Temístocles pensó que ese hombre era sincero, mas no del todo. Lo que le faltaba de ambición le sobraba de autoridad. Había observado cómo mandaba a los dos mil lacedemonios que venían con él. Bastaba con que pronunciara un monosílabo a media voz para que sus órdenes se cumplieran sin rechistar. Pensó que si Zeus se hiciera hombre, se parecería a Leónidas.
Y no olvidaba que, aunque hablara de nietos y de cultivar viñedos, era un espartano. Un hombre que se había iniciado de adulto matando a otra persona a sangre fría.
—Mirad aquí —dijo Pausanias, agachándose.
Bajo el cuerpo de un persa asomaba un pomo adornado con un grueso topacio. Pausanias tiró del arma con cuidado para sacarla de debajo del cadáver. Era un sable de casi un metro de largo.
Mientras lo examinaba, al espartano se le dilataron las pupilas como si fuera un escultor contemplando los frisos del Hecatompedón.
—Tiene una mella muy pequeña aquí —comentó, acercándose el filo a los ojos.
—Se la hizo al arrancar la punta de una lanza —dijo Temístocles, que había reconocido la espada.
—¿Por qué lo sabes?
—Porque esa lanza era mía.
—Vaya —se interesó Leónidas—. ¿Qué sucedió luego?
—Logré hincarle las astillas de la lanza al caballo, y el jinete tuvo que retirarse.
—Temístocles resopló—. Fue un momento bastante delicado.
—Es lo malo de la caballería —dijo Leónidas—. Montura y jinete son dos criaturas a las que se puede herir y matar. Con inutilizar a una de las dos basta. Yo prefiero a un hoplita con los pies bien clavados en el suelo.
—Por lo que cuentas, esta arma te pertenece —dijo Pausanias, pasándole el sable a Temístocles.
—Gracias —respondió Temístocles.
Examinó el arma. La empuñadura era de madera, decorada con un fino labrado que representaba escenas de caza. Aparte de la mella, la hoja estaba muy afilada, y cuando le limpiara el polvo con aceite brillaría como un espejo.
Pausanias recogió ahora una flecha persa.
—Es muy ligera —dijo, sopesándola. La punta de hierro de tres filos no medía mucho más que la falange de un pulgar, y la varilla era de caña, no de madera—. No me extraña que lleguen más lejos incluso que los arqueros cretenses. Pero no creo que estas flechas puedan perforar un buen escudo de roble. No son para tanto.
—No subestimes la victoria de los atenienses, sobrino —dijo Leónidas—. Hay que felicitarlos.
Nunca antes un ejército griego había derrotado a otro persa.
—Nunca hasta ahora los persas se han enfrentado a los espartanos. Leónidas sonrió por la fanfarronería de su sobrino y se volvió hacia Temístocles.
—De todos modos, lo que habéis conseguido es increíble. Resulta curioso que mientras os gobernaron nobles y tiranos nunca hicisteis nada de relumbre, y ahora que el pueblo tiene tanto poder, habéis alcanzado la victoria más grande de todas. No sé —añadió, acariciándose la barba—.
Es como para pensárselo.
¿Un rey espartano... democrático?
, se dijo Temístocles, pero no se atrevió a expresar su pensamiento en voz alta.
—Por supuesto, habéis tenido suerte. Mucha suerte. Sin ella nunca se puede vencer. Os las habéis arreglado para llegar hasta ellos cuerpo a cuerpo, la única manera en que una falange de hoplitas podría derrotarlos.
—Leónidas chasqueó la lengua—. Pero tengo la impresión de que, cuando llegue el momento de la verdad, se necesitarán más armas que la infantería pesada para vencerlos.
—¿Tú también crees que los persas volverán?
—No lo creo. Lo sé, mi querido Temístocles.
—¿Por qué?
—Si lo que le habéis hecho al rey de Persia me lo hubierais hecho a mí, yo no descansaría hasta arrasar vuestra ciudad. No por odio. Admiro el valor. Pero no podría dejar que siguiera existiendo en el mundo una ciudad que me hubiera humillado. Si yo fuese Darío, ¿sabes lo que haría?
—No.
—Le ordenaría a un secretario que cada mañana, al despertar, lo primero que me dijera fuese:
«Majestad, no te olvides de los atenienses»
. Después me tomaría mi tiempo para preparar una expedición contra vosotros y traería el doble de hombres. Así no volveríais a rodearme.
Leónidas apretó ambas manos a Temístocles y añadió:
—Mi buen amigo, aún tendrás ocasión de hacer algo grande. Ahora bien, si el Gran Rey es la persona que sospecho que es, tendrás que hacer algo
mucho
más grande que lo de Maratón para salvar a tu ciudad.
A
codado en la borda del navío fenicio que lo llevaba de vuelta a las costas de Asia, Patikara pensaba en volver a Grecia no con el doble de guerreros, sino con cinco o seis veces más.
El ambiente que reinaba en la flota era sombrío. Aunque en privado muchos oficiales persas se alegraban de que Datis no hubiera alcanzado sus propósitos, y culpaban del fracaso a su soberbia y su crueldad, la moral de las tropas había sufrido una profunda herida. Hasta ahora los soldados de la
Spada
, el ejército del Gran Rey, se consideraban invencibles. En sus enfrentamientos con los hoplitas griegos siempre habían conseguido mantenerlos a distancia, los habían hostigado a lomos de sus caballos y los habían abatido con sus flechas, igual que presas ojeadas en una cacería. Pero, esta vez, los cazadores habían dejado que el jabalí se acercara demasiado a ellos y los destrozara con sus colmillos.
Para defenderse de las críticas, Datis alegaba que había logrado casi todos los objetivos de la expedición. Había sometido las Cíclades, obtenido botín y destruido Eretria, y además traía a sus habitantes hacinados en las bodegas de sus naves para ofrecérselos a Darío. Pero la presa principal había escapado indemne. Y no sólo eso, sino que, de un solo bocado, el enemigo les había arrebatado más de seis mil hombres. Cuando se echaran las cuentas de lo que había costado la expedición, quedaría claro que se trataba de un fracaso sin paliativos. La carrera de Datis estaba acabada. Ya no volvería a hacer sombra a Mardonio.
Su amistad personal con Mardonio era tan sólo una de las razones menores para lo que había hecho Patikara. Alguien como él, nacido entre púrpura, valoraba la dignidad por encima de todo.
Seguramente los atenienses se sentían orgullosos de haber derrotado a Datis en inferioridad numérica valiéndose de una táctica inteligente. Para Patikara eso no significaba nada. En su opinión, igual que un anfitrión real tiene que apabullar y superar a sus huéspedes con el valor y la cantidad de sus regalos, así el Imperio Persa debía asombrar al mundo movilizando ejércitos tan numerosos y excelentes que rindieran a sus enemigos por puro pavor y los arrojaran a sus pies. Las tácticas demuestran astucia, y la astucia es el recurso de los débiles. En cambio, el número es la expresión de poder, y Patikara quería que todos comprendieran que en las siete regiones del mundo no había otro poder como el del trono Aqueménida.
Por eso había utilizado a Artemisia para revelar a los atenienses la táctica de Datis. El medo había decidido dividir sus fuerzas para apoderarse del nido indefenso de los atenienses, como una zorra que entra en un gallinero sin perro que lo vigile. Eso era robar la victoria, y los persas no debían actuar como ladrones en la noche.
Gracias a la información, los griegos habían decidido plantar batalla. Patikara les reconocía su coraje, y lo había premiado participando en la refriega con cincuenta hombres, la mitad de su
satabam
de caballería, cuando ya estaba a punto de embarcarse y a sabiendas de que corría peligro.
Precisamente, una de las razones por las que se había ocultado tras una máscara y había acudido a aquella campaña era que nunca había tomado parte en una batalla de verdad. Quería ver una con sus propios ojos y palparla con sus propias manos. Él, gran jinete, bueno con la lanza y mejor aún con el arco, se había tenido que conformar con simulacros por culpa de su padre, que no le permitía ir a la guerra. ¡A sus treinta años! Y ésa, más que la amistad con Mardonio o el desprecio por Datis, era la verdadera razón de lo que había hecho Patikara. Ciro era llamado el Grande porque había fundado un imperio y convertido a unos nómadas en señores del mundo. Su hijo Cambises había añadido a sus conquistas las ricas tierras de Egipto. El tercer monarca, Darío, había sujetado con puño de hierro el imperio cuando estaba a punto de desmoronarse, lo había convertido en un mecanismo perfecto, alimentado por sus tributos y engrasado por sus caminos reales, y además había sometido la Tracia.
¿Qué quedaba para los demás? ¿Qué iba a dejar Darío a sus sucesores? Las regiones al norte del Cáucaso y del Caspio eran tierra de nadie que bastaba con vigilar para evitar las correrías de las tribus nómadas. Más allá de Egipto sólo había vastas y yermas extensiones de dunas, capaces de tragarse ejércitos enteros. De la India, con su clima insalubre, bastaba con que siguiera enviando elefantes y oro en polvo. Pero Grecia...
Grecia significaba cerrar el Egeo y todo el Mediterráneo Oriental bajo la tenaza persa, y la puerta a las riquezas del oeste. Italia, Sicilia, y luego la soberbia Cartago.
Por eso Patikara se había esforzado en hacer fracasar esta expedición. Cuando Darío muriera, su sucesor volvería a Grecia en persona, con un ejército digno de un rey Aqueménida. Unciría el mar con su yugo, abriría la tierra con su espada si era necesario, para que las generaciones venideras recordaran por siempre la gloria del Gran Rey.
Poniendo a Ahuramazda por testigo, así lo juró bajo su máscara Patikara. Así lo juró Jerjes, hijo de Darío y príncipe coronado del Imperio Persa.
El destino de los eretrios
Cuando Datis y Artafernes llegaron con sus barcos a Asia, llevaron a Susa a los eretrios que habían apresado. Al ver Darío que los habían traído a su presencia y estaban en su poder, no les causó ningún daño y tan sólo los instaló en Arderica, a doscientos diez estadios de Susa y a cuarenta de un pozo que produce tres tipos de sustancias.
De este pozo se extraen asfalto, sal y aceite. Su contenido se saca con un cigoñal que en lugar de un cubo tiene atada la mitad de un odre. Con este recipiente remueven el producto, lo extraen y lo vuelcan en una cisterna. Aún líquido, lo trasvasan a otro depósito de donde salen tres conductos.
La sal y el asfalto se solidifican enseguida. En cuanto al aceite que obtienen, es un líquido negro que despide un fuerte olor y al que los persas denominan radinake.
Fue en este lugar donde el rey Darío deportó a los eretrios, que en mi época todavía seguían habitando este lugar y conservaban su antigua lengua.
Heródoto,
Historias
, VI, 119
El fin de Milcíades
Tras la derrota de los persas en Maratón, Milcíades, que ya antes tenía una gran reputación en Atenas, la vio muy acrecentada. Pidió a los atenienses barcos, un ejército y dinero sin revelarles cuál era el destino de su expedición. Simplemente alegó que si le hacían caso obtendrían grandes beneficios, pues iba a llevarlos contra un país tan rico que podrían traer de allí una ingente cantidad de oro. Tras hacerse cargo de las tropas, zarpó para atacar Paros con la excusa de que sus habitantes habían apoyado con un trirreme a los persas en el ataque contra Maratón.
Cuando Milcíades llegó con la flota, asedió a los parios y mediante un heraldo les exigió cien talentos, diciéndoles que si no se los entregaban, no retiraría sus tropas hasta destruirlos. Pero a los parios ni se les pasó por la cabeza entregarle a Milcíades el dinero que les pedía, sino que aseguraron las defensas de su ciudad doblando la altura de la muralla en los lugares más desguarnecidos.
Los parios dan esta versión de los hechos:
Cuando Milcíades no sabía qué hacer, una cautiva de guerra paria, llamada Timo y que trabajaba en el templo de las diosas infernales, acudió a él recomendándole que siguiera sus consejos para tomar Paros. Tras escucharlos, Milcíades fue a una colina situada frente a la ciudad. Como no conseguía abrir las puertas, saltó la cerca del santuario de Deméter Tesmófora y se dirigió al templo para llevar a cabo una acción determinada, bien fuera mover un objeto sagrado de los que no se debían tocar o cualquier otra cosa. Cuando estaba ya en el umbral, un estremecimiento de terror se apoderó de él, por lo que volvió corriendo por el mismo camino. Pero, al saltar de nuevo el muro, se hizo una herida en el muslo.
Debido a su mal estado de salud, Milcíades regresó con su flota sin conseguir el dinero para los atenienses y sin haber conquistado Paros. Muchos empezaron a criticar a Milcíades, y sobre todo Jantipo, que lo denunció ante el pueblo y pidió para él la pena de muerte por engañar a los atenienses. Milcíades se presentó en el juicio, pero no se defendió en persona, ya que, debido a la gangrena que le corroía la pierna, no podía. Fueron sus amigos quienes, mientras él estaba tendido en una camilla ante el tribunal, lo defendieron con abundantes menciones a la batalla de Maratón. El pueblo lo absolvió de la pena capital, pero le impuso una multa de cincuenta talentos por el delito que había cometido. Poco después, Milcíades murió a causa de la gangrena, y su hijo Cimón tuvo que pagar los cincuenta talentos.
Heródoto,
Historias
, VI, 132-136
Temístocles prevé una nueva guerra
Se cuenta que la obsesión de Temístocles por conseguir fama era tal y que su anhelo de gloria lo hacía tan amante de las grandes empresas que cuando los atenienses libraron contra los bárbaros la batalla de Maratón, y todo el mundo alababa las virtudes de Milcíades como general, podía verse a Temístocles la mayor parte del tiempo entregado a sus pensamientos. Además pasaba las noches en vela y rechazaba las invitaciones a los banquetes a los que antes solía acudir.
Si alguien le preguntaba intrigado por este cambio en su forma de vida, le respondía que el triunfo de Milcíades no le dejaba dormir. Aunque la mayoría de la gente creía que la derrota de los bárbaros en Maratón había sido el final de la guerra, para Temístocles no era más que el preludio de pruebas aún mayores. Por ello, previendo el futuro con mucha antelación, a la vez que intentaba preparar a los atenienses, se ungía a sí mismo para estas pruebas como campeón de toda Grecia.
Plutarco,
Vida de Temístocles
, III
La muerte de Darío
Un año después de la revuelta de Egipto, a Darío le sobrevino la muerte mientras hacía preparativos para entrar en campaña, después de haber reinado durante treinta y seis años. Por ello le fue imposible tanto aplastar la sublevación de los egipcios como vengarse de los atenienses.