Aquella era la culminación de su plan, que Milcíades había tildado de locura y, sin embargo, había aceptado. Para evitar que el enemigo los rodeara, le había propuesto que fuesen ellos quienes lo rodearan a él. Si las cosas habían ido según lo previsto —o más bien lo deseado, porque en aquel fragor de gritos, polvo, sudor y sangre todo era caótico e imprevisible—, las alas atenienses habían conseguido derrotar a los adversarios formados frente a ellas y ponerlos en fuga, y ahora estaban cerrando una tenaza sobre el centro del ejército persa.
La brisa siguió despejando el polvo, y durante unos segundos Temístocles vio a miles de persas, más apelotonados que los ciudadanos en las asambleas de la Pnix. Los que estaban en primera fila ante ellos, viendo las largas lanzas que ya habían probado en sus carnes, clavaban los pies en el suelo para resistirse a la presión de los que tenían detrás. Pero era inútil, porque sus propios compañeros intentaban también huir de los atenienses que tenían a la espalda y no dejaban de empujarlos.
Esta vez eran los persas quienes venían hacia las puntas de sus lanzas, aunque no por propia voluntad, y muchos de ellos habían perdido sus escudos. Temístocles echó cuentas. Había matado a un enemigo y herido a otros dos, amén de clavarle el palo de la lanza al enorme corcel negro. De momento, había probado suficiente ración de sangre. Se ladeó y dejó pasar al hombre que tenía a su espalda, un tal Demódoco que al principio del combate formaba quince escudos a la derecha de él y en la tercera fila. Sólo Zeus sabía cómo habría ido a parar detrás de Temístocles; pero ahora Demódoco le dio las gracias, deseoso de matar enemigos.
Fuera de la formación, el mundo parecía distinto, más aireado y luminoso. Temístocles miró hacia el suroeste, en dirección al monte Agrélico. Había pequeños grupos de persas corriendo hacia el olivar de Heracles, e incluso algún que otro jinete. Debían de haber roto las filas de su tribu o la de Arístides. En cualquier caso, no podían suponer demasiada amenaza ni siquiera para la infantería ligera que se había quedado guardando el campamento ateniense.
—¿Qué hacemos ahora, general? Temístocles se volvió. Quien le había preguntado era Cares, el corneta del batallón. En su coraza había salpicones de sangre, le habían arrancado el penacho y tenía una muesca de espada o de hacha en el yelmo, pero conservaba la trompeta. Temístocles estuvo a punto de contestarle que él no era el general de la tribu. Entonces comprendió.
—Melobio ha muerto, ¿verdad? El trompeta asintió, con lágrimas en los ojos. Temístocles, algo aturdido por la batalla, recurrió a su memoria y recordó que aquel joven se llamaba Conón y era hijo de Melobio. Le puso la mano en el hombro y le dijo:
—Tu padre era un gran hombre.
Era mentira, por supuesto. Pero al menos Melobio había tenido la decencia de morir en una gran ocasión y no apuñalado en algún garito del Pireo. Luego, Temístocles captó algo más en la mirada de Conón y le tranquilizó—: Sólo te dejará honor, no deudas.
Sin duda se arrepentiría más tarde de su generosidad, pues le tocaba responder de casi un talento y medio ante los acreedores de Melobio. Pero ahora era incapaz de sentirse mezquino.
—¿Qué hacemos, general? —insistió Conón.
—Nada. Ya no es necesaria ninguna maniobra.
Se volvió y señaló hacia sus propias líneas. Entre las espaldas de los hombres, se veían las conteras de las picas adelantarse y retroceder conforme alanceaban a los enemigos. Ya no había apenas cantos, ni trompetas, las órdenes eran pocas y los alaridos muchos, y el entrechocar de metal contra metal había dejado paso a ruidos más ominosos. Los que se podrían oír cuando los matarifes degollaban y despiezaban cien bueyes en las hecatombes en honor de Atenea.
—Si quieres vengar a tu padre —le dijo a Conón—, ponte en la primera fila. Aunque no sé si tus propios compañeros te dejarán.
Cuando los enemigos cargaron contra ellos, Artemisia se había esperado un choque espantoso.
Pero los atenienses se refrenaron unos pasos antes de llegar. Ya se lo había advertido Fidón:
«Frenarán, frenarán. Un choque de verdad entre dos falanges es demasiado duro»
.
Gracias al refuerzo de los soldados de Halicarnaso, el ala izquierda persa se solapaba un poco sobre la ateniense. Por eso, Calímaco y el general que estaba a su lado, ambos ocupando el puesto de honor de su formación, se abalanzaron contra el centro de la pequeña falange de Artemisia, dejando su flanco derecho descubierto.
—Mira a tu hombre, señora. Mira a tu hombre —le recordó Fidón, al darse cuenta de que ella no hacía más que girar la vista a un lado.
Artemisia respiraba en bocanadas cortas y rápidas. Ella misma no sabía si lo que sentía ahora era miedo u otra cosa. Lo que fuera, le servía para infundir más fuerza a sus brazos y sus piernas, así que daba igual. El hombre que venía contra ella llevaba un yelmo corintio muy cerrado, pero por debajo se le veían los ojos, muy blancos sobre su piel morena. Y en el último momento, antes de golpear, el ateniense los cerró.
Nada podía haberla preparado para lo que vino después. Aunque Artemisia había entrenado durante años con Fidón y sus soldados, los golpes del adiestramiento siempre tenían un punto de contención, privados de la fuerza incontrolable que el miedo y la excitación de la batalla pueden prestar a un brazo. En ese momento, la lanza de su enemigo pegó en el centro de su escudo con tanta fuerza que el propio brocal golpeó a Artemisia en la cara y le partió un labio. Pero ella, que, al contrario que el ateniense, no había cerrado los ojos, adelantó la pierna derecha y estiró el hombro y el brazo para meter su arma por debajo del escudo enemigo. La hoja de hierro hirió la parte exterior del muslo del ateniense. Artemisia vio la sangre brotar y oyó el grito de su adversario.
—¡Bravo, señora! —gritó Fidón, que al parecer tenía tiempo para combatir por su cuenta y a la vez observar lo que hacía ella.
Así fue el inicio de la batalla para Artemisia. Su adversario siguió peleando con ella un rato, aunque cada vez más débil y trastabillando por culpa de la herida en el muslo. A su izquierda, los halicarnasios que sobrepasaban el flanco ateniense aprovecharon esta ventaja para concentrar sus golpes en el costado derecho de aquellos hombres. Calímaco fue de los primeros en caer, y uno de los halicarnasios levantó en alto su casco y su penacho entre gritos de triunfo. Pero los atenienses que peleaban en las últimas filas salieron de ellas para acudir a cerrar el hueco, y durante un rato el combate se trabó.
Todo era tan confuso que luego Artemisia no recordaría los detalles. Su primer adversario había desaparecido, sustituido por otro que le tiraba lanzazos contra las piernas con una rapidez endiablada y que llegó a arañarle las grebas dos veces, hasta que Fidón intervino y le clavó su arma en la cara. Estaba tan cerca de ella, a poco más de un metro, que Artemisia pudo ver perfectamente cómo la punta de hierro le reventaba un ojo, y de éste brotaba un repugnante líquido gris mezclado con sangre. Luego, el propio Fidón dijo:
—¡Retirada! ¡Retirada! Ella no entendía por qué, pero Fidón la agarró por el faldar sin el menor reparo y tiró de ella para atrás. Los atenienses que combatían contra ellos se detuvieron donde estaban, agradecidos de tomarse un respiro, mientras los halicarnasios reculaban paso tras paso, mirando a la vez hacia delante para no perder la cara a los enemigos y hacia atrás para comprobar que sus propios compañeros también retrocedían.
Entonces comprendió Artemisia lo que pasaba. A su derecha, los atenienses habían penetrado entre las filas de los persas tras hacer astillas su barrera de escudos y ahora avanzaban pisoteando cadáveres y alanceando a los arqueros. Si los halicarnasios se hubieran quedado donde estaban, aunque hubiesen resistido a los hombres que tenían enfrente, no habrían tardado en verse flanqueados y atacados por la retaguardia.
—¡A las naves! —gritó Artemisia—. ¡A las naves, rápido! Los hombres de las últimas filas dieron la vuelta y corrieron hacia los barcos. Artemisia, Fidón y los demás hombres de la vanguardia siguieron retrocediendo con cierta disciplina, casi de lado. Pero los atenienses, que se habían dado un respiro, ahora olieron sangre y se lanzaron a por ellos entre gritos. Artemisia miró hacia atrás. Sus barcos estaban a más de doscientos metros, y los enemigos a menos de veinte.
—¡Tira el escudo, Artemisia! —le dijo Fidón—. ¡Tíralo! Aquello, según contaban, era la mayor deshonra para un guerrero, y para un espartano significaba prácticamente la muerte. Pero el veterano capitán siempre le había dicho que, llegado el caso, recordara las palabras de Arquíloco:
Algún enemigo disfruta del magnífico escudo que tuve que abandonar tras un arbusto. Pero salvé la vida. ¡Ya me compraré otro mejor!
La joven soltó el escudo, que cayó junto a los demás con un sonoro gong, se dio la vuelta y corrió, arrepintiéndose incluso de haberse puesto las grebas.
Huyeron hacia los barcos, perseguidos por los ruidos de la batalla. Mirando a la izquierda, tierra adentro, Artemisia podía ver que en las filas posteriores de los persas había muchos que seguían su ejemplo. Por detrás, los hoplitas del ala ateniense corrían en persecución de los halicarnasios. Pero iban lastrados por el peso de los escudos y el cansancio de la prolongada carga por la llanura, así que consiguieron sacarles cierta ventaja.
A diferencia de lo que pasaba con los persas, entre los hombres de Artemisia no había pánico. Al fin y al cabo, no habían sido derrotados en su zona del campo, y la mayoría estaban frescos porque no habían llegado a entrar en el combate. Al llegar a la playa, abrieron sus filas para no tropezar entre ellos. Cada uno se dirigió a su nave y empezaron a embarcar, unos por las escalas, otros izándose con las sogas que les tendían y otros escalando directamente sobre los remos. Las naves ya estaban en el agua, y desde la cubierta los tripulantes jaleaban a sus compañeros. Diógenes, el piloto, le tiró un cabo a Artemisia.
—¡Date prisa, señora! La joven miró hacia atrás. Los primeros atenienses no podían estar a mucho más de veinte metros. Tiró la lanza, corrió hacia la popa de la
Calisto
y trepó por la soga, pues ya habían retirado la escalerilla.
Menos mal que los atenienses no tienen arqueros
, pensó, pero aun así la nuca se le erizó al pensar que estaba dando la espalda a los enemigos.
Las filas persas se habían desmoronado ante Cinégiro y sus hombres. Al ver cómo, en cuestión de minutos, los griegos destrozaban tres o cuatro filas de soldados y se abrían paso pisoteando cadáveres, los demás sucumbieron al pánico, les dieron la espalda y huyeron.
A los primeros, que ahora se habían convertido en los últimos e intentaban empujar a sus propios compañeros para huir, los alancearon por la espalda sin misericordia. Cinégiro derribó a uno hincándole el arma en los riñones, pasó por encima de él y al pisarle un brazo comprobó que aún seguía vivo. El hoplita que venía detrás de él se ocupó de rematarlo. Luego, Cinégiro clavó la lanza en la espalda de otro, por debajo del omóplato. Como no llevaba ninguna protección bajo el caftán rojo, la moharra se hundió con tanta fuerza que se quedó enganchada entre las costillas, y Cinégiro ya no tuvo manera de sacarla. Allí quedó su lanza.
Ante ellos se abría un amplio espacio despejado. Por delante, los persas huían hacia las naves, y a su derecha un grupo de jonios corría por la playa. Cinégiro miró a los lados. Alguien se acercó a decirle algo a Esquilo, que asintió y se volvió hacia su hermano.
—El polemarca y el general han muerto. Tú estás al mando.
Cinégiro, ofuscado por el combate y la sangre, tardó unos segundos en asimilar lo que pasaba.
Después recordó las órdenes. En la reunión previa a la batalla, se había concertado que, si conseguían romper las líneas persas, el batallón Ayántide podía dedicarse a perseguir a los enemigos mientras las tribus que formaban a su izquierda acudían a socorrer a sus compañeros del centro.
—¡A por ellos! —exclamó ahora, apuntando con la espada hacia la playa—. ¡Hay que impedir que embarquen y vayan a Atenas! Los ciudadanos de la Ayántide pidieron un esfuerzo más a sus piernas y avanzaron al paso ligero, cargados con toda la impedimenta. La formación se rompió, los más rápidos se adelantaron y se fueron escindiendo en grupos que corrían hacia los barcos alineados en la orilla. Cinégiro pensó que tal vez debería reorganizar a los hombres del batallón, pero enseguida desechó aquella idea. No era necesario volver a formar la falange: los persas estaban aterrorizados, lo había visto en sus ojos.
Fobo se había apoderado de sus almas y ya no las soltaría de entre sus garras, al menos mientras durase la batalla.
Muchos barcos habían zarpado y se alejaban a toda prisa de la costa, pero no muy lejos de ellos unas naves griegas aún no habían terminado de desembarrancar. Los jonios que habían formado junto a los persas estaban embarcando en ellas. Eran los mismos que habían matado al polemarca y al general de su tribu, pensó Cinégiro, y el rencor lo acicateó todavía más.
Cinégiro era un atleta de gran resistencia que había ganado varias coronas de laurel en la carrera larga del
dólikhos.
Pronto él y los más rápidos de sus compañeros dejaron atrás a los demás. La primera nave estaba ya a su alcance. Era la mayor de todas, un trirreme pintado de ocre, con un estandarte que representaba a un oso bordado con hilos blancos sobre un fondo rojo, y vistosos adornos de oro en la proa y en la popa.
—¡Vamos a por ese barco! —animó a sus hombres.
Cuanto más corría, menos cansado se encontraba. Se sentía una reencarnación de Aquiles combatiendo junto a las murallas de Troya. El trirreme se bamboleaba ya en las olas someras de la playa. Cinégiro se metió en el agua, y los últimos jonios que aún no habían embarcado se dieron la vuelta para enfrentarse a él y a los hombres que lo seguían.
Se libró un breve combate al pie de la nave. Las aguas se tiñeron de sangre jonia: aquellos traidores a su raza habían arrojado sus escudos por el camino, y ahora se arrepentían. Cinégiro hirió a uno en el muslo y, cuando se agachó, le dio un tajo en el cuello. Sin esperar a ver qué era de su adversario, chapoteó hacia el barco, persiguiendo a los enemigos que trepaban por las sogas. Si se apoderaba de la primera nave, sin duda ganaría el premio al valor delante de todos los atenienses.
Dejó caer el escudo, se colgó la espada al costado y pisó sobre el último remo, cerca de la popa.