Artemisia se volvió hacia él.
—Mitradates me ha dicho que Jerjes había recibido buenas noticias. ¿Tienen algo que ver con esa maniobra que dices?
—Eres sagaz, Artemisia. Esquines el eretrio ha llegado al amanecer con información muy interesante. —Mardonio esbozó una sonrisa—. Creo que es muy amigo tuyo.
—¿Qué te ha contado?
—Ha insinuado algo sobre Maratón. —Artemisia contuvo el aliento, pero Mardonio continuó—: No le he escuchado. No me interesa el pasado, Artemisia, sino el presente.
Un momento antes, Mardonio había afirmado que conocía todo lo que conocía Jerjes. Seguramente eso incluía las intrigas de Patikara en Maratón. Artemisia respiró algo más tranquila, ya que el general no parecía dar demasiada importancia a aquel asunto.
Al fin y al cabo
, pensó,
ayudé a hundir a su enemigo Datis.
—Los griegos han tomado muchas precauciones para que no sepamos cuántos están en las Termópilas —prosiguió Mardonio—. Antes de que llegáramos, obligaron a evacuar la zona a todos sus habitantes y los trasladaron al sur.
—¿Y Efialtes?
—Efialtes llevaba un mes en Tesalia cuando lo encontramos. Conoce los pasos de estas montañas, pero ignora la cifra exacta de defensores.
—¿Y Esquines sí la conoce?
Mardonio asintió.
—No me extraña que Leónidas haya tomado precauciones para evitar que sepamos cuántos son. Nos estamos enfrentando a cinco mil hombres.
Artemisia dejó de parpadear un instante, sorprendida. Después dirigió la mirada al desfiladero. Cinco mil hombres podían ser los que estaba viendo desde allí, formados a ambos lados de la muralla y entre ésta y el mar. Todos habían sospechado que había muchos más soldados tras el recodo del camino, en el ensanchamiento que llevaba hasta la Tercera Puerta y en la villa de Alpeno, así como repartidos por las montañas.
—Es absurdo. ¿Cómo pretenden detener así a más de cien mil guerreros?
—Presupones demasiada inteligencia a los griegos, Artemisia. Pero se ve que vuestros parientes europeos son un poco obtusos.
—¿Cuántos de esos cinco mil soldados son espartanos? —preguntó Artemisia, que no podía sacarse de la cabeza la derrota que habían sufrido bajo sus lanzas.
—Leónidas ha traído tan sólo a trescientos.
¡Trescientos! Al ver las lambdas de los escudos a lo largo de toda la fila frontal, Artemisia pensó que todos los hoplitas que formaban detrás eran espartanos. Por lo visto, Leónidas había decidido arriesgar en la primera fila a sus mejores hombres para engañar a los atacantes.
—Los demás espartanos están fortificando la lengua de tierra que conduce al Peloponeso —dijo Mardonio—. Tiene un nombre que no recuerdo.
—¡El Istmo! Eso significa que han decidido abandonar Atenas a su suerte.
—Eso mismo fue lo que dijo Temístocles cuando llegó aquí y vio las ridículas fuerzas que habían mandado los espartanos. Esa coalición de estados griegos que han jurado resistir hasta la muerte se está rompiendo incluso antes de lo que esperaba.
A Artemisia aún se le aceleraba el pulso cuando oía el nombre de Temístocles. Al notar que se le arrebolaban las mejillas, se recordó a sí misma:
No eres una adolescente. Eres la reina Artemisia.
—¿Cómo se ha enterado Esquines de todo eso?
Mardonio se permitió una leve sonrisa de suficiencia.
—Esquines no está tan bien informado como él cree. Lo único que ha hecho es traer el mensaje que le ha entregado mi agente.
—¿Tu agente?
—Tengo a alguien cerca de Temístocles. Muy cerca. Tanto que me llegan sus conversaciones literales, palabra por palabra. Al parecer, tu primo tiene problemas para imponer su autoridad. Sus propios compatriotas han decidido entregar el mando de la flota a un espartano. Me alegro de que así sea. Temístocles debe de ser el único hombre inteligente entre todos esos griegos.
Artemisia volvió a mirar al campo de batalla. Tras otra incursión infructuosa, la caballería se retiraba una vez más.
—El caso es que esos trescientos espartanos y sus aliados están demostrando que se bastan para contenemos a todos nosotros.
—De momento sí, porque su posición es muy sólida —repuso Mardonio—. Pero cualquier general inteligente comprendería que, aunque no hubiese aparecido Efialtes para enseñarnos su senda, tarde o temprano habríamos encontrado una ruta para rodear el desfiladero a campo traviesa. Comparadas con las montañas de nuestro país, éstas son guijarros.
—¿Es que ni siquiera han defendido la senda Anopea?
—Su insensatez no llega a tanto. Pero apenas han apostado mil hombres. Aunque suframos el triple de bajas que ellos, te aseguro que los expulsaremos de las alturas.
Artemisia comprendió.
—Y va a ser esta misma noche. Claro, hay luna llena...
—Al Gran Rey no le agrada demasiado actuar así, pero comprende que no hay otra forma. Mañana a estas horas, Leónidas se encontrará rodeado, y veremos si los espartanos saben maniobrar en dos frentes a la vez.
Artemisia se levantó de la piedra. Al hacerlo, se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo. Sus piernas eran maderos rígidos, y su hombro y su oreja dos pulsaciones tumefactas que a ratos se fundían en una sola.
—Si es así, tengo que hablar con Jerjes —dijo.
Cuando anocheció, seis batallones de Inmortales partieron desde Traquis y emprendieron la subida por la garganta del río Asopo. La luna brillaba sin halo en un firmamento despejado y su faz se reflejaba en las tranquilas aguas del golfo. Bajo su luz plateada, Artemisia y cien voluntarios escogidos marchaban con los persas. Levantando la mirada al cielo, pensó:
Siempre me meto en líos cuando hay luna llena.
A mediodía, cuando se presentó ante Jerjes, éste le había dicho:
—Sé que has combatido con bravura, y que tus soldados han tenido que retirarte del campo de batalla
a la fuerza
. —El rey pronunció esas palabras con un levísimo énfasis—. Entiendo tu disgusto, Artemisia, pero, a veces, un soberano debe apartarse del combate por conseguir un bien mayor.
Cabrón vestido de púrpura
, pensó ella, mientras el toallero real enjugaba la frente de Jerjes.
—Mi señor, ¿puedo preguntarte si estás satisfecho con tu
bandaka
?
—Plenamente, Artemisia.
—¿Te he servido bien durante
todos
estos años?
Una luz peligrosa había brillado en los ojos del rey, como si quisiera advertirle que no siguiera por ese camino. Pero la furia contenida infundía valor a Artemisia.
—Si es así, por primera y única vez, quisiera pedirte algo. Jerjes levantó un poco el mentón, y la punta de su barba rizada señaló a Artemisia como una lanza.
—Tu favor está concedido de antemano, mi fiel Artemisia. Habla.
Así que ahora ella y sus cien hombres marchaban en vanguardia junto a Hidarnes. No llevaban antorchas. Para evitar los reflejos de la luna, habían tapado las puntas de las lanzas con capuchones de cuero y escondido los yelmos en la concavidad de los escudos que cargaban a la espalda. Todo iba envuelto en pieles o trapos para amortiguar el sonido. Incluso se habían tiznado los rostros y los brazos con ceniza para parecer más oscuros entre las sombras, de modo que todos ellos ofrecían un aspecto siniestro.
Avanzaban a duras penas entre piedras y raíces, por una vegetación cada vez más frondosa, de modo que la luz de la luna tampoco les servía de mucho. Efialtes caminaba junto a Hidarnes y Artemisia para guiarlos. Ella se fiaba más de los criados que acompañaban a Efialtes, pues eran cabreros que conocían bien esos andurriales y estaban tan familiarizados con esos senderos abruptos como los animales que apacentaban.
Los persas y los halicarnasios habían dormido unas cuantas horas antes de anochecer para estar más frescos, pero Artemisia no había conseguido pegar ojo. La derrota y la muerte de tantos buenos soldados la atormentaban. En Maratón también se habían visto obligados a huir, pero porque las líneas persas se habían desmoronado. Y en aquella retirada no sólo no habían sufrido demasiadas bajas, sino que ella incluso había matado a un enemigo que, según supo años más tarde, resultó ser un general.
En cambio, esa mañana, los espartanos habían jugado con ellos a placer y los habían humillado. Primero los habían mantenido a distancia, fingiendo combatir, y luego, tras la añagaza de la huida, los habían masacrado con la fría eficacia de matarifes profesionales. Artemisia sentía tales ansias de revancha que la sangre le hervía por dentro como si ella misma hubiera recibido un flechazo emponzoñado por el veneno de la Hidra. ¿O sería la fiebre de la que había hablado Jenófanes? Sus dedos rozaron una vez más el borde filoso de lo que le quedaba de oreja.
Si tengo que morir de tétanos, que sea después de vengarme de los espartanos.
Caminaron durante horas. Los cabreros se turnaban cada poco rato para adelantarse y verificar que no habían perdido la senda y, de paso, comprobar si había enemigos emboscados. Mientras, los soldados se detenían y se reagrupaban, y algunos de ellos daban cabezadas incluso de pie. Desplazar a tantos hombres por un terreno tan abrupto era una tarea muy complicada, y constantemente tenían que enviar enlaces de la vanguardia a la retaguardia y viceversa para que no se les extraviaran unidades. Marchaban en silencio, pues Hidarnes había amenazado con la ejecución inmediata a todo el que hablara sin autorización. Aun así, su avance a trompicones entre los árboles despertaba mil ruidos, y las alimañas nocturnas se espantaban a su paso.
Cuando se ocultó la luna faltaban todavía un par de horas para el amanecer. Hidarnes ordenó que los hombres se detuvieran allí donde estuviesen, estableciesen turnos para descansar un rato y aguardaran nuevas instrucciones.
En cuanto el cielo aclaró un poco, reemprendieron la marcha. Caminaban ahora por una vaguada entre dos picos rocosos que se recortaban oscuros contra el gris del alba. No había pasado mucho rato cuando, en una ladera que se levantaba más allá de un robledal, vieron unas luces tenues.
—Son rescoldos de hogueras —le dijo Palamedes a Artemisia.
Fijándose bien, alrededor de esas luces se advertían bultos negros que debían ser personas. Hidarnes ordenó a un grupo de arqueros que se adelantara. Aquellos hombres se internaron entre los robles. No llevaban blindaje ninguno y sus flexibles botas de piel apenas hacían ruido, de modo que se movían sigilosos como fantasmas. Halicarnasios y persas se reagruparon en columnas y desnudaron sus armas, preparados para entrar en acción.
Pasado un rato se oyeron ladridos y gritos de alarma. Con aquella media luz era difícil distinguir los contornos, pero Artemisia vislumbró sombras que trepaban por la ladera.
—¡Adelante! —ordenó Hidarnes.
Artemisia y sus hombres corrieron hacia el bosque, junto con la vanguardia de la columna persa. Cuando salieron del robledo y llegaron a la ladera en la que habían acampado los defensores del paso, sólo encontraron unos cuantos cadáveres acribillados a flechazos. Un buen número de enemigos se había retirado a la cima que se alzaba a la derecha, pero otros habían seguido por el camino, seguramente para dar la alerta a los espartanos.
—Da igual —dijo Efialtes—. A partir de aquí el sendero es más fácil. Es imposible que nos detengan ya.
Hidarnes se mostró de acuerdo, y ni siquiera se molestó en enviar soldados detrás de los defensores que habían escapado ladera arriba. Su única fijación, como la de Artemisia, era acabar con los espartanos.
Reemprendieron la marcha. El sol despuntaba ya al este. La senda empezó a descender en un suave declive y se curvó paulatinamente hacia el norte. Después de atravesar otro robledal y pasar entre dos elevaciones, vieron por fin el mar.
Artemisia oteó el panorama sin dejar de caminar. A unos tres kilómetros de allí, junto al agua, se distinguían los tejados pardos y rojos de Alpeno, aunque luego las curvas y accidentes del camino se los ocultaron de nuevo. Cuando volvieron a divisar la aldea ya estaban a poco más de un kilómetro, y pudieron ver que las tropas griegas se retiraban hacia el este siguiendo la línea de la costa. Podrían haber corrido para intentar alcanzarlos, pero llevaban cerca de quince horas marchando, no habían dormido y muchos de los hombres habían combatido la víspera o la antevíspera.
—Les han avisado —dijo Palamedes—. Llegamos demasiado tarde.
A Hidarnes no parecía importarle demasiado. Él tan sólo quería que el desfiladero quedara expedito, como le había encargado Jerjes. Curiosamente, Artemisia y sus hombres albergaban más ansias de venganza contra sus parientes dorios que los persas, haciendo bueno el proverbio de que la cuña de la misma madera es la que más duele.
Cuando llegaron a Alpeno, encontraron la villa prácticamente desierta, salvo por unos cuantos perros famélicos que los recibieron con ladridos. Una vez llegados al mar, Hidarnes dio orden de girar a la izquierda y penetrar en el desfiladero por la Tercera Puerta. Artemisia sospechaba que encontrarían la Segunda Puerta y el muro desiertos, o incluso ya en poder de Mardonio y sus hombres. El plan de Jerjes y su general consistía en atacar la posición espartana a media mañana, calculando que a esa hora Hidarnes y los Inmortales estarían llegando por la senda Anopea y sorprenderían a Leónidas por la espalda.
Pero, conforme se acercaban, el aire les trajo el familiar estrépito del combate, punteado por gritos y toques de trompeta. A pesar del cansancio, todos apretaron el paso. Cuando alcanzaron a ver el muro, descubrieron que no había nadie parapetado tras él. Los defensores que quedaban habían salido de la angostura para desplegarse en el llano y luchar contra los batallones persas. El combate había levantado ya una espesa polvareda que la brisa del golfo arrastraba hacia el Calídromo, pero, aun así, era fácil calcular que los enemigos no llegaban tan siquiera al millar.
—Aún tendremos nuestra oportunidad, Artemisia —dijo Palamedes—. ¿Qué te apuestas a que ahí están los trescientos espartanos?
—No me apuesto nada. Estoy segura de ello.
Hidarnes dio orden de detenerse para reorganizar sus tropas. Artemisia hizo lo propio con sus hombres y les ordenó que embrazaran escudos y calaran yelmos. Estaban a unos quinientos metros de aquel muro que la víspera, visto desde su lado occidental, parecía tan inalcanzable como las cumbres del Olimpo. Artemisia mandó a Cleofonte, su trompeta, que tocara la señal de cargar.