—¿Son los persas? —preguntó una voz cascada.
Apolonia se volvió. El que había preguntado era un anciano que venía del brazo de una joven, acaso su nieta. Tenía los ojos lechosos de cataratas y una cicatriz que le cruzaba la cara y lo señalaba como un antiguo hoplita.
—Tienen que serlo, señor —respondió Arges—. Nadie en estos mares posee una flota tan grande.
Se quedaron allí congelados, viendo cómo seguían surgiendo más y más barcos en el horizonte.
El pretil se había llenado de gente que miraba hacia el sur con incredulidad. Hasta ahora, la amenaza de los persas sólo había sido un eco abstracto, una conseja inventada por los políticos para dar miedo al pueblo. Pero ahora, frente a sus ojos, los atenienses tenían cientos de barcos. La misma visión de pesadilla que Apolonia había contemplado veinte días antes, un tiempo que se le antojaba una eternidad, cuando la flota de Datis varó frente a Eretria y todo su mundo cambió para siempre.
Por lo visto, su mundo iba a volver a cambiar. La joven se volvió hacia el Hecatompedón.
Qué crueles sois los dioses. ¡Cómo os burláis de los mortales!
Atenea las había traído allí sólo para que se hicieran ilusiones, pero su destino iba a ser el mismo que habrían sufrido de quedarse en Eretria, o aún peor.
Entre los concurrentes se oían llantos y gemidos de desaliento. Los sacerdotes y sacerdotisas habían salido a las gradas de los templos y señalaban hacia Falero entre gritos, y había quienes se desgarraban las vestiduras y se mesaban los cabellos impetrando protección a los dioses de la Acrópolis. Muchos acudían al altar que se erigía entre el Hecatompedón y el templo de Atenea Políade y que servía a la vez para ambos santuarios. Mientras los fieles se postraban ante el ara, se echaban cenizas en la cabeza y agitaban ramas de olivo para suplicar a la diosa que los salvara, Apolonia no podía apartar la mirada del sur. Debía faltar una hora para que los primeros barcos arribaran a la playa de Falero. De allí a las puertas de Atenas no tardarían mucho más de otra hora.
Al pie de la Acrópolis, los veteranos que no habían acudido a Maratón y los efebos que aún no habían completado su adiestramiento corrían a proteger la parte sur de la muralla. Apolonia pensó que esa patética guarnición no aguantaría ni la primera noche de asedio.
—No viene sólo la flota —dijo Arges, en tono lúgubre.
Siguiendo la dirección que les marcaba el dedo del esclavo, Apolonia y Euterpe miraron hacia el este. Por allí se levantaban varias columnas de humo muy seguidas. No, se corrigió enseguida Apolonia. No podían serlo, no se trataba de las hogueras de la ciudad, pues estaban en el campo, entre los árboles que rodeaban el camino de Maratón. La joven recordó su huida de Eretria, y se dio cuenta de que eran nubes de polvo.
—¿Es la caballería persa? —preguntó.
—No —respondió Arges—. Mira qué alargada y espesa es la polvareda. Se trata de infantería.
Todo un ejército.
Atenea bendita, no, por favor
. Lo único que quería Apolonia ahora era bajar de la Acrópolis, ir a la casa de Temístocles y recoger a su hija. Pero ¿dónde se esconderían luego? Tal vez la ciudadela donde se hallaban podría aguantar, pues las paredes naturales del cerro estaban reforzadas con una muralla erigida siglos atrás. Pero si bajaba a por la niña, para cuando quisiera volver la Acrópolis ya estaría atestada de refugiados y sería imposible entrar en ella.
Aun así, no tenía otro remedio. No iba a dejar a Nesi sola.
—¡Espera, señora! —dijo Arges, agarrándola del brazo al ver que hacía ademán de irse—.
Quiero comprobar una cosa.
El esclavo prácticamente la arrastró hasta el rincón oriental de la Acrópolis, el más alto de la ciudadela. Desde allí, junto al recinto sagrado de Pandión, abuelo del héroe Teseo, se dominaba mejor el camino que venía de Maratón por la margen norte del río. La nube de polvo era larga, como la que dejaría una caravana de varios kilómetros de longitud. Los primeros hombres de esa comitiva aparecieron a la altura del Cinosarges, un gimnasio consagrado a Heracles. Aquel lugar estaba a casi mil metros de la Acrópolis, tan lejos que a Apolonia le resultaba imposible distinguir qué armas y qué uniformes llevaban.
—¿Qué ves, Arges, qué ves? ¿Son los persas? En el claro que rodeaba el santuario de Heracles había cada vez más tropas, aunque por el camino se seguían divisando pequeñas tolvaneras que el viento arrastraba hacia el norte.
—No lo sé, señora —dijo Arges—. Que me arranquen el otro ojo si me equivoco, pero... No, no me atrevo a decirlo.
Una trompeta sonó en el Cinosarges, entonando cinco notas. Después no fue una sola trompeta, sino muchas más, que repetían una y otra vez la misma melodía tersa y vibrante, mientras desde la muralla les respondían con una llamada similar.
—¿Qué significan? —preguntó Apolonia. El corazón le saltaba en el pecho. Pero no quería creer, se negaba a que los dioses volvieran a engañarla.
—¿Que qué significan? —dijo el anciano ciego, que se había acercado a ellas—. Ese toque es inconfundible, hija mía. Es el sonido más dulce que puede cantar el bronce de una trompeta guerrera. Cinco notas para cinco sílabas. —El anciano sonrió, rememorando viejos tiempos—. Significa:
«Hemos vencido»
(
Nenikekamen
, en griego).
L
os espartanos habían llegado a Maratón el día después de la batalla, al anochecer. Para entonces la flota persa era sólo un recuerdo. Al ver a miles de hombres desplegados entre la playa de Falero y la ciudad, los enemigos, que desde sus barcos no podían saber hasta qué punto estaban agotados los hoplitas atenienses, habían decidido volver las proas de sus barcos hacia el este, de regreso a Asia.
Las sospechas de Temístocles sobre la situación de Esparta se confirmaron cuando vio el contingente que traía consigo el rey Leónidas. Sin duda estaban librando una guerra contra los ilotas de Mesenia, pues sólo se presentó un ejército de dos mil hoplitas. De ellos, quinientos eran espartiatas de pura cepa, y los demás, aliados periecos. Cualquiera podía comprender que dos mil hombres no habrían supuesto un refuerzo decisivo para enfrentarse al ejército persa si éste hubiera combatido con todos sus contingentes y si la caballería al completo hubiese participado en la batalla.
A pesar de todo, los atenienses recibieron bien a los espartanos, permitieron que acamparan en el Cinosarges y los agasajaron esa noche sacrificando abundantes ovejas y cabritos, e incluso veinte terneros. La euforia era grande en Atenas. Sólo ahora empezaban a captar en toda su magnitud el auténtico peligro que habían corrido, y comprendían que su ciudad había estado en un tris de ser arrasada hasta los cimientos y que, a estas alturas, ellos podrían haber sido esclavos camino de Asia.
Estaban tan contentos de haber sobrevivido a aquella terrible prueba que no les echaron en cara a los espartanos su retraso ni lo menguado de las tropas que habían enviado.
Al día siguiente, el rey Leónidas y muchos de sus hombres quisieron visitar el campo de batalla.
Sentían curiosidad por ver a esos bárbaros a los que hasta entonces sólo conocían de oídas.
Temístocles se sintió obligado a marchar con los espartanos, pues entre ellos estaba Pausanias, que era su próxeno en Lacedemonia y, además, sobrino de Leónidas.
Esta vez recorrieron el camino más corto. A mediodía Temístocles se hallaba de nuevo en la llanura de Maratón. Allí seguía habiendo mucha gente, pues aún quedaban abundantes cadáveres persas que recoger y expoliar. Los enemigos muertos eran tantos que los atenienses habían decidido repartir a plazos el sacrificio prometido por el difunto Calímaco y ofrecer cada año cien cabras a Ártemis. Aun así, Temístocles calculaba que mucho después de que él estuviese muerto todavía seguirían sacrificando cabras a la diosa en honor de Maratón.
Aunque aquel día la brisa del mar soplaba con cierta fuerza y se llevaba los hedores tierra adentro, olía a sangre coagulada, a intestinos abiertos y a carne que ya empezaba a corromperse bajo el sol. Unos cuantos buitres sobrevolaban en círculo el campo, temerosos de la presencia de los atenienses que rondaban entre los muertos. Los cuervos, menos tímidos, picoteaban los cuerpos, buscando las partes más apetitosas hasta que alguien se acercaba a espantarlos con un palo o les lanzaba una piedra certera. La alegre algarabía de sus graznidos tenía al menos la virtud de acallar un poco el incesante zumbido de los insectos. Con tanta carne muerta, las moscardas revolaban de un lado a otro, indecisas de cuál sería el mejor lugar para depositar sus larvas.
Temístocles examinó el lugar donde había combatido su tribu. Lo recordaba perfectamente.
Hasta pudo señalar el punto donde habían detenido la carga del escuadrón de caballería. Unos metros más adelante se levantaba una gran pila de cadáveres. Allí estaban los
arshtika
, de los que tanto se enorgullecía Sicino. Yacían en el polvo con sus caftanes y sus pantalones azules, abrazados unos a otros en las indignas posturas del azar y la muerte, entre los restos de sus escudos astillados y agujereados. También había entre ellos cadáveres vestidos de rojo, arqueros de los flancos que habían llegado al centro del campo de batalla huyendo de la maniobra envolvente griega.
En algunos lugares los muertos se apilaban en montones de tres y hasta cuatro cuerpos de altura.
Mientras Temístocles, Leónidas y Pausanias recorrían el lugar, vieron cómo unos ciudadanos pobres derrumbaban a patadas uno de esos montones, buscando oro. Debajo de los demás cuerpos había un lancero muy joven, casi imberbe, que movió débilmente un brazo y quiso decir algo.
Temístocles hizo ademán de acercarse a él, pero uno de los saqueadores fue más rápido y rebanó la garganta del persa con un cuchillo. Después le arrancó los pendientes de oro de sendos tirones, rasgándole los lóbulos, mientras el persa aún gorgoteaba.
—Como no te los metas en el culo —dijo uno de sus compañeros—. Arístides te los va a encontrar.
—Y aunque te los metas en el culo —contestó otro—. ¡Seguro que es donde más le gusta mirar! Luego se dieron cuenta de que Temístocles estaba cerca con dos espartanos y se callaron. El que había rematado al persa, con gesto culpable, metió los pendientes en la cesta de mimbre donde estaban guardando todos los despojos.
—No es
themis
—dijo Temístocles, meneando la cabeza y utilizando la primera palabra que componía su nombre, «justicia divina»—. Si alguien resiste dos días aplastado por los cadáveres de otros hombres, es porque los dioses quieren que viva —añadió, pensando en cómo Sicino había sobrevivido al hundimiento de la mina de plata.
Algunos persas se habían asfixiado entre la aglomeración de cuerpos y ni siquiera habían tenido espacio para caer al suelo, por lo que sus cadáveres aguantaban de pie como postes hasta que los esclavos retiraban los cuerpos que los apuntalaban.
Aunque los caídos hubiesen tenido deudos en aquel campo donde reinaba la muerte, les habría resultado difícil reconocerlos, pues la mayoría presentaban horribles heridas en la cara. Y era allí, además, donde los cuervos y los perros vagabundos que se colaban entre los cadáveres concentraban sus picotazos y sus bocados.
—Esta matanza no es normal —comentó Leónidas.
Llevaba agarrado a Temístocles del brazo, en un gesto familiar, pues los dos habían simpatizado desde que se conocieron en Esparta un par de años antes. El rey le recordaba un poco a Milcíades por lo espeso de su barba y lo acusado de sus rasgos. No era tan alto como él, pero a cambio tenía los hombros más cuadrados. También sonreía más, y con una sonrisa cordial, no feroz como la de Milcíades.
—¿Qué quieres decir?
—He visto ya muchas batallas. Cuando derrotamos al enemigo.
—Temístocles tradujo mentalmente: O
sea, siempre
—, éste suele perder diez hombres de cada cien, quince. A veces veinte, si no consigue huir lo bastante rápido. Pero aquí habéis exterminado batallones enteros.
—Es porque no les dejamos escapatoria —respondió Temístocles.
—Explícame.
Temístocles le describió con frialdad y concisión cómo había sido la batalla. Cuando terminó, Leónidas entrecerró los ojos y frunció los labios.
—Vaya. Así que el plan fue tuyo, hijo de Neocles.
—Yo no he dicho eso.
Pausanias soltó una carcajada. Era más alto que Leónidas, y también un poco más que Temístocles. Tenía unos treinta años y no se parecía en nada a su tío. Su piel era más clara y sus ojos muy azules, y tenía unas largas trenzas pajizas y hebras casi rojas en la barba.
—Sólo el padre de una táctica puede hablar de ella con tanta precisión —dijo Pausanias—. Te felicito por tu audacia. Sin duda, los generales te habrán otorgado el premio al valor.
Temístocles sonrió con amargura.
—Los eupátridas sólo se galardonan entre ellos. Han concedido una corona a Milcíades por su inteligencia y otra a Arístides por su valor al aguantar lo más duro de la ofensiva enemiga.
—Se encogió de hombros—. Y eso que él no tuvo que resistir una carga de caballería.
—¿Por qué no cuentas la verdad? —dijo Pausanias.
—Ahora ya es inútil. Todos pensarían que es jactancia.
—Tienes razón —intervino Leónidas—. Todo el mundo en tu ciudad canta las alabanzas de Milcíades y es tarde para hacerlos cambiar de opinión. Pero consuélate pensando que los dioses saben la verdad.
—¿A ti te consolaría? El rey se lo pensó un instante, se encogió de hombros y contestó:
—Sí.
—Entonces somos muy distintos.
—Temístocles se mordió los labios, y luego decidió hablar.
Prefería desahogarse delante de ese hombre al que acababa de conocer, y callarse delante de sus compatriotas—. Yo siempre he querido hacer algo grande y dejar mi fama para la posteridad, aunque muera en el empeño. Es mi naturaleza, Leónidas. Nací así, y no puedo evitarlo.
—Tienes razón. Somos distintos.
—El rey espartano sonrió—. Mi intención, si puedo, es morir en mi parcela, cavando mis viñas, criando perros de caza y rodeado de mis nietos.
—Ah, pero ¿tienes viñas? Leónidas soltó una carcajada y apretó el hombro de Temístocles. Tenía los dedos duros como ramas de tejo.
—¿Qué creías, que los espartanos sólo nos dedicamos a la guerra? Tiempo hay para todo, mi querido Temístocles. —Leónidas suspiró—. Con gusto le dejaría toda la gloria a aquellos que la ambicionan, como mi difunto hermano Cleómenes. O aquí mi sobrino —añadió, señalando a Pausanias—. Pero... En fin, las Moiras han querido que la carga me correspondiera a mí.