—Mi señora, ¿cómo íbamos a entrar al pabellón real?
Esto es cosa del propio Jerjes
, pensó Artemisia. Que se hubiese quedado dormida no era casualidad. El Gran Rey debía de haber improvisado una pequeña venganza cuando ella le llevó la contraria en la discusión.
«¿Cuando llegue el momento, Artemisia, dejarás que tus hombres luchen por ti y los mirarás desde la distancia?»
. Apenas había aguardado al amanecer para comprobarlo.
Esa pequeña venganza podía suponer la muerte de decenas de sus hombres. Pero, claro, para Jerjes tenían tan poco valor como las piezas de madera que a veces usaba para representar sus unidades en el campo de batalla.
Por muy Gran Rey que sea, si cree que me voy a quedar de brazos cruzados está listo.
—Conseguidme un caballo que sea rápido mientras me pongo las armas —ordenó a sus hombres, al tiempo que entraba en su tienda—. ¡Vamos, es para hoy!
Cuando entró al galope en la explanada de las fuentes termales y miró a su derecha, vio sobre la ladera del monte el toldo púrpura que cubría el sitial de Jerjes. El Gran Rey ya estaba allí con todo su séquito. Pero Artemisia pasó de largo y siguió cabalgando por el corredor que quedaba entre las unidades persas y frigias que aguardaban en retaguardia. De los Diez Mil no se veía ni rastro. Después de las bajas que habían sufrido la víspera, Jerjes debía haber decidido reservarlos para más tarde.
En el centro del pequeño valle, las unidades que iban a entrar en acción estaban terminando de desplegarse. En la parte derecha, la que daba a las alturas del Calídromo, formaba un batallón de asirios. Había entre ellos lanceros con broqueles de madera y cascos trenzados de cuero y hierro, y también maceros que se protegían con escudos de cuero en forma de cono reforzados con aguzados umbos de metal.
Los halicarnasios formaban en el ala izquierda, mirando al mar. Artemisia se abrió paso sin contemplaciones hasta llegar a la vanguardia. Una vez allí, descabalgó y buscó a Alexias. Sus hombres, que aguardaban con los escudos en el suelo y los yelmos hacia atrás, la aclamaron al verla.
—¡Ártemis está con nosotros! —dijeron—. ¡Con la diosa cazadora de nuestra parte no podemos perder!
El hijo de Fidón estaba en su puesto, el extremo derecho de la falange, dejando un hueco de unos metros entre ésta y el batallón de los asirios. Cuando vio a Artemisia se le escapó un gesto de contrariedad.
—¿Qué pasa, Alexias? ¿Es que querías toda la gloria para ti solo?
—Señora, no tienes por qué correr este peligro. Nosotros combatiremos hasta la muerte por ti.
—Ni lo sueñes. Yo no soy un rey persa, ¿recuerdas? Soy Artemisia, la amazona de Halicarnaso.
Por delante de las filas pasó un hombre a caballo seguido por un pequeño séquito de jinetes, impartiendo instrucciones a los asirios. Cuando llegó a la altura de los halicarnasios, Artemisia lo reconoció. Era Artafernes, el hombre que había mandado la caballería en Maratón. En aquellos diez años, al contrario que otros, el noble persa había adelgazado. Ahora, al ver a Artemisia, pareció sorprendido.
—¿Cuáles son nuestras órdenes? —preguntó ella.
—En cuanto suene la trompeta, atacaréis —respondió él, y después se introdujo entre las filas halicarnasias y las asirias para volver a retaguardia.
—Mi padre siempre dice que los planes sencillos son los que mejor funcionan —dijo Alexias.
Artemisia se colocó junto al joven hoplita, pero le dejó el puesto de la derecha, el último del batallón. Era ya una tradición que él o Fidón le cubrieran el costado de la lanza. Después apoyó el escudo en el suelo y miró al frente. La ira por la burla de Jerjes y la cabalgada le habían acelerado las pulsaciones, así que trató de serenarse y estudiar con frialdad lo que tenía ante sus ojos.
A poca distancia de ellos había unas torrenteras ahora secas que bajaban del Calídromo, y más allá se extendía una tierra de nadie cada vez más angosta en la que yacían decenas de cuerpos. Allí, el terreno bajaba en un suave declive desde las montañas hasta el mar, y al llegar al agua caía casi a pico en un pequeño acantilado. Apenas tenía dos metros de altura, pero la víspera muchos Inmortales que no sabían nadar habían perecido allí, empujados por la presión de la falange espartana.
Artemisia pensó que para llegar hasta el enemigo tendrían que pasar sobre los cadáveres de los medos y persas que habían muerto el día anterior. No era buena forma de mejorar la moral.
—¿Cómo te encuentras, Palamedes? —preguntó Artemisia al hoplita de su izquierda. Era un joven noble, primo segundo suyo por parte paterna.
—Bien —respondió él. Luego añadió en voz baja—: Aunque tengo la boca cuarteada como la suela de una bota.
—Bebe ahora todo lo que puedas. Después no tendrás ocasión.
Palamedes se descolgó la cantimplora del correaje, pero antes de beber se la ofreció a Artemisia. Ésta probó con precaución. Dos tercios de agua y uno de vino, calculó.
¡A los cuervos!
, pensó, y dio un buen trago.
El sol empezaba a apretar ya en un cielo que, por primera vez en varios días, se veía limpio de nubes. Pero no era el calor la razón de que sus hombres tuvieran la boca seca. Iban a enfrentarse contra los afamados espartanos, los guerreros de los que todos los griegos oían hablar desde niños. Y, además, sus hermanos de raza, pues los habitantes de Halicarnaso, aunque estaban muy mezclados con los carios y hablaban un dialecto jonio, se consideraban de origen dorio y tan descendientes de Heracles como los lacedemonios.
La trompeta dio la señal de avanzar. Artemisia ordenó a sus hombres que se calaran los yelmos y embrazaran los escudos, y su pequeña falange, con un frente de apenas cuarenta hombres, se puso en marcha.
Tras cruzar la torrentera, recompusieron las filas. El sol les daba en la cara y arrancaba destellos de los escudos y las lanzas enemigas. Artemisia miró a la derecha. La pared de la montaña se veía cada vez más cerca, y el pasillo entre ellos y el batallón asirio se estaba reduciendo. Se preguntó, como seguramente habían hecho otros guerreros el día anterior, de qué servía tener un ejército de más de cien mil hombres si sólo podían entrar en combate mil de cada vez.
Frente a ellos se extendía una línea de unos cien escudos, todos ellos con la lambda de Lacedemonia, pintada de rojo para que resaltara más. Los hoplitas que los sostenían empezaron a avanzar al cadencioso y agudo son de sus flautas. Había algo en su forma de marchar que ponía los pelos de punta.
Es sólo su reputación,
se dijo. Miró hacia el mar. El hombre que ocupaba el puesto de honor en el extremo de la falange enemiga debía de ser Léonidas. Pero no lo escoltaba ningún estandarte; lo único que lo distinguía de otros oficiales era su penacho, rojo en lugar de negro.
Entre los asirios que los acompañaban había arqueros que ahora lanzaron una andanada de flechas contra los espartanos. La mayoría de los proyectiles cayeron en la tierra de nadie y los demás resbalaron sobre los escudos enemigos.
Había llegado el momento de pasar sobre los cadáveres persas.
—¡Mirad dónde pisáis! —ordenó Artemisia—. ¡No rompáis la fila!
Olía a matadero, pero sus pies no chapotearon en el fango negruzco que esperaba. El suelo estaba tan seco que se había bebido toda la sangre. Artemisia se imaginó a los muertos del Hades, arremolinándose en el inframundo como bandadas de pájaros grises, mirando a las alturas con sus pálidos ojos y abriendo las bocas para recibir una nueva ofrenda de sangre humana.
Quedaban cincuenta metros como mucho para que ambas formaciones se encontraran. Los espartanos seguían avanzando despacio, sin desordenar sus filas, como una muralla de una sola pieza, y aunque ya estaban cerca no se habían molestado en abatir las lanzas, en una muestra de desprecio por sus enemigos casi olímpica.
—¿Cargamos ya? —preguntó Alexias.
—No. Lo haremos cuando yo lo diga.
Dirigió una rápida mirada a su derecha. Los asirios no avanzaban de forma tan disciplinada como los griegos ni trababan unos escudos con otros, sino que cada uno procuraba protegerse con el suyo. Siempre había pensado que aquellos hombres, herederos de una antiquísima tradición marcial, ofrecían un aspecto imponente con sus rostros ceñudos, sus narices aguileñas y sus barbas espesas y rizadas. Pero ahora vio en sus ojos el miedo.
Y no era para menos. Tenían enfrente a los espartanos, a los que las madres de Halicarnaso utilizaban como monstruos de fábula para asustar a sus hijos.
Un grito sonó en las filas asirias. Uno de sus guerreros, un gigante de casi dos metros, se lanzó a la carga, y los demás lo siguieron entre alaridos. Artemisia comprendió que ya no podría refrenar más a sus hombres y gritó:
—¡Por Halicarnaso!
Corrieron contra los enemigos entonando el peán para espantar su propio miedo. Por fin, los espartanos bajaron las lanzas y, sin acelerar el paso, se aprestaron para recibirlos. A la derecha de Artemisia no tardó en estallar el estrépito del combate: el resonar del hierro contra el bronce, el chasquido de la madera astillada, los primeros gritos de agonía. Pero no se atrevió a mirar allí, pues el enemigo que tenía frente a ella reclamaba toda su atención.
Los halicarnasios refrenaron su carga cuando estaban a unos pasos de los espartanos. Los hombres que tenían detrás se mantuvieron a la espera, jaleando a sus compañeros sin empujarlos por el momento, pues así se lo había ordenado Alexias con buen criterio antes de que llegara Artemisia. Durante unos minutos, ambas filas, la espartana y la de Halicarnaso, se mantuvieron a unos dos metros de distancia, cruzando lanzazos y tentándose los escudos, sin entrar a fondo al ataque. Los hombres de Artemisia no se atrevían a acercarse más porque tenían miedo. Era obvio que los espartanos no avanzaban porque no querían.
El hombre que estaba frente a Artemisia y batía hierros con ella era un oficial cuya cresta negra le cruzaba el yelmo de oreja a oreja. Debió reconocerla, lo cual no resultaba extraño con su casco beocio, porque sonrió y le dijo con voz ronca:
—¡No deberías estar aquí, Artemisia! ¡Hay mil lugares mejores en el mundo para una mujer!
Aunque al menos había tenido la decencia de no mandarla al telar, Artemisia le tiró un golpe con toda su furia. El espartano interpuso su escudo, que estaba lleno de mellas y abolladuras, y la lanza arrancó una chispa de la lambda. Después, de repente, el oficial miró a un lado, e incluso por debajo del yelmo Artemisia pudo ver cómo abría desmesuradamente los ojos.
—¡No! —gritó—. ¡No retrocedáis, maldita sea!
Artemisia miró en la misma dirección que el espartano. A su derecha, los asirios gritaban de júbilo, mientras los lacedemonios volvían la espalda y huían hacia el muro. Durante unos segundos concibió una descabellada esperanza. ¿Habrían conseguido los guerreros de Mesopotamia lo que no habían logrado el día anterior los medos, los cisios ni los propios Inmortales?
Imitando el ejemplo de sus camaradas, los espartanos que combatían frente a los halicarnasios se dieron la vuelta y emprendieron la huida. Pero Artemisia había sorprendido una mirada de inteligencia entre el oficial y un hoplita que tenía al lado.
Es una trampa.
—¡A por ellos! —gritó Alexias.
Era una orden innecesaria. Los halicarnasios de la primera fila se abalanzaron en persecución de los espartanos, seguidos por los demás. Algunos hombres incluso arrojaron sus lanzas contra los enemigos que huían, aunque por su peso y su longitud no eran las armas más idóneas para disparar, y desenvainaron las espadas.
Artemisia se dio cuenta de que se había quedado sola. Alexias y los hoplitas de la primera fila la habían dejado atrás, y los demás la adelantaban pasando a ambos lados de ella sin darse cuenta de que estaban dando empujones a su reina.
—¡Deteneos, estúpidos! —gritó—. ¡Es una trampa!
Era inútil. Cuando quiso darse cuenta, las únicas espaldas que veía ya eran las de sus propios soldados, que corrían tras los espartanos entre alaridos y levantando una nube de polvo bajo sus pies. Artemisia se volvió. Al otro lado de la torrentera, los batallones frigios, que aguardaban su turno para intervenir, venían a la carga, contagiados por el ejemplo de sus compañeros. Y en el centro de todo aquel caos estaba ella.
Al oír estrépito de metal contra metal, se giró de nuevo hacia el frente. Cuando los gritos de persecución se convirtieron en chillidos de terror y furia, comprendió lo que había pasado. La carrera de los halicarnasios se había detenido en seco. Algunos cayeron de espaldas al suelo tras tropezar con sus propios compañeros. Una barrera se había interpuesto en el camino.
Los escudos espartanos.
Habían fingido retirarse para desorganizar las filas del ejército de Jerjes. Era una maniobra tan arriesgada que Artemisia no tuvo más remedio que admirar a aquellos hijos de perra. Una falange se desordena con facilidad, y aún más si se da la vuelta.
A no ser que lo único que hayas hecho durante toda tu vida sea entrenar esos movimientos
, pensó.
Los hoplitas halicarnasios que servían en retaguardia también eran hombres valientes, y precisamente por eso habían sido elegidos para cerrar las filas. Pero al ver que los camaradas que tenían delante empezaban a retroceder, fueron los primeros en retirarse. Al pasar, algunos de ellos vieron a Artemisia y apartaron los ojos con vergüenza. Podía entenderlos. Habían caído como boquerones en una red.
Pero nadie diría que la reina de Halicarnaso había vuelto la espalda al enemigo por ser mujer. Artemisia se abrió paso entre sus propios hoplitas moviendo el escudo a ambos lados como si cortara maleza con un machete. Cuando se quiso dar cuenta, estaba por detrás de la primera fila de sus hombres, que aguantaban como podían mientras los espartanos los acuchillaban desde detrás de una densa pared de escudos.
Alexias estaba allí, combatiendo con el arrojo de un titán y desgañitándose para dar ánimos a los demás. De pronto, una hoja de hierro asomó por la parte posterior de su muslo y volvió a desaparecer, dejando en su camino una raja de medio palmo de la que empezó a manar sangre. El joven clavó la rodilla en tierra con un gruñido de dolor. Manejando la lanza con una habilidad diabólica, el espartano que lo había herido le clavó el arma en el cuello. Artemisia no pudo verlo, pero oyó el gorgoteo de agonía de Alexias.
—¡No!
Artemisia se abrió paso por un hueco casi inverosímil y tiró un rejonazo contra el rostro del espartano. Éste se hallaba tan ufano removiendo la punta de su pica que no vio venir el golpe. La lanza de Artemisia rechinó al colarse entre las dos carrilleras del yelmo. El impacto fue tan fuerte que sintió un agudo dolor en el hombro, y de la boca del espartano brotó un chorro de sangre mezclado con dientes astillados.