—¿Qué haces? —preguntó Hidarnes, sorprendido.
—No pienso apuñalar a los espartanos por la espalda. ¡Quiero que me vean venir! Si no quieres llegar tarde a la matanza, puedes seguirme.
Los griegos entonaron el peán y, pese al cansancio acumulado durante toda la noche, todavía hallaron fuerzas para marchar al paso ligero cargados con sus armas. Los Inmortales los siguieron cantando su propio himno y, como iban más libres de impedimenta, la vanguardia de su primer batallón no tardó en adelantarlos. Artemisia volvió la mirada un instante. Aquel ejército de infiltración formaba una larguísima columna cuyo final llegaba prácticamente hasta la Tercera Puerta del desfiladero.
Al verse atacados por la retaguardia, los enemigos que combatían en la explanada recularon poco a poco hacia la muralla. Habían dejado de formar filas y muchos no tenían ya escudo ni lanza. Mientras retrocedían, decenas de ellos se quedaban rezagados y caían heridos o muertos en el polvo.
No llegaremos a tiempo
, se maldijo Artemisia.
Los defensores rebasaron el muro, unos encaramándose a él, otros atravesando las puertas, que habían dejado abiertas, o cruzando por el pasillo que quedaba entre la pared y el mar. No podían quedar ya más de doscientos hoplitas. Los demás habían sido engullidos por la marea de persas que se abatía sobre la muralla. Pero en la mayoría de los escudos se veían las lambdas rojas de los espartanos.
Bravo por vosotros
, los animó Artemisia a su pesar.
Una vez cruzado el muro, en lugar de dirigirse de frente contra Hidarnes y Artemisia, los hombres de Leónidas se volvieron tierra adentro, hacia una elevación sembrada de arbustos y con forma de túmulo.
Eso va a ser. Vuestro túmulo
, pensó Artemisia. Las tropas persas rebasaron a su vez la muralla y rodearon la colina. Algunos, los más intrépidos, empezaron a trepar por la ladera, pero sus oficiales les ordenaron que retrocedieran y aguardaran.
Jadeando, Artemisia llegó al pie del cerro, y se disponía a subirlo cuando Hidarnes la agarró del brazo.
—Si sigues, morirás con ellos. Ya no es momento de combatir a vuestra manera, sino de exterminarlos a la forma persa.
Al otro lado del cerro, Artemisia reconoció el caftán multicolor y la tiara de Mardonio, tan roja como su barba. El general, dotado de una voz tan potente como un heraldo, gritó en griego:
—¡Entregad las armas y el Gran Rey os mostrará su clemencia! Un espartano le respondió:
—¡Ya os lo dijo Leónidas el otro día! ¡Venid a cogerlas!
Aunque los escudos lacedemonios apenas se distinguían entre sí, Artemisia estaba casi segura de que aquel oficial era el que se había enfrentado a ella el día anterior. Los demás hombres se habían apiñado a su alrededor y levantaban los broqueles. Casi ninguno conservaba la lanza, de modo que más que el célebre erizo de Arquíloco parecían una lastimosa tortuga.
A la orden de Mardonio, sus batallones y los Inmortales levantaron los arcos al cielo y empezaron a disparar a discreción. Las flechas partían en densas bandadas desde ambos lados, y al caer sobre los griegos se juntaban tanto que formaban una nube oscura, como un enjambre de insectos mortíferos. Entre los persas ya no se oían voces, sólo el crujir de la madera y el cuerno al tensarse y el restallido de las cuerdas de tripa al liberar esa tensión. Mientras, de la colina llegaban los gritos de los que caían y las maldiciones de los que llamaban cobardes a los persas por no atreverse a luchar cuerpo a cuerpo.
Cada vez quedaban menos defensores vivos, y los pocos que había formaban una piña replegados bajo sus broqueles. Pero ya ni éstos les valían para defenderse. Sobre ellos estaba cayendo un diluvio desproporcionado para tan pocos hombres, decenas de miles de flechas en cada andanada, y las saetas que no penetraban en los resquicios caían sobre grietas o abolladuras de los escudos y acababan haciéndolos pedazos.
Cuando ya sólo quedaban vivos diez o doce espartanos, el oficial se levantó, arrojó el escudo al suelo, señaló hacia Artemisia y gritó con voz tan potente que sus palabras le llegaron nítidas:
—¡Has traicionado a tu raza, ramera! ¡Pero ya han puesto precio a tu...!
Su frase quedó cortada por una flecha que se clavó en su garganta. Antes de que su cuerpo tocara el suelo, quince o veinte saetas más le atravesaron los brazos y las piernas.
—Me he fijado en él —dijo Palamedes—. Ahora mismo voy a subir a cortarle las pelotas y metérselas en la boca.
Artemisia tenía los ojos llenos de lágrimas que no podía contener. Mientras veía cómo los últimos espartanos caían sobre la cima de la colina, había dejado de odiarlos y volvía a admirarlos. Aún más que cuando era niña. Pues se daba cuenta de que todas las historias que le habían contado sobre el valor de los espartanos se quedaban cortas.
—No hagas eso —le dijo a su primo—. Respetaremos sus cuerpos. Esos malditos cabrones saben ser únicos hasta para morir.
Quien no parecía opinar lo mismo era Jerjes. Para sorpresa y disgusto de Artemisia, después de que el último espartano hubo muerto, se aseguró de que buscaran el cadáver de Leónidas. Al parecer, el rey había perecido en la explanada, al otro lado del muro. Pero sus hombres habían luchado con uñas y dientes en sentido literal —los muslos y los brazos de muchos persas daban fe de ello—, habían arrancado su cadáver de manos de los enemigos y cargado con él hasta la colina.
Cuando encontraron el cuerpo de Leónidas, debajo de sus hombres, Jerjes ordenó que lo decapitaran y clavaran su cabeza en una pica. Artemisia nunca consiguió averiguar la razón de tal ensañamiento, pero de algo sí estaba segura. Cada día veía un poco más pequeño al Gran Rey.
L
os ojos de Cimón también estaban llenos de lágrimas cuando la
Iris
se dirigió hacia el oeste para dar las malas noticias. Durante largo rato siguió con la mirada clavada en el desfiladero, agarrado al codaste de la nave mensajera. Desde allí, los bárbaros parecían diminutos e innumerables como hormigas y su enorme masa casi había engullido a los espartanos. Más al oeste se veía llegar el contingente persa que, tal como les advirtieron los vigías focios, había rodeado el monte por la senda Anopea. Cimón habría querido quedarse junto a la costa hasta ver el final de los espartanos y los escasos aliados que seguían con ellos; pero Abrónico, el patrón de la
Iris,
insistió en que tenían que alejarse de allí cuanto antes.
De haber estado en su mano, se habría quedado con los espartanos hasta el último momento para morir con ellos. Siempre los había admirado, pero de una forma más bien intelectual, casi abstracta. Ahora, tras compartir con los lacedemonios aquellos días en las Termópilas, su adoración se había convertido en un sentimiento intenso y visceral.
—Te quedarás aquí con Abrónico —le había dicho Temístocles unos días antes, cuando la flota abandonó las Termópilas para dirigirse a Artemisio—. Serás el enlace entre nuestra posición y la de Leónidas. Es lo que te había prometido. —Y añadió con hiriente sarcasmo—: Porque, aunque no lo creas, yo sí respeto mi palabra y mis compromisos.
Desde la asamblea, Temístocles se dirigía a él con fría corrección, puntuada por ocasionales brotes de ironía. Sólo le había levantado la voz el desafortunado día del Pireo. Cimón se arrepentía de lo que le había dicho a Apolonia, pues en su concepto de la lucha política no cabía separar a un hombre de su esposa o tan siquiera de su concubina. Esas mezquindades se las dejaba a otros como su futuro cuñado Calias o Jantipo; quien, por cierto, al igual que Arístides, aún no había aparecido en Atenas cuando la flota zarpó para Artemisio.
Pese a sus remordimientos, Cimón no había intentado pedir perdón. El asunto no se había vuelto a mencionar entre ambos. Temístocles parecía más serio que de costumbre, casi triste; pero Cimón no creía que la verdadera razón fuera su pelea con Apolonia, sino el golpe a sus ambiciones recibido en la asamblea.
Para ser ecuánimes con él, el curso que llevaban las operaciones justificaba su pesimismo. Cuando llegaron a las Termópilas y vieron que el ejército prometido por las ciudades del Peloponeso se reducía a poco más de cuatro mil soldados, el desánimo y el desconcierto cundieron entre los aliados de la flota y, sobre todo, entre los atenienses, que se veían cargando ellos solos con casi todo el peso de la guerra. Leónidas se llevó a Temístocles aparte y ambos subieron a una colina en forma de túmulo a la que los locales llamaban Colono. Desde abajo, Cimón los vio gesticular con vehemencia. Aunque se suponía que eran amigos, en algunos momentos alzaron tanto la voz que se les oía desde abajo.
A los demás atenienses se les explicó que si no había más espartanos en las Termópilas era, de nuevo, por las fiestas Carneas. Pero no sólo incumplían su compromiso los lacedemonios, sino también el resto de sus aliados del Peloponeso. Cuando se adujo que el motivo de que apenas aportaran hombres era que estaban celebrando las Olimpiadas, a los atenienses les pareció una broma grosera. Ellos, como griegos, también participaban en los juegos en honor de Zeus. Pero aquel año se habían limitado a enviar a un par de atletas, una exigua representación oficial y, por supuesto, ningún espectador. Como Temístocles había dicho:
«Si le ofrecemos una buena hecatombe de persas, Zeus sabrá disculparnos por deslucir su festival».
Cuando Leónidas y Temístocles bajaron de la loma, parecían haberse puesto de acuerdo. Después, antes de zarpar para Artemisio, Temístocles le contó la verdad a Cimón. Esparta no tenía la menor intención de arriesgarse enviando tropas al centro de Grecia. Su intención era levantar un muro en el Istmo y sembrar de obstáculos los angostos caminos entre el Ática y el Peloponeso.
—Nos aíslan como si fuéramos unos apestados. Ésos son tus admirados espartanos, Cimón. Ésos, que arriesgan a trescientos hombres en las Termópilas y diez naves en Artemisio, son los que dirigen nuestra Alianza. A ésos les habéis otorgado el mando tú y tus amigos.
Cimón se quedó avergonzado. Pero su bochorno duró poco. En cuanto habló con Leónidas y sus hombres, se dio cuenta de que se hallaban tan comprometidos por la causa como los demás.
—No te preocupes, cachorro de león —le dijo Leónidas. Temístocles le había contagiado la irritante manía de llamarlo por aquel apodo—. Tenemos hombres suficientes para mantener esta posición. Te doy mi palabra de que no cederemos ni un palmo de terreno.
Cuando empezaron los combates comprobó que las palabras del rey no eran mera baladronada. Por la mañana, tebanos y arcadios combatieron con gran valor en el desfiladero. Pero por la tarde presenció un espectáculo maravilloso y sobrecogedor. Los Inmortales se estrellaban como las olas del mar contra los espartanos, en una tormenta que no amainó durante horas. Los trescientos de Leónidas formaban en las primeras filas apoyados por sus aliados periecos, que empujaban sus espaldas con los escudos para ayudarles a mantener la posición. Los Inmortales, por su parte, no necesitaban apenas los gritos de los oficiales y seguían peleando espoleados por un ímpetu suicida, aunque caían por decenas en aquel frente tan reducido. Los lacedemonios los aniquilaban con la precisión y la fría economía de movimientos de quienes desde los siete años consagraban sus vidas al arte y la profesión de la muerte.
Los lacedemonios acabaron tan agotados de matar que los tespios tuvieron que entrar por entre sus filas para relevarlos, momento que aprovechó Cimón para tomar parte en la batalla. Disfrutó así del honor de luchar codo a codo con Leónidas: el rey, a sus sesenta años, se negaba a retroceder a las últimas filas. Fue la de Cimón una participación breve, pues los oficiales de los persas ordenaron por fin la retirada. Pero en ese rato acabó con las vidas de dos enemigos e hirió a otro.
Por la noche, mientras un sirviente le ungía los miembros con aceite de romero caliente, Leónidas dijo:
—Veo que eres de mi misma estirpe, Cimón, hijo de Milcíades. No volveré a llamarte cachorro. Ya te has ganado el nombre de «león». En verdad te digo que habrías sido un buen lacedemonio.
Ningún otro elogio habría podido enorgullecer tanto a Cimón. Esa noche se prometió que su primer hijo se llamaría precisamente Lacedemonio.
Al día siguiente, pese al cansancio y las heridas, los espartanos formaron los primeros. Cimón observó el combate encaramado a la muralla y presenció cómo esta vez aplastaban no a un batallón de persas, sino a una falange de hoplitas equipados con el mismo armamento que ellos. Entre esos griegos combatía una mujer de la que Cimón había oído hablar, Artemisia de Halicarnaso. Estando en Atenas no había concedido demasiado crédito a lo que se afirmaba de ella, pero en las Termópilas la vio combatir como un diablo. Durante toda la batalla no tuvo ojos más que para Artemisia. Cuando un espartano la hirió, Cimón la dio por muerta y se entristeció pensando que su hermana Elpinice habría querido ser tan libre como esa reina guerrera. Pero Artemisia se repuso y, pese a que los espartanos estaban consumando una carnicería en sus primeras filas, se empeñó en volver al combate hasta que sus hombres la sacaron de allí en volandas.
Bravo por ti, mujer,
se dijo Cimón.
Sus compatriotas no eran tan indulgentes como él con Artemisia. El general Andrónico había presentado una propuesta por la que se ofrecían diez mil dracmas a quien la capturara viva.
«Esa ramera vendida a los persas debe ser humillada
y
ejecutada en público. ¿Qué ejemplo dará a nuestras mujeres?»,
dijo ante la asamblea. Había alegado la legendaria guerra entre las Amazonas y los atenienses, añadiendo que era intolerable que una hembra se atreviese a mandar a hombres a luchar contra otros hombres que, además, eran griegos como ella. Temístocles respondió que si se dedicaban a ofrecer recompensas por cada oficial o jefe del ejército persa, serían ellos quienes tendrían que cruzar a Asia para conquistar los tesoros del Gran Rey. Pero el pueblo ateniense, tradicionalmente misógino, había aprobado la propuesta de Andrónico.
Durante la tarde del segundo día, los ataques habían sido menos intensos. Se limitaron a incursiones de la caballería saca y persa que, mientras no se abandonaran las posiciones ni el amparo de la muralla, resultaban más fastidiosas que dañinas. Aquel terreno era aún más impracticable para los jinetes, que ni siquiera se acercaban lo bastante a los defensores para alcanzarlos con sus flechas.