—¡Toma, hijo de puta! —gritó Artemisia.
Los dioses se desquitaron rápidamente de ella. Algo golpeó en su escudo con tanta fuerza que se le dobló el brazo, y el brocal le empujó el yelmo y se lo desplazó de lado, tapándole un ojo. Artemisia trató de colocarse el casco sin soltar la lanza, algo casi imposible en el caos de la batalla, cuando vio de reojo que un guerrero espartano le lanzaba un tajo por la izquierda. Hurtó el cuerpo como pudo, pero la espada le alcanzó en la oreja y en el cuello, y sintió la cálida salpicadura de su propia sangre. Con el golpe, el casco terminó de caerle sobre los ojos y todo quedó en tinieblas. Sentía empujones por todas partes, en el escudo, en las piernas, por la espalda, y temió que cualquiera de esos empujones se convirtiera en la punta de una lanza. Unos brazos le rodearon el cuerpo por detrás y la levantaron en vilo. Artemisia soltó la lanza y empezó a patalear como un potro indómito. Si esos espartanos creían que la iban a violar, estaban muy equivocados.
—¡Artemisia, soy yo! —dijo una voz en el oído que no dejaba de sangrar, y a pesar del zumbido la reconoció. Era su primo Palamedes.
Más brazos la sujetaron, y a ciegas sintió cómo los hombres se la pasaban de uno a otro como un fardo, a pesar de la carga de sus armas. Por fin logró colocarse el yelmo y gritó:
—¡Dejadme en el suelo, maldita sea!
Los soldados la obedecieron. Artemisia desenfundó la espada y trató de orientarse. El frente debía estar en el sitio del que venía todo el mundo, empujando para apartarse de allí. Sin saber muy bien cómo, los halicarnasios y los asirios se habían mezclado en aquel tropel. Por encima de sus cabezas se veían las picas de los espartanos, tremolando como espigas al viento, y entre los gritos de los que morían bajo su carga se oía el persistente martilleo del hierro sobre los escudos.
—¡Volved a combatir! ¡Volved a combatir! —gritó Artemisia. Pero un grupo de soldados la rodeó y la sacó de allí.
—¡Si no nos vamos ahora moriremos todos, Artemisia! —le gritó Palamedes—. ¡Ya habrá otro día!
Artemisia no tuvo más remedio que resignarse y se dejó llevar. Al menos, los espartanos no los persiguieron. Sin duda, Leónidas los había aleccionado bien para no alejarse demasiado de su posición, pues en cuanto salieran a un terreno más amplio se verían en desventaja. Pese a ello, los halicarnasios y los asirios no habían terminado de sufrir bajas, pues chocaron contra el batallón de frigios que se había animado a seguirlos ante la falsa huida de los lacedemonios, y en aquel encontronazo, muchos cayeron al suelo y fueron pisoteados por sus propios compañeros. Al final, los frigios debieron comprender que aquélla no era la victoria fácil que desde lejos habían creído y empezaron a retroceder también ellos. Los espartanos quedaron dueños del campo y después, durante un par de horas, Jerjes no ordenó más ataques.
—Has tenido suerte —le dijo Jenófanes—. Ese tajo podía haberte seccionado la arteria. Te habrías desangrado como un cerdo hasta morir. —Gracias por la comparación, matasanos.
Junto a la ladera de la montaña, donde las fuentes termales brotaban de un talud sembrado de cascajo y cantos rodados, se había improvisado una enfermería a la que Palamedes se empeñó en llevar a Artemisia. Poco después había aparecido Jenófanes, el médico de la familia real, enviado por Jerjes en persona para que la atendiera. A Artemisia, demasiado furiosa para sentirse agradecida por aquel honor, le sorprendió la rapidez con que el rey se había enterado de que la habían herido.
Estaba sentada en un banco de piedra, dentro de la casa de baños. En realidad, más que una casa se trataba de un pórtico techado, con un lado abierto que miraba hacia el norte, de tal modo que los visitantes pudieran contemplar el mar mientras disfrutaban del agradable calor del baño. Allí se había plantado un pelotón de soldados halicarnasios, pudorosamente vueltos de espaldas, que hacían de pantalla con sus cuerpos. Pues para curarle la herida el médico había desgarrado con su cuchilla la túnica de Artemisia, que estaba desnuda de cintura para arriba.
Los baños en sí eran unos asientos conocidos como Quitros y excavados en el travertino, la roca blanca y cuajada de cristales que las propias aguas habían ido depositando con el tiempo. Con gusto, Artemisia se habría desnudado del todo para meterse en el agua y limpiarse la sangre y la mezcla costrosa de polvo y sudor. Pero Jenófanes se lo había prohibido, alegando que era malo para las hemorragias.
—Creo que ya no podrás ponerte pendientes —le dijo—. Ese espartano se ha llevado de trofeo media oreja. Es una lástima, porque si era como la otra, tenías un lóbulo precioso.
La familiaridad con Jerjes, su madre Atosa, Amestris y otros personajes de la corte habían convertido a Jenófanes en un hombre bastante impertinente. Cuando Artemisia quiso tocarse la oreja para comprobar qué le quedaba de ella, el médico le dio un manotazo.
—Te acabo de limpiar con una mezcla de mirra y vino de quince años que cuesta un dineral. ¿Quieres volverte a ensuciar con esos dedazos? —Dedazos los tendrás tú, matasanos. Yo soy una dama.
—¡Ja! Las damas a las que atiendo tienen jaquecas, amenorrea, pelos infectados en las ingles o, como mucho, bultos en el pecho. Ninguna me ha venido nunca con heridas de guerra.
Después le limpió la herida del hombro con una hilaza. La espada, tras llevarse el lóbulo de su oreja, le había golpeado en la clavícula. Pero parte del filo había topado con la coraza, y eso era lo que había salvado a Artemisia, que ahora gruñó entre dientes al sentir la presión de los dedos de Jenófanes.
—No te quejes tanto. Ni siquiera te ha roto el hueso.
—Pues me duele como si me lo hubieran roto —contestó Artemisia. También le dolía el antebrazo. Al ver el moratón que empezaba a salirle, se preguntó si el golpe que había recibido en el escudo y le había descolocado el yelmo se lo había dado un espartano con la lanza o una mula con sus cascos.
—Si tuvieras una fractura, notarías la diferencia. La clavícula rota es muy típica en los soldados de infantería. Eso y la contusión craneal. De ingles y tripas atravesadas a lanzazos no hablo, porque ésos no suelen salir vivos. Ahora bien, si ves a un veterano que apenas puede mover las muñecas o tiene lesiones permanentes en los tobillos, puedes apostar a que ése es de caballería.
—¿Cómo sabes eso, si no has atendido a un soldado en tu vida? —Lo sé porque soy un hombre de insaciable curiosidad.
Tras limpiarle la herida, Jenófanes la tapó con lino empapado en el mismo bálsamo de vino y mirra. Sobre el lino colocó una fina rodaja de esponja cortada con su cuchilla, un puñado de hojas y, por fin, para mantenerlo todo en su sitio, un aparatoso vendaje que enrolló bajo ambas axilas.
—No aproveches para sobarme las tetas, matasanos —le dijo Artemisia. Estaba de un humor de perros por culpa de la jugarreta de Jerjes, del dolor y, sobre todo, de la humillante derrota que les habían infligido los espartanos, y casi sin querer le salía el lenguaje cuartelero que había aprendido desde niña oyendo a Fidón y sus hombres.
A ver cómo le cuento a Fidón que no he sido capaz de recuperar el cadáver de su hijo.
—Soy médico —repuso Jenófanes—. Para mí el cuerpo femenino no tiene ningún interés erótico, sólo anatómico.
A pesar de todo, cuando Artemisia se levantó y se quitó los restos sucios y desgarrados de la túnica para ponerse otra limpia, el médico no apartó la mirada de ella.
—Tienes un cuerpo bonito —le dijo con gesto apreciativo—. Un poco andrógino para mi gusto, pero para tus treinta años no está mal.
—Tengo treinta y cuatro —repuso Artemisia mientras terminaba de ajustarse la túnica. Al oír la conversación, uno de los soldados amagó con girar la cabeza para ver a su reina desnuda, pero Palamedes le propinó un pescozón.
Mientras salían de la casa de baños, el médico le dijo que Jerjes quería verla. Artemisia contestó que el rey bien podía esperar, pues antes quería ver a los heridos de su batallón. Sus compañeros los habían reunido junto a un templete en cuyo friso se reflejaban los últimos padecimientos de Heracles y su apoteosis final.
Había allí cerca de veinte hombres, con lesiones de diversa gravedad. Dos de ellos, que estaban vivos cuando Artemisia entró a los baños, acababan de morir. A uno le habían perforado las tripas de un lanzazo. El otro se había desangrado por una estocada de espada en el muslo. Ni con el cauterio al rojo habían conseguido detener la hemorragia. El hombre, un veterano de cincuenta años, estaba tan blanco como una estatua de mármol sin pintar.
Los cirujanos atendían a sus hombres a la sombra de los árboles que crecían junto al templete, pues el sol caía sobre el desfiladero como plomo fundido. A un hoplita, al que prácticamente habían emborrachado para que no gritara, le estaban extrayendo fragmentos de diente y hueso de la mandíbula. Por el aspecto de la herida, el golpe se lo habían dado con el borde de un escudo. Otro estaba tendido en el suelo, con el hombro dislocado. El médico, un fornido egipcio, le puso bajo la axila una pelota de cuero, se sentó a su lado, plantó el pie en la pelota y le dio un tirón salvaje de la muñeca. El hombre, que estaba mordiendo un trapo, apenas pudo sofocar un grito, pero el brazo se colocó en su sitio con un sonoro chasquido. A un tercero, hermano de Palamedes, le estaban cosiendo una estocada en el bíceps derecho. Jenófanes chasqueó la lengua al verlo.
—¿Es que lo está haciendo mal? —preguntó Artemisia.
—A veces no hay más remedio que suturar, pero yo no lo hago si puedo evitarlo. Hay una probabilidad entre cuatro de que a ese hombre se le infecte el brazo y en unos pocos días esté muerto.
El soldado le miró con gesto de alarma, pues Jenófanes no lo había dicho precisamente en voz baja. Artemisia agarró del brazo al médico y lo alejó de allí.
—Está bien, iremos ahora mismo con el Gran Rey. No quiero que desmoralices más aún a mis hombres.
Lo que había visto y lo que había oído le dolía tanto o más que sus propias heridas. El cuadro que le había pintado su primo Palamedes, nuevo capitán de sus hoplitas, era deprimente. Cuando el batallón de Halicarnaso se reagrupó por fin, faltaban cuarenta y ocho soldados. La explanada de las Termópilas no era tan grande como para extraviarse por mucho tiempo, así que Artemisia sospechaba que todos o casi todos habían muerto. Sumados a los dos cadáveres que acababa de ver, eran cincuenta bajas. Había perdido a uno de cada seis hombres. Un desastre sin paliativos. Si alguna vez había subestimado a los espartanos pensando que su fama superaba a sus cualidades bélicas, no volvería a cometer ese error.
Mientras subían por el sendero que llevaba al mirador de Jerjes, Jenófanes se empeñó en explicarle que a esas casi cincuenta bajas tendría que sumarle unas cuantas más.
—Mientras no se entra en combate, el peor enemigo del soldado es la disentería. Pero en cuanto hay batalla, la acompañan los otros dos miembros de la tríada mortífera: la gangrena y el tétanos. En los próximos días puedes perder todavía entre cinco y diez hombres más.
—He visto cuervos menos agoreros que tú, Jenófanes.
—Incluso tú podrías morir —respondió el médico, inmune al tono cáustico de Artemisia—. Aunque, por el aspecto del corte y el color de la sangre que ha brotado de él, creo que ni siquiera tendrás fiebre.
Los zapadores del ejército habían alisado una terraza en la ladera a fuerza de pico y pala. Allí se levantaba un estrado de madera, y sobre él, el sitial de Jerjes. El Gran Rey estaba flanqueado por el consabido sirviente de la toalla y otros dos criados con abanicos. Bajo el toldo púrpura lo acompañaban varios generales y oficiales, y un personaje flaco y calvo que observaba el campo de batalla a través de un largo tubo y le transmitía todo lo que veía. Artemisia había oído decir que aquel artefacto mágico, regalo personal de Mardonio a Jerjes, permitía ver de cerca lo que estaba lejos.
Fue Mardonio quien le salió al paso antes de que llegara al estrado. Le ofreció una jarra de plata llena de cerveza babilonia más o menos fresca y la apartó de allí.
—Cálmate —le dijo—. Vienes del campo de batalla y estás herida. Podrías decir cosas de las que luego te arrepentirías.
Era curioso, pensó Artemisia, pero con el tiempo había trabado cierta amistad con Mardonio, dentro de lo que el protocolo y las diferencias culturales les permitían a ambos. El general se dirigía a ella siempre con respeto, sin despreciarla por ser mujer, como hacían algunos, ni fingir que no lo era, el recurso de otros.
—Tienes tus razones para estar furiosa —le dijo ahora, sentándose a su lado en una piedra a la sombra de un tejo—. Pero estar demasiado cerca del sol tiene sus peligros. Uno puede quemarse.
—No te entiendo.
—Creo que sí me entiendes, Artemisia. A Jerjes le gusta cada vez menos que le lleven la contraria, aunque a veces sus amigos no tenemos más remedio que hacerlo. Ahora considera que ya estáis en paz por lo que le dijiste anoche.
Ha mandado a mis hombres al matadero sólo por contrariarme, ¿y estamos en paz?
, pensó Artemisia. Pero otra cosa la inquietó más.
—¿Es que todo el mundo sabe lo que pasa en su alcoba?
—Todo el mundo no, pero yo sí. Desde que Jerjes y yo éramos jóvenes, uno de mis deberes ha sido saberlo todo para protegerlo mejor.
A Artemisia a veces se le olvidaba que el rey y Mardonio tenían la misma edad, porque la calva del general lo hacía parecer mayor.
—Saberlo todo, pero no verlo —añadió Mardonio.
Al menos, es un consuelo
, pensó Artemisia. Ya le bastaba con mostrar su cuerpo desnudo a Jerjes, sus eunucos y su médico como para además enseñárselo a su general en jefe.
Desde la ladera se apreciaba mejor la forma de la explanada, un embudo cuyo estrechamiento apuntaba hacia la muralla defendida por los espartanos. Por ese embudo habían entrado ellos, para terminar picados como carne para salchichas.
Las hostilidades se habían reanudado, aunque ahora la táctica del rey había variado. Ya no intentaba perforar las líneas griegas con ataques frontales de infantería, sino que enviaba oleadas de jinetes persas y sacas. Éstos se acercaban a las posiciones de los defensores y, cuando estaban a unos veinte metros de ellos, les disparaban varias andanadas de flechas y volvían grupas.
—No parece que estén causando graves daños —dijo Artemisia.
—Es cierto. Pero mantendrán ocupados a los griegos hasta que oscurezca. Luego, esta noche, probaremos con otra maniobra.