Temístocles no quería ni imaginar el peligro que había corrido aquel hombre buceando junto a un acantilado de noche y en plena tormenta. Las tinieblas del fondo debían de ser más negras y espesas que las del Tártaro donde Zeus había encerrado a los Titanes. Pero, tras cuatro inmersiones, Escilias acabó encontrando su cofre y lo sacó a la superficie.
Esa misma noche huyó del campamento persa en un pequeño velero, jugándose de nuevo la vida.
Aunque el temporal empezaba a amainar, la marejada seguía siendo fuerte. Durante todo el día siguiente navegó hacia el sur, ahora a fuerza de remos. Había quitado la vela para que su silueta se recortara lo menos posible sobre las olas.
—¡Si me ofreces protección —le dijo a Temístocles—, puedo informarte de todo lo que he visto!
Lo que quería Escilias era que Temístocles le garantizara que nadie iba a quitarle el cofre. Lo había rodeado con una gruesa cadena de bronce cerrada con tres candados, pero la madera siempre se podía partir a hachazos.
—Puedes quedarte en mi barco —le dijo Temístocles.
Pensó que si ya tenía a Fidípides, el mejor corredor de Grecia, que servía con él como arquero de cubierta, ¿por qué no disponer también del mejor buceador? En algún momento acabaría siéndole útil.
De haberlo acompañado Sicino, el Hércules persa, la
Artemisia
podría haber parecido la mítica nave de los Argonautas, plagada de héroes. Pero Sicino se había quedado en Atenas para proteger a Apolonia y a las niñas. Considerando la cantidad de enemigos que tenía Temístocles, era un gesto muy altruista por su parte. Pese a ello, Apolonia ni siquiera dejó que Italia y Síbaris se despidieran de él cuando partió a la guerra.
—Te aborrezco —le había dicho en su última conversación. Ya no lloraba ni levantaba la voz. Cada vez que recordaba la fría serenidad de su tono y la dureza de su mirada, Temístocles sentía escalofríos—. Me arrepiento de haberte conocido. Sería mejor que hubiera muerto en Eretria con mi verdadero esposo.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Es que también te arrepientes de nuestras hijas? ¿Vas a renegar de ellas?
Apolonia se había callado durante unos segundos, sin saber qué decir. Pero luego respondió:
—No las mezcles en esto. Ensucias todo lo que tocas, Temístocles. Deja que ellas sigan siendo puras.
Por más que pensaba en ello, Temístocles no encontraba la lógica de aquella contestación y la achacaba a la peculiar forma de pensar femenina. Pero eran las últimas palabras que le había dirigido Apolonia y las llevaba grabadas a fuego en la memoria.
Ensucias todo lo que tocas.
La conversación con Escilias, dado el volumen al que hablaba, no quedó precisamente en secreto. Conforme recorrían el campamento, los rumores fueron engrosando. Al final, se decía que Escilias había arribado desde el continente buceando más de diez kilómetros y que la tormenta no había hundido a decenas de barcos de transporte, sino a doscientos o trescientos trirremes.
—¡Poseidón está con nosotros! —aseguraban los marineros.
El temporal no había llegado a causar los destrozos que los griegos querían creer, pero sí les ofrecía una oportunidad. Por su culpa, la flota enemiga estaba dispersa desde el monte Pelión hasta Afetas y la isla de Escíatos.
Atenas disponía de cincuenta naves de reserva ancladas en Caristo, al sur de Eubea, por si los almirantes persas decidían enviar parte de su flota circunnavegando la costa oriental de la isla. Escilias informó a Temístocles de que el alto mando enemigo no tenía la menor intención de hacerlo. Demostraban buen criterio, pues el litoral este era mucho más escarpado y quedaba a barlovento, lo que lo hacía muy peligroso. Sobre todo, la estrategia planeada por Jerjes y Mardonio dictaba que la flota y el ejército de tierra debían avanzar siempre en paralelo y a la menor distancia posible.
Apenas escuchó eso, Temístocles, sin encomendarse a nadie más, mandó que se prendieran las almenaras para dar la señal convenida que ordenaría a los cincuenta trirremes presentarse de inmediato en Artemisio. Calculaba que en dos días podrían estar allí, aunque fuera remando en jornadas agotadoras de más de doce horas.
Después, convocó al almirante Euribíades y los generales de los demás contingentes aliados. Sobre una copia en madera del mapa de Hecateo, les señaló los fondeaderos donde, según Escilias, se hallaban las diversas escuadras persas.
—Hemos de aprovechar para atacarlos ahora que tienen los barcos diseminados por toda esta zona.
Euribíades se rascó la mejilla con el muñón de la mano izquierda, como solía hacer cuando dudaba. En él, la proverbial prudencia lacedemonia se juntaba con su poca experiencia marinera. Aunque en Esparta pasaba por ser un lobo de mar, en comparación con otros generales como Temístocles o el corintio Adimanto no era más que un profano.
—Estamos aquí para contener a los persas, no para atacarlos —objetó.
—Contenerlos, ¿para qué? —dijo Arimnesto, veterano de Maratón y general del pequeño contingente de Platea. Sus hombres servían como infantes de cubierta en varios trirremes atenienses—. ¡Ah, ya! Se trata de contenerlos mientras los trescientos soldados que habéis traído destrozan a los ciento veinte mil hombres de Jerjes en las Termópilas.
—¡Muestra un poco de respeto, plateo!
—Te recuerdo que no estás en Esparta, y que yo no soy uno de tus ilotas.
—¿Cómo te atreves, siendo de una ciudad minúscula, a desafiar la autoridad de Esparta?
—Minúscula y todo, Platea aporta a esta guerra casi tantos hombres como Esparta. Y te recuerdo que nosotros ya derrotamos a los persas en Maratón, así que tenemos tanto derecho a opinar como vosotros.
—¡Yo soy el almirante supremo! —exclamó Euribíades, levantando el bastón para golpear a Arimnesto.
—¡Calma, por favor! —terció Temístocles, interponiéndose entre ambos. Adimanto, por su parte, agarró al general plateo y le comentó algo. Arimnesto asintió y después dijo en voz alta:
—Te pido disculpas, Euribíades. Sólo siento admiración por tu ciudad. Estoy seguro de que Leónidas combatirá con valor en las Termópilas. Euribíades se cruzó de brazos y dijo:
—Disculpas aceptadas.
Temístocles sospechaba que los consejos de guerra del ejército persa no eran así. No se imaginaba a los generales enemigos insultándose y amenazándose delante de Jerjes.
Pero es que nosotros no tenemos un Jerjes,
se dijo. Precisamente por eso luchaban. Por no tener un Gran Rey. Por seguir siendo libres. Luchaban por que el general de una ciudad tan pequeña como Platea pudiera dirigirse con franqueza a todo un almirante de Esparta.
—Temístocles tiene razón —dijo Adimanto—. Hay que aprovechar esta ocasión.
El corintio tendía a coincidir con Euribíades, más por la rivalidad que existía entre su ciudad y Atenas que por motivos razonables. Pero, como Temístocles, llevaba la sal del mar en la sangre y comprendía que, ahora que la flota enemiga estaba dispersa y debilitada tras días de tormenta, era el mejor momento de atacar.
Puesto que ocho de los trece generales se mostraron de acuerdo, Euribíades se dejó convencer, aunque con reservas. Al día siguiente zarparon hacia el norte en dirección a Afetas. Pero lo hicieron con ciento ochenta barcos y dejaron noventa varados en la playa.
Tal como les había asegurado Escilias, en Afetas encontraron tan sólo una parte de la flota persa, barcos jonios y chipriotas repartidos por diversos fondeaderos y playas. El resultado de la batalla subió la moral de los griegos. Luchando en superioridad numérica, a menudo con dos trirremes embistiendo y abordando a un solo enemigo, echaron a pique algunas naves, capturaron otras e incluso una de ellas, de la isla de Lemnos, se pasó a su bando.
La batalla duró muy poco, porque la oscuridad se les echó encima enseguida. Euribíades había insistido en que zarparan tarde; no quería arriesgar la flota en una batalla de un día entero. Pensaba que así no podrían sufrir demasiadas pérdidas; aunque, obviamente, tampoco podrían obtener grandes ganancias.
Al día siguiente actuaron de la misma forma. Esta vez atacaron la isla de Escíatos, donde por la mañana habían atracado las naves de Cilicia. De nuevo apresaron varios barcos, e incluso incendiaron algunos que no tuvieron tiempo de desembarrancar, mientras sus tripulantes huían al interior de la isla. Al atardecer, los griegos regresaron a Artemisio muy ufanos y remolcando sus presas. Allí se encontraron con los cincuenta trirremes de refuerzo que acababan de llegar del sur de la isla.
Temístocles sabía que sólo estaban librando escaramuzas. Por eso, mientras los miembros de la flota celebraban su segunda victoria junto a los fuegos del campamento, pidió al Nervios que lo acompañara.
—Quiero que lleves esto —le dijo, colgándole una bolsa de piel a la espalda.
Al sentir la carga, Euforión se sacudió en unos cuantos tics. Había desarrollado uno nuevo, frotarse una pantorrilla con el empeine del pie contrario hasta seis veces.
—¿Qué coño lleva esa mierda de saco que pesa tanto? ¿Plomo?
—Luego lo verás —contestó Temístocles. Para ocultar la bolsa, puso encima el escudo de Euforión y se lo colgó del cuello a su amigo con la correa del tiracol.
—Eh, que no soy un puto mulo de carga.
—Te voy a pedir dos cosas, Euforión. Vamos a hablar con Euribíades. Delante de él tienes que mantener la boca cerrada.
—Tranquilo. No diré palabrotas. ¡Coño!
Él mismo se dio cuenta de lo que se le acababa de escapar y se tapó la boca con la mano.
—Será mejor que no hables, ni siquiera para dar las buenas noches. Lo segundo que quiero pedirte es que seas discreto. Nadie debe enterarse de lo que vamos a hacer, ¿de acuerdo?
Sin quitarse la mano de la boca, Euforión asintió con tres bruscas sacudidas de la cabeza. Temístocles le dio una palmada amistosa en la mejilla. Sabía que a su amigo le fastidiaba aquel gesto. Pero, tal vez porque se conocían desde niños, no podía evitar mortificarlo de vez en cuando.
Caminaron por la playa, sembrada de hogueras. Junto a ellas, los hombres cenaban, bebían, jugaban a las tabas o a los dados, cantaban o bailaban. Normalmente los remeros, que eran con mucho los miembros más numerosos de la flota, se sentaban aparte de los hoplitas. Existía bastante rivalidad entre ellos, más o menos acentuada según cada barco, y a menudo estallaban peleas. En aquel mismo momento, mientras se dirigían a la nave de Euribíades, Temístocles tuvo que terciar en una, porque Euforión y él prácticamente pasaron por encima de dos hombres que se revolcaban por la arena dándose puñetazos.
—¡Éuporo! ¡Filocles!
Ambos se separaron y se incorporaron, sorprendidos de que el primer general de su flota conociera los nombres de dos humildes talamitas. En este caso, la pelea se había suscitado entre remeros, lo cual tampoco resultaba extraño. Más de ciento setenta hombres tenían que convivir durante muchas horas encerrados en una angosta bodega. Cuando uno no se llevaba un codazo de un compañero o un pisotón de otro, acababa propinándose un cabezazo contra alguno de los puntales o vigas que atravesaban la sentina. Los talamitas, además, sufrían la humedad del fondo. Pese a los manguitos de cuero que tapaban las portillas, el agua acababa entrando por ellas, o se colaba directamente entre las tablas del pantoque. Por más que embrearan los cascos y tensaran los cables maestros para apretar la tablazón, siempre había filtraciones.
Temístocles no había perdido la costumbre de remar durante los viajes para mantenerse en forma y, de paso, demostrar a los ciudadanos de la cuarta clase que consideraba su puesto en la flota tan honroso como cualquier otro. Por eso sabía que, de las miserias que se sufrían allí abajo, la peor era el olor. Cuando los remeros ocupaban sus puestos por la mañana, pese a que la nave se había ventilado durante la noche, la bodega ya desprendía un hedor ácido, como el de una quesería. Luego los hombres rompían a sudar, la temperatura ascendía y aquello se convertía en un fétido caldario. Para colmo, en muchas naves, las ventanas del pescante superior, el único lugar por el que se ventilaba la bodega, se tapaban con gruesas cortinas de cuero para proteger a los tranitas de las flechas enemigas. Los remeros de la
Artemisia
le habían dicho a Temístocles que preferían correr el riesgo de ser alcanzados por un proyectil a cambio de respirar algo de aire puro y no cocerse dentro como quisquillas en un caldero.
Esas condiciones acababan agriando el humor de cualquiera. Los momentos más delicados eran el embarque y, sobre todo, el desembarque, cuando esos ciento setenta cuerpos agotados y sudorosos chocaban y se rozaban entre sí. A veces, los remeros la emprendían a puñetazos incluso antes de bajar de la nave, pero normalmente las peleas quedaban larvadas y no estallaban hasta horas o incluso días más tarde.
Euporo y Filocles se pusieron de pie y agacharon la cabeza, avergonzados por la mirada de su general. Lo más que Temístocles podía hacer era reprenderlos. En los viejos tiempos habría estado en su mano azotarlos. Ahora eran ciudadanos con todos los derechos y sólo podían ser castigados por un tribunal militar formado por otros ciudadanos. Temístocles se congratulaba por ello, pero a veces echaba de menos una disciplina más estricta y, sobre todo, más rápida y práctica.
—Me alegra comprobar que, después de dos días de combates, a los remeros atenienses les quedan fuerzas todavía para aporrearse entre ellos. Pero tal vez deberíais reservar algo de energía para remar mañana contra los persas.
—Hoy no hemos combatido, señor —respondió Filocles, el más joven de los dos—. Nos ha tocado quedarnos en la playa.
—¡Ah, ya entiendo! En ese caso me cercioraré de que mañana la
Aglaya
navegue en vanguardia.
—¿Mañana vamos a combatir otra vez, Temístocles? —preguntó otro remero que había estado observando la pelea de sus compañeros.
—Eso espero, Timoleón. Al fin y al cabo, esto es la guerra.
Tras poner paz entre aquellos dos, Temístocles y Euforión prosiguieron su camino. Atravesaron un pequeño pinar y entraron en el sector de la playa donde acampaban los peloponesios. No tardaron en llegar junto a la
Clitemnestra,
la nave capitana de Euribíades. El almirante estaba solo, sentado en el sillón de trierarca. Temístocles sospechaba que lo hacía por imitarlo a él, en la creencia de que acaso así adquiriría sus virtudes marineras. Sin más ambages, le dijo: