sus casas.
El propio Temístocles había hecho un buen negocio gracias a aquella carestía. La rebelión contra Darío había supuesto un momentáneo auge del comercio con las ciudades griegas de Asia Menor, liberadas del yugo persa. Pero Temístocles, que tras la muerte de su padre llevaba casi diez años dirigiendo el negocio familiar, intuyó que el viento no tardaría en cambiar de dirección y empezó a tejer una red de contactos con Italia y Sicilia, lejos del Imperio Persa.
Así pues, el año de las heladas, cuanto más necesitaban los atenienses el grano que antes les llegaba de las vastas llanuras al norte del Ponto Euxino y de las tierras negras de Egipto, se encontraron privados de él. Los persas habían vuelto a controlar los estrechos que daban acceso al Ponto. Egipto tenía prohibido enviar ni un solo saco de trigo a Atenas. La flota fenicia había recibido orden de atacar a los mercantes griegos, a no ser que pertenecieran a ciudades que hubiesen entregado agua y tierra al Gran Rey.
Los barcos que, gracias a Temístocles, venían cargados de cereales de Italia y de Sicilia llegaron como una bendición de la diosa Deméter para Atenas. Temístocles se negó a especular con el grano e incluso denunció a los acaparadores que trataban de coaligarse para pactar una subida de precios.
No obstante, aquel verano ganó unos cuantos talentos de plata.
El segundo golpe de fortuna había sido la aparición de Milcíades. El viejo león, que en tiempos trabajara para Darío, había llegado a Atenas huyendo de la ira de su antiguo señor. Nada más llegar, Jantipo el Pepino acusó a Milcíades ante el pueblo por haber actuado como tirano en las tierras que gobernaba en el estrecho de los Dardanelos. Temístocles se ofreció como defensor conjunto para hablar a favor de Milcíades y, de paso, sobornó a algunas personas clave repartidas por el jurado.
Milcíades fue absuelto, y ahora Temístocles tenía un valedor en el clan de los Filaidas, uno de los más poderosos y antiguos de la nobleza ateniense.
A cambio, Jantipo había renovado su antigua enemistad contra Temístocles, que ya parecía olvidada. Y como el Pepino estaba emparentado por matrimonio con los Alcmeónidas, también había azuzado a la mayoría del clan contra él, salvo Euforión el Nervios, su viejo amigo de la escuela de Fénix. El juicio había llevado la discordia al propio hogar de Temístocles. Arquipa, que era prima e íntima amiga de la mujer de Jantipo, se enfureció tanto con su esposo por ayudar a Milcíades que llegó al extremo de cerrarle con llave la puerta de su alcoba durante un año.
Lo peor habían sido los reproches de la propia madre de Temístocles. No por defender a Milcíades, sino por no saber dominar a Arquipa.
« ¿Cómo esperas gobernar una ciudad si no eres capaz de hacer que te obedezca tu propia esposa?»
, le recriminaba. Lo cual tenía su punto de ironía, pues a Euterpe no la había gobernado nadie jamás, incluyendo su difunto marido.
—¿Qué tal se ha portado el cachorro del león en el viaje a Eubea? —le preguntó ahora Mnesífilo, como si hubiera leído en su mente que estaba pensando en Milcíades y su familia.
—¿Cimón? Bien. Para ser de origen terrateniente, al menos sabe que no hay que escupir a barlovento. Cuando deje de creerse la encarnación de Apolo, tal vez se convierta en un buen militar.
—En realidad, él y su padre te desprecian. ¿Sabes las cosas que andan diciendo de ti?
—Mi querido Mnesífilo, en toda el Ática no hay ni un ápice de información o rumor que no llegue a mis oídos antes de rozar tan siquiera los tuyos —repuso Temístocles—. Sé de sobra que Milcíades y su hijo creen que me están utilizando en su enfrentamiento contra las demás casas eupátridas.
—¿Y no lo hacen? Yo diría que padre e hijo están sacando de ti lo que quieren.
—Digamos que nos utilizamos mutuamente.
—¿Mutuamente? Tú le das consejos a Milcíades y él se lleva todo el mérito.
O
la culpa
, se dijo Temístocles, pensando en cómo habían abandonado a los eretrios a su suerte.
—Que Milcíades se quede con la gloria si quiere —respondió—. Para mí lo importante es el poder. Y el poder se ejerce mucho mejor desde las sombras.
—A otro perro con ese hueso, Temístocles, que yo te conozco desde niño. Tú ansías la gloria tanto o más que Milcíades.
Temístocles frunció el ceño. Mnesífilo tenía la virtud del barrenillo, que poco a poco taladra la corteza del olmo hasta llegar a su corazón de madera. A veces lo habría mandado a los cuervos, pero era amigo de la familia desde hacía mucho tiempo. Como pertenecía a la tribu Leóntide, técnicamente estaba a sus órdenes, ya que Temístocles había sido designado taxiarca de la tribu, segundo al mando por detrás del general. Pero Mnesífilo había pasado de los cincuenta, y muy mal tendría que ponerse la situación para que embrazara el escudo de hoplita.
¿Mal?,
se corrigió a sí mismo.
¿Es que puede ponerse peor?
Miró de reojo a su amigo, tratando de imaginárselo con la panoplia. Mnesífilo había echado panza, más por flacidez de los músculos que por abuso de la comida, y tenía los hombros caídos y las canillas flacas y algo zambas. Para completar aquel cuadro tan poco marcial, vestía su viejo manto gris directamente sobre el cuerpo y llevaba unas sandalias tan raídas que mejor habría ido descalzo.
Aunque sus tierras le daban una renta de ochocientas dracmas anuales, más que de sobra para un viudo sin hijos, Mnesífilo despreciaba todo lujo y ornato. Sólo se permitía la vanidad de recordar que era bisnieto de Solón, el gran legislador de Atenas y uno de los siete sabios de Grecia. De hecho, Mnesífilo era el único descendiente vivo por línea masculina directa. De vez en cuando sorprendía a Temístocles contándole algo nuevo sobre su bisabuelo. La familia había conservado celosamente los relatos de Solón, un hombre que había viajado por medio mundo, conocido las fabulosas riquezas del rey Creso y remontado el Nilo hasta la primera catarata, y además había escuchado historias sobre la gloria y el poder de los antiguos atlantes.
—La gloria —repitió Temístocles, casi con aire soñador—. Sí, es verdad que la ansío. Pero no como esos eupátridas, que pretenden emborracharse con ella todos los días, como si fuera vino con agua. No, yo quiero la gloria sólo una vez, en el momento decisivo, por una acción definitiva. No deseo ganar la fama como Aquiles, masacrando enemigos como un matarife un día tras otro bajo las murallas de Troya. Prefiero la de Ulises, que con un solo golpe de astucia se las ingenió para tomar esas mismas murallas.
—Bonito discurso. Pero recuerda que Ulises también pagó un precio. Diez años vagando por los mares, lejos de su patria.
—Cuando llegue el momento, sabré pagar el precio que se me cobre.
Pasaban ahora por delante de los arsenales situados en la parte sur del puerto. Allí, en largos cobertizos techados por tejas rojas, se guardaban los trirremes fuera del agua, para que sus porosos cascos de madera de pino y de abeto escurrieran la humedad. Más allá, en el astillero, estaban construyendo tres naves de guerra; o más bien, las habían estado construyendo, pues ahora los ciudadanos libres que trabajaban en ellas se encontraban reunidos en la asamblea, y de los extranjeros y los esclavos no se veía ni rastro.
A Temístocles le desesperaba la desidia con que los atenienses recibían su política marítima. Los eupátridas no hacían más que boicotear sus propuestas de construir más naves. Las obras del Pireo, que con tanto entusiasmo se habían emprendido, ahora iban tan despacio como la mortaja que tejía Penélope para su suegro.
Pasaron junto a un carguero que olía a pez aún fresca. Recién embreado y todo, lo habían sacado a la mar. Desde su cubierta atestada, unos críos los saludaron entre carcajadas. Ahora que se creían a salvo del peligro, los rostros de los pasajeros se relajaban, muy distintos de las máscaras de miedo y odio que se veían en el muelle.
—Si tuviéramos una flota digna de tal nombre, esto no tendría por qué ocurrir —dijo Temístocles—. No habríamos consentido que los persas profanaran nuestro territorio. Los habríamos detenido mucho antes, cuando se dedicaban a arrasar las Cíclades. Ahora nos vamos a tener que jugar la supervivencia en nuestro propio territorio contra un ejército que nos supera en número.
—Cuando lleguen los refuerzos de Esparta la balanza se equilibrará. Tú mismo lo has dicho.
Sí. Yo mismo lo he dicho
, pensó Temístocles. Pero si él estuviera en el lugar de los espartanos, ¿se apresuraría a acudir en rescate de la única ciudad que podía disputarles la hegemonía de Grecia? Tras adelantar al carguero, pasaron junto a una escollera en construcción. Aquí, los esclavos públicos seguían trabajando. Unos grandes carretones traían los bloques de piedra, de tres metros de largo y dos toneladas y media de peso. Después los bajaban al agua con una grúa instalada en el extremo del espigón y provista de un gran torno que rechinaba por el esfuerzo, mientras desde unos botes unos obreros guiaban los bloques hasta su sitio exacto empujándolos con pértigas.
Salieron por fin a aguas abiertas, y, poco a poco, los olores del puerto —brea, pescado, madera podrida, multitud apiñada— quedaron atrás. Como Temístocles se esperaba por la calima y el bochorno del día anterior, se levantó un viento del sureste que hinchó la vela y los impulsó hacia el estrecho de Salamina. Las aguas se habían picado un poco, y Mnesífilo, que no era de natural marinero, se puso pálido y se llevó la mano a la boca. Temístocles sonrió con cierta crueldad. Al menos, su amigo estaría un rato callado.
Dejaron a babor Psitalea, una isla desnuda y alargada, y se acercaron al largo promontorio de Cinosura, que salía de Salamina como un aguzado espolón de este a oeste. A estribor, la costa del continente se hacía más escarpada y se levantaba en las alturas del Egáleo, una estribación del monte que encerraba Atenas por el oeste. Por fin, cuando viraron hacia la isla y entraron en la bahía de Silenia, las aguas se encalmaron bajo la protección del promontorio. Temístocles le dio una palmada a Mnesífilo, que había pasado de pálido a ceniciento.
—¡Ánimo! Como decía tu bisabuelo,
«Vayamos a Salamina a combatir por esa amada isla y a librarnos de esa lamentable vergüenza»
.
—Efectivamente, era su antepasado Solón quien había exhortado a los atenienses a reconquistar Salamina casi cien años antes. Pues ¿cómo iba a consentir Atenas que esa isla que se veía perfectamente desde la Acrópolis estuviera en poder de la vecina ciudad de Mégara?
Desembarcaron en el fondo de la bahía, y Temístocles pidió al patrón que les esperase allí hasta que volvieran. En el puerto de Salamina reinaba cierta calma comparado con el Pireo, pero ya empezaban a correr rumores sobre la llegada de los persas. Unos conocidos acudieron a Temístocles para pedirle noticias. Sin dejar de caminar, les explicó rápidamente cómo estaba la situación y les pidió que se lo contaran a los demás, pues él tenía mucha prisa. Cruzaron la pequeña Ágora, que estaba poco más allá del puerto, y emprendieron la subida a las alturas de Cinosura.