—Pero... No entiendo. La situación no es tan mala. Atenas está destruida. Casi toda Grecia se halla en nuestro poder. El Gran Rey puede regresar a Asia cuando quiera y celebrar su triunfo. Basta con que tú te quedes aquí con dos o tres divisiones y poco a poco vayas conquistando los reductos rebeldes. Para eso no harán falta tantas provisiones ni dinero.
—Si el Gran Rey fuera Darío, tal vez te daría la razón. Pero no es Darío. Es Jerjes. Y ya sabes lo que eso significa.
—Su gran victoria.
—Así es. Vencer poco a poco y por desgaste no es digno de su grandeza. Quiere una batalla grandiosa. Para eso necesita a todos sus enemigos juntos, no por separado. Y además quiere verla en persona. Acaba de ordenar que trasladen su trono al monte que domina el estrecho de Salamina para presenciar el triunfo de su flota.
—Entiendo.
—Por eso te pregunto: ¿Por qué has hablado así? ¿Qué es lo que te atormenta?
Artemisia agachó la cabeza.
—Me avergüenza reconocerlo, pero he tenido un presentimiento. Un mal presentimiento.
Mardonio enarcó una ceja.
—¿Has recibido un sueño? —Al igual que Jerjes, se tomaba muy en serio los sueños.
—No. Ha sido... una especie de presagio. —Levantó la mirada—. Combatiré por el Gran Rey y moriré si es preciso. —Tocándose la oreja mutilada, añadió—: Las heridas que he recibido por él las luzco con orgullo. Pero no me quedaré tranquila si no te digo una cosa, Mardonio.
—Dímela y calma tu espíritu.
—No me fío de Temístocles.
Mardonio soltó una carcajada.
—No me extraña. La ventaja que tenemos es que los griegos tampoco se fían de él.
A
cababa de empezar la cuarta guardia, la última de la noche. El momento en que los espíritus decaen más, la hora en que más almas abandonan este mundo. Temístocles oteaba el horizonte desde la punta de Cinosura. Había venido a caballo para buscar signos de maniobras enemigas, pero la turbidez del aire y las nubes disminuían tanto la visibilidad que el mar delante de él era un manto negro e informe del que tan sólo destacaban los perfiles aún más negros de Psitalea y, más allá, la costa del Ática.
Los oficiales ya estarían despertando a los hombres, igual que había ocurrido en Maratón. Temístocles sabía que tenían que medir y calcular bien el tiempo de cada movimiento. Si actuaban demasiado pronto, alertarían a los persas y los ahuyentarían de la trampa. Si se retrasaban, perderían la ventaja de la sorpresa y la posición tal como las había diseñado en su estrategia. Pero lo más importante ahora era saber si la flota enemiga estaba actuando como él creía. Parte de ella, sin duda, había zarpado para bloquear el canal de Mégara. Pero con eso no bastaba. Los demás barcos tenían que entrar en el estrecho.
Se volvió hacia el interior de la isla. A su derecha se veían algunas luces en el pueblo de Salamina, y también en la bahía donde las tripulaciones ya empezarían a preparar los trirremes de Esparta, Egina, Mégara y los demás aliados. Pero la luz que buscaba en la casa de Clístenes no la encontró. Aun así, sospechaba que Apolonia y Mnesífilo debían estar despiertos, hablando de los sucesos de aquella extraña noche. Le había pedido a su amigo que no le contara nada a Apolonia. Pero después del mal trago que le había hecho pasar, primero amenazándolo y luego haciendo que lo acompañara a ver a Andrónico, lo más probable era que Mnesífilo estuviera resentido y se desahogara con ella.
Todavía no sabía qué pensar. Ciertamente, Apolonia había decidido venir con Arístides. Pero cuando Temístocles se acercó a hablar con ella, había cruzado los brazos para marcar las distancias.
—Has vuelto.
—Estoy harta de huir.
—¿Y las niñas?
—Se han quedado en Egina, con Nicómaca.
Temístocles aprobó su decisión. Su hermana, que había enviudado recientemente y no tenía hijos, quería mucho a sus sobrinas y cuidaría bien de ellas, igual que estaba cuidando de su madre.
—¿Y bien? —dijo Temístocles.
—Y bien, ¿qué? —contestó ella.
—Has venido. Eso tiene que significar algo.
Apolonia no se descruzó de brazos.
—Te sigo odiando. Me has clavado una puñalada que jamás te perdonaré.
—Pero el caso es que has vuelto.
—Es evidente que estoy aquí, sí.
Mnesífilo, que se había despertado con la llegada de Arístides, se había acercado en ese momento para saludar a Apolonia, y Temístocles aprovechó para mandarlos a ambos a la casa de Clístenes. No se sentía en condiciones de discutir por los tortuosos senderos de una mujer. En otro momento tal vez, pero ahora toda su mente estaba concentrada en lo que iba a ocurrir.
Dirigió de nuevo la mirada a Psitalea. Aquel islote rocoso tenía cierta altura, la suficiente para ocultar las siluetas de varias escuadras tras su masa negra. Si estaba en lo cierto, probablemente ya había barcos persas emboscados detrás. Al fin y al cabo, él tenía pensado hacer lo mismo con Farmacusa. Aunque no fuese tan alta, confiaba en que ocultase sus maniobras a ojos de los enemigos hasta el último momento.
Unos cascos sonaron detrás de él. Se volvió esperando ver a algún mensajero de los que llevaban toda la noche recorriendo la isla buscando indicios de presencia enemiga. Pero era Arístides, a lomos de un caballo blanco que parecía un fantasma entre las sombras. El eupátrida desmontó y se acercó a Temístocles.
—¿Has visto algo?
Cuando Arístides llegó con las imágenes de los Eácidas y la información sobre aquellas escuadras persas, Temístocles le confió su plan. Para su sorpresa, no lo había criticado.
—No. De momento, nada. No es la mejor noche para observar.
—Pero sí una buena noche para maniobrar al amparo de la oscuridad —dijo Arístides—. Eso puede ayudar a que los persas se decidan.
Temístocles no había considerado ese argumento, algo raro en él, y agradeció que Arístides se lo señalara.
—He de reconocer tu mérito, Temístocles —dijo el eupátrida—. Aunque me opuse a ti con todas mis fuerzas, admito que has creado una hermosa flota. La vista de esos barcos en formación es un goce para la vista si eres aliado, y un terror si eres enemigo.
—Gracias, Arístides.
Se quedaron un rato sin decir nada, ambos con las manos cruzadas detrás de la espalda, tratando de escrutar las sombras y escuchando el rumor de las olas que golpeaban las piedras del promontorio. Temístocles estuvo a punto de decir algo por dos veces y, finalmente, a la tercera se decidió.
—¿Sabes una cosa? Yo también quiero reconocer algo. Aunque lo he utilizado para atacarte en público, en verdad te mereces el sobrenombre de Justo. No sé. Tal vez si volviera a nacer me gustaría parecerme a ti.
Arístides soltó una carcajada.
—¡Qué gracioso! A veces yo pienso lo mismo de ti. —Después añadió algo que sorprendió a Temístocles—: ¿Por qué nunca volviste a la escuela de Fénix, Temístocles? Si nos hubiéramos conocido mejor entonces, tal vez habríamos podido ser amigos.
—Estás de guasa. ¿Cómo iba a volver después de sufrir aquella humillación delante de todos los demás?
—¿Humillación? ¡Pero si te convertiste en nuestro héroe!
—No me puedo creer lo que me dices.
—Pues créetelo. Y sobre todo en el mío. No te haces idea de lo harto que estaba de ese viejo lascivo. Le diste su merecido. Todavía me río cuando me acuerdo del rabo de aquel bicho asomando por su boca. Cuando se lo cuento a mis hijos, se ríen tanto que constantemente me dicen:
«Padre, cuéntanos otra vez la historia de la lagartija de Temístocles».
Era una salamanquesa,
corrigió mentalmente Temístocles.
—Sí, pero también os reíais mientras Fénix me azotaba.
Arístides se encogió de hombros.
—¿Y qué íbamos a hacer? En aquella época siempre nos reíamos cuando castigaban a otro. Los niños son muy crueles y se alegran siempre de esas cosas. Dime una cosa. ¿Tú no te habrías reído si Fénix me hubiera azotado a mí, o a Jantipo, o incluso a tu amigo Euforión?
Temístocles lo pensó unos instantes.
—Supongo que sí.
Qué curioso, pensó. De modo que lo que había impulsado toda su vida era en realidad un falso recuerdo. Aquella terrible humillación ante todos no había sido tal.
«¡Pero si te convertiste en nuestro héroe!».
¡Qué poderosa fuerza era la mentira, aunque fuese inconsciente!
Entonces, al notar algo en el aire, volvió al presente y sonrió.
—Jerjes ha picado el anzuelo —dijo.
—¿Cómo lo sabes?
Temístocles señaló hacia el este, en dirección al Pireo.
—De noche, el aire sopla desde el continente, al contrario que durante el día. Por eso el viento nos está trayendo ahora ese olor. ¿No lo notas? Arístides olisqueó un par de veces y luego arrugó la nariz.
—Lo que sea no huele nada bien. ¿Qué es?
—El sudor de miles de remeros hacinados en las sentinas. El olor de nuestro enemigo. La flota de Jerjes está entrando en el estrecho.
M
ientras regresaban de Cinosura, vieron unas luces más al norte. Eso significaba que los corintios ya se habían puesto en movimiento. En el camino se encontraron con un jinete que venía a buscar a Temístocles y se lo confirmó.
—Me envía Adimanto —les dijo—. Dice que ya han tendido la ropa y encendido el fogón, pero que se lo van a tomar con mucha calma, como tú les has indicado.
Como Arístides no comprendiera qué significaba aquel mensaje, Temístocles se lo explicó. Los corintios habían encendido luces a proa de sus trirremes e izado las velas, aunque tan sólo a medio trapo y con las vergas bajas. No se trataba de aprovechar el viento, que además no favorecía su propósito, sino de que el color blanco del velamen los delatara desde lejos y pareciera que huían.
—De modo que Adimanto es el cebo de tu trampa.
—Así es.
Dejaron atrás la primera bahía, donde las tripulaciones aliadas ya estaban atareadas con sus preparativos. Cuando llegaron a Cicrea ya empezaban a distinguirse los perfiles. Aunque aún faltaba un rato para que asomara el sol, el cielo se había ido despejando de nubes, y al oeste se veía una luna redonda y amarillenta a punto de ponerse. Los barcos estaban casi a punto, con los remos listos en los toletes y los estrobos atados y bien engrasados. Tan sólo las popas seguían varadas en la arena; bastaría con empujar con las pértigas y clavar en el agua los remos de proa para alejarse de la orilla.
Los remeros y los miembros de la marinería terminaban de desayunar, mientras los hoplitas se congregaban a cierta distancia de la playa para escuchar la lectura de los catálogos y saber quiénes combatirían a bordo de los trirremes y quiénes se quedarían en la orilla armados y esperando acontecimientos. De acuerdo con los demás generales y con una representación de los trierarcas, Temístocles ya había decidido varios días antes que si se producía una batalla, llevarían tan sólo a bordo a diez hoplitas, elegidos de entre los más jóvenes, y cinco arqueros. Aquélla era la táctica para la que habían diseñado aquellos trirremes tan ligeros y sin cubierta completa; abandonarla en Artemisio no les había servido de mucho.
—¿Qué ocurrirá si nos abordan? —había preguntado un trierarca. Cimón había contestado por Temístocles.
—Procurad que no os aborden. ¿Es que no valen más diez hoplitas atenienses que veinte soldados bárbaros? ¿No os acordáis de Maratón?
Temístocles le agradeció su apoyo otorgándole el mando de la
Dínamis,
cuyo trierarca había muerto en Artemisio. Cimón ya había gobernado aquella misma nave en combate y, pese a su juventud, había demostrado su valía. Podrían discutírsele otras virtudes al cachorro de león, mas no las militares.
Al ver a Arístides y Temístocles juntos, los hombres se levantaban a su paso y los saludaban. Alguien hizo un comentario que les arrancó una sonrisa a ambos:
—Si esos dos se han puesto de acuerdo en algo, ya no podemos perder.
Temístocles supervisó el sacrificio ritual antes de la batalla. El adivino Eufrántides examinó las vísceras de la víctima y comprobó que no había ningún presagio en contra. Después llegaron dos mensajeros que le confirmaron que habían avistado a la flota persa entrando en el canal.
—¿Vienen directos hacia aquí?
—No, señor. De momento avanzan costeando el Ática.
Aún les quedaba algo de tiempo. Temístocles se dispuso a ocupar su puesto en la nave capitana. En ese momento, Aristides le agarró del brazo y le preguntó:
—¿Vas a dirigirte a los hombres?
Tan concentrado estaba Temístocles en los preparativos de su trampa que no había previsto aquello. Estudió los rostros de los ciudadanos. En unos se advertía entereza, en otros desconcierto, en bastantes un miedo puro y sincero. Para muchos de aquellos hombres sería su último desayuno. Necesitaban que alguien les infundiera seguridad y les recordara que tenían una meta por la que luchar.
Meta con la que, por cierto, Arístides acaso no estaría de acuerdo.
—Hagamos una cosa. Habla tú con los infantes de cubierta —le dijo, señalando hacia los hoplitas.
—¿Quieres que pronunciemos discursos separados?
—Digamos que estos hombres entienden un lenguaje algo más directo y simple. Pero hay que hablar con ellos de todos modos. —Temístocles apretó el brazo de su viejo rival—. Esto no es Maratón, Arístides. Ahora el triunfo no depende tanto de la lanza ni del escudo. Esta batalla la ganarán o la perderán nuestros remeros.
Mientras el Justo se alejaba para arengar a los hoplitas, Temístocles subió por la escalerilla de la
Artemisia
y, encaramado a la popa, levantó los brazos para llamar la atención de sus tripulantes. Cuando éstos se pusieron en pie para escuchar sus palabras, los miembros de las demás dotaciones se fueron aproximando, hasta que, llevados por su ejemplo, todos los remeros de la flota se congregaron en una asamblea improvisada sobre la playa y guardaron silencio.
Había más hombres que en las reuniones más nutridas del Ágora o la Pnix, pues incluso aquellos jornaleros que trabajaban en los demos más alejados de la ciudad y que nunca acudían a las asambleas se encontraban aquel día en la playa de Cicrea. La mayoría estaban preparados ya para embarcar, con las túnicas arremangadas en la cintura o simples taparrabos. Se veían más cuerpos enjutos que robustos; las jornadas al remo, las batallas y los días de racionamiento en la isla los habían reducido a piel y músculo, sin apenas una gota de grasa.