Por detrás de las líneas enemigas sonó un agudo y penetrante clarín, tocando una cadencia extrañamente femenina que no pertenecía a ninguna escala griega que Temístocles conociera. Los lanceros empezaron a retroceder y abrieron un gran pasillo justo frente a su posición. Durante un instante, Temístocles pensó que habían conseguido ponerlos en fuga. No puede ser, se dijo enseguida. Los persas estaban manteniendo el terreno hasta ahora. Debía tratarse de alguna maniobra del enemigo.
Aprovechó para apartar a Euforión, volver a la primera fila y mirar a su alrededor. Miles de pies revolviendo el suelo habían levantado una polvareda tan densa que era difícil distinguir algo a más de veinte metros de distancia. Hasta donde le alcanzaba la vista había bastantes cuerpos en el suelo, cadáveres griegos y persas mezclados sobre los restos rotos de los grandes escudos.
La llamada del clarín se repitió, y junto a ella se oyó el relincho de un caballo. Temístocles miró hacia el frente. Los rayos de sol que se colaban oblicuos entre la nube de polvo le daban de refilón en los ojos y lo hacían todo más confuso. Por el ancho pasillo que habían abierto las filas persas apareció la enorme sombra de un caballo, y detrás otros, como fantasmas recortándose en la niebla.
Pero ¿no decían que la caballería había embarcado?
, pensó, y un miedo casi supersticioso le detuvo el corazón durante un instante.
Fffzzzzuuu
. Algo negro silbó en el aire y una fracción de segundo después Temístocles sintió un golpe en el pecho, por encima de la tetilla derecha. Retrocedió con un gruñido de dolor. Como por arte de magia, una flecha había aparecido clavada bajo su clavícula.
Ffzzuuu, ffzzuuu, ffzzuuu
. Las saetas volaban en horizontal, más mortíferas que las que habían recibido durante la carga. El hombre que estaba a la izquierda de Temístocles, Filodemo hijo de Androción, soltó un grito y se llevó la mano a la cara. Al arrancarse la flecha que había penetrado en el visor del yelmo se sacó también el ojo, una bola blanca unida a un colgajo sanguinolento, y cayó de rodillas entre alaridos.
Las flechas seguían lloviendo sobre los hombres de la tribu Leóntide, y tras ellas venía la carga de los jinetes persas que las disparaban. Estaban a menos de quince metros, un escuadrón en cuña cuyo número no podía precisar Temístocles, pues los caballos que venían detrás quedaban tapados por la nube de polvo que levantaban los cascos de los primeros. Pero el hombre que dirigía la carga, a lomos de su corcel negro y con la máscara de oro, era inconfundible.
Tienes una flecha clavada en el pecho, se dijo
.
Si fuera grave, ya estarías muerto
, se respondió a sí mismo, y tiró de la flecha, que salió con facilidad. Había sangre en la punta, pero después de atravesar las capas de lino debía haber perdido fuerza y no había conseguido perforar la costilla.
A su alrededor se oyeron gritos de desánimo, y muchos hombres volvieron la espalda para huir de los caballos que los embestían. La percepción de Temístocles, que parecía haberse agudizado durante la batalla, ahora se ralentizó, como si la rueda del tiempo hubiera quedado atascada en un espeso río de miel. Vio a su izquierda un escudo que caía boca abajo y giraba sobre la bloca como una peonza unos instantes antes de detenerse. El hombre que lo había soltado daba media vuelta y huía, abriéndose paso a empujones entre otros hoplitas que retrocedían con gestos de pavor, muchos de ellos abandonando también los broqueles. Después oyó un relincho, poderoso y grave como el mugido de un toro, y se volvió hacia el frente. Vio la testera dorada del caballo negro y las plumas rojas que ondeaban sobre su cabeza como llamaradas del infierno. Al contemplar su aparición de entre el polvo, se imaginó lo que debió sentir la joven Perséfone cuando la tierra se abrió y de una nube de humo negra surgió el carro del dios Hades, tirado por corceles tan tenebrosos como el que montaba el hombre de la máscara de oro.
Miró a ambos lados y se vio solo entre el polvo. Él era una barca solitaria en la bruma, y el caballo del enmascarado un enorme escollo negro que las olas empujaban contra él. Temístocles no sabía qué estaba pasando en otros puntos del frente, e ignoraba si la tribu Antióquide también estaría sufriendo un asalto como aquél. Pero estaba seguro de que Arístides no iba a arrojar su escudo.
El pánico cerval a la caballería que impulsaba a huir a sus camaradas no significaba nada para él.
Había otro miedo mucho más palpable, más cercano, el mismo miedo que no había dejado de sentir desde que Fénix lo azotó delante de sus compañeros. La tribu de Temístocles estaba retrocediendo ante el enemigo y la línea ateniense se iba a romper justo por el centro, demostrando que su plan tenía una debilidad fatal. Iban a señalarlo con el dedo, a burlarse de él y a compararlo con Arístides.
No pensaba sobrevivir para verlo.
Clavó la contera de su lanza en el suelo, proyectó la punta hacia delante y se arrodilló, protegiéndose bajo el escudo. El corcel negro rompió la nube de polvo y apareció a menos de cinco metros de él. El hombre de la máscara había colgado el arco junto a la silla y ahora blandía sobre su cabeza un enorme sable. Temístocles rechinó los dientes y entrecerró los ojos, aguardando la inevitable embestida. Pero, al ver la punta de hierro delante de su cara, el caballo se encabritó y rehusó seguir adelante. Su jinete lo hizo girar a la izquierda apretándole el lomo con la rodilla, y aprovechó el movimiento para descargar un tajo sobre la lanza de Temístocles y arrancarle la moharra.
—¡Aquí, a tu lado! Temístocles miró de reojo a la derecha. Arifrón se había arrodillado junto a él, y ahora su pica también se proyectaba contra la cabeza del caballo.
Los demás jinetes llegaron junto al enmascarado, pero sus monturas se frenaron en seco, siguiendo el ejemplo del corcel negro. Temístocles, al detener la embestida del macho dominante, había logrado robarle el impulso de la carga a toda la manada.
—¡Aguanta, Temístocles! Miró a la izquierda un instante. Allí estaba el enjuto Fidípides, hincando su lanza en el suelo y sonriéndole a través de una capa de polvo tan blanca y espesa que los bordes internos de sus párpados parecían heridas ensangrentadas. Más allá de Fidípides, Mnesífilo clavó la rodilla y levantó una lanza que debía haber recogido del suelo.
Ah, qué hatajo de patéticos y magníficos compañeros con los que morir, pensó
.
Por encima de su hombro apareció otra punta de lanza, y luego otra. Más hombres ocupaban sus puestos a derecha e izquierda, haciendo más tupida la barrera de hierro aguzado que amenazaba a los caballos de los persas.
Temístocles comprendió que a sus hoplitas les había podido más la vergüenza de ver morir a su taxiarca abandonado por ellos que el propio miedo. Había que aprovechar ese momento cuanto antes.
—¡Arriba! ¡Ahora! —gritó, y él mismo se puso en pie.
El caballo negro volvió a encabritarse y le tiró una coz con la pata delantera que casi arrancó el escudo de brazos de Temístocles. El dolor fue como si le hubieran dado un martillazo en el codo, y dejó de sentir todo el antebrazo izquierdo. Pero aguantó y tiró un golpe a la cara del caballo, al que, en ese momento, odiaba más de lo que había aborrecido nunca a ningún humano. El corcel, que había dado un paso adelante para arrollarlo y había abierto la boca con intención de morderlo, se tragó el palo quebrado de la lanza. Temístocles apretó con rabia y sintió que la punta astillada raspaba en algo duro y se hundía. El caballo negro soltó un agudo relincho de dolor y empezó a corcovear sin control. El enmascarado tuvo que sujetar las riendas con ambas manos y el sable se le cayó al suelo.
La cuña de caballería, frustrada su penetración, se había convertido en una línea que ahora peleaba contra el frente recompuesto de los hoplitas. Los jinetes golpeaban desde arriba con sus espadas curvas. Algunos de sus tajos arrancaban los yelmos de los atenienses o conseguían clavarse en la estrecha ranura entre la coraza y el casco y romper clavículas y segar arterias, mientras sus caballos, rabiosos, pateaban y mordían a diestra y siniestra. Perdido el impulso primitivo de la embestida, la situación era incierta. Aquellos jinetes, persas de noble cepa, cubrían sus cuerpos con lujosas armaduras, pero la forma en que tenían cosidas las escamas los hacía vulnerables a lanzazos recibidos de abajo arriba, y muchos de ellos caían al suelo y eran pisoteados por los cascos de sus propios corceles o rematados por los griegos, que buscaban sus caras descubiertas con las puntas de las picas.
El hombre de la máscara había retrocedido, pues su caballo no hacía más que sacudir la cabeza a ambos lados, loco de dolor. Ahora que Temístocles disponía de algo más de espacio delante de él, en medio de aquella polvareda tan espesa que el sol se había convertido en una mancha blanca y difusa, se sintió suspendido en un lugar fuera del tiempo, como debía pasarles a los héroes homéricos cuando los dioses los arrebataban del campo de batalla en una nube.
Lejos, a su izquierda, se oyó una trompeta, y varias más la contestaron por la derecha. Aunque sonaban amortiguadas por el fragor de la batalla, los gritos y los relinchos de los caballos, Temístocles reconoció su breve melodía, inconfundiblemente griega. Era la señal para la tercera parte de su plan.
El jinete enmascarado, intuyendo tal vez lo que se le venía encima, levantó la mano y gritó una orden, mientras su montura corcoveaba y se revolvía en círculos como un potro sin domar. Después se giró y se perdió en la polvareda, seguido por sus jinetes. Temístocles jadeó, tosió y escupió polvo y granos de tierra, mientras veía las grupas de los caballos desaparecer de su vista, como si no hubieran existido, como si fueran imágenes de una pesadilla. Pero en el suelo había jinetes derribados, y también estaba el sable del enmascarado como prueba de que no habían combatido contra fantasmas. Temístocles pensó en apoderarse de la espada como botín, pero era demasiado larga y en aquel momento no se le ocurría de dónde colgársela sin que le estorbara.
—Vienen más —dijo Mnesífilo.
Temístocles se volvió hacia su amigo. En algún momento había perdido el yelmo; tenía toda la piel de la sien derecha levantada y la oreja partida en dos. No quería ni imaginarse cuánto debía dolerle, pero Mnesífilo no se quejaba. Temístocles se acordó de su propia herida y se miró el pecho.
El agujero en el lino no se había manchado de sangre, y el dolor que aún sentía en el codo anulaba el del flechazo.
Las túnicas azules volvieron a aparecer entre el polvo, cerrando los huecos por donde habían dejado pasar a la caballería. Pero se quedaron allí, a unos metros de ellos, sin decidirse a atacarlos.
Griegos y persas se miraron por encima de los cadáveres apilados entre ambos frentes.
—¿Cargamos, señor? —preguntó Arifrón.
—No, amigo mío —contestó Temístocles, agachándose ahora para recoger una lanza. Era persa y más corta que la suya, pero conservaba su punta de hierro y le serviría—. Vamos a aguantar la posición aquí. Pronto serán ellos quienes vengan a ensartarse en nuestras picas.
Los arqueros persas, comprendiendo por fin que en el combate cuerpo a cuerpo no tenían nada que hacer contra el blindaje y las largas lanzas de los hoplitas, huían por delante de la tribu Enea, buscando las naves que pudiesen quedar varadas en la playa. Milcíades rugió, blasfemó y golpeó varias cabezas para evitar que sus hombres, borrachos de sangre y codiciosos del oro que veían en los cuellos, las orejas y las muñecas de los persas, los persiguieran. A su izquierda, en el centro del campo de batalla, se vislumbraban tras una gruesa cortina de polvo las túnicas azules de los lanceros persas. Como se había acordado en la reunión de generales, si los batallones que combatían en las alas lograban ahuyentar a los enemigos, debían acudir en auxilio de las tribus de Temístocles y Arístides para compensar la debilidad de su formación.
—¡Conversión a la izquierda! —ordenó al trompeta, que sopló hasta perder el aliento para transmitir la orden.
Tenían que pivotar sobre el extremo izquierdo del batallón para girar todo un frente de cien escudos hacia el centro del campo de batalla. Era una maniobra muy complicada. Cimón pensó que, en pleno combate, ni los propios espartanos, que entrenaban durante toda su vida, lo habrían conseguido. La línea griega, que ya se había quebrado por veinte sitios, se rompió aún más. Pero los quinientos acarnienses y el resto de sus conmilitones de la tribu Enea, aun incapaces de cumplir la orden al pie de la letra, habían captado al menos el espíritu que les dictaba la música: tenían que acudir en ayuda de sus compañeros del centro. Por grupos de treinta, de cincuenta, como mucho de cien, formaron pequeñas falanges y se internaron donde la polvareda era más espesa, buscando las casacas azules de los enemigos.
Cimón, que seguía hombro a hombro con su padre, tiró la lanza, que se le había vuelto a romper, y desenfundó la espada. Estaba tan excitado como un garañón ante un rebaño de yeguas, y la distancia que interponía la lanza entre los enemigos y él era demasiado frustrante para su sed de sangre.
—¡Estás loco! —gritó Milcíades—. ¡Coge una lanza!
—¡No me hace falta, padre! Milcíades se volvió hacia él. Tenía las pestañas blancas de polvo y la barba pringada de saliva y de sangre, suya o de algún persa.
—No se trata de que te haga falta a ti, sino de lo que tenemos que hacer. ¡O coges una lanza o te vas a la fila de atrás! Alguien le pasó una pica a Cimón. Tenía la punta limpia, pero la contera estaba ensangrentada.
Su dueño debía haber rematado a un enemigo caído en el suelo mientras pasaba por encima de su cuerpo.
Una racha de aire desgarró el velo de polvo, y ante ellos, a unos cinco metros, apareció nítidamente una fila de lanceros persas que les ofrecían el costado izquierdo. Algunos de ellos vieron a los atenienses y se volvieron con gesto de asombro. Sin duda, no se esperaban ver enemigos por aquel lado.
—¿Ves, hijo, como te hacía falta una lanza? —dijo Milcíades—. No se pueden pescar atunes con espada.
El terral había dejado paso a la brisa del mar, que soplaba ahora con cierta fuerza y arrastraba las nubes de polvo hacia los montes que cerraban el valle por el norte. Temístocles tuvo una visión más clara de la situación, al menos en la zona donde se encontraba su tribu. Frente a ellos seguía habiendo un gran número de persas, pero ya no estaban tan organizados como antes. Algunos caftanes rojos de arqueros se mezclaban con los azules de los lanceros, y unos se empujaban a otros, cada grupo pugnando en una dirección diferente. Detrás, por encima de las cabezas de los enemigos, se alzaban puntas de lanzas, y también penachos que parecían griegos. Por si a Temístocles le cabía alguna duda más, desde allí, sobreponiéndose a los gritos y las voces de los persas, le llegó el inconfundible canto del peán.