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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

Salamina (89 page)

BOOK: Salamina
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A su izquierda sonó un estridente crujido. Aunque habían conseguido adelantar a la nave de Aminias, ésta había chocado contra un navío enemigo que se había apartado de la formación.

—¡Nos han quitado la primicia! —se quejó Escilias, como si en verdad fuera un tripulante más de la
Artemisia.

—¡Detened los remos! —gritó Temístocles—. ¡Infantes a proa!

Tras su experiencia de Artemisio había hecho levantar un parapeto de madera y cuero en la proa, calculando que la carga adicional bien merecía la protección que brindaba, y muchos trierarcas lo habían imitado. Los hoplitas se levantaron a duras penas entre los movimientos de la nave y acudieron adonde se les mandaba. Ya no había tiempo para nada más. Temístocles apretó los dientes. La
Artemisia
cabalgó la ola un segundo y después, ayudada por el peso extra de los soldados, cabeceó hacia la proa. El espolón golpeó en la amura enemiga a unos cinco metros de la proa, con ángulo suficiente para abrir una brecha. Ambas naves se quejaron por el impacto con un monstruoso lamento de maderos rechinantes. Temístocles consiguió no salir disparado del asiento, aunque sintió que los hombros casi se le descoyuntaban por el esfuerzo. Un par de marineros cayeron al suelo en la pasarela y el parapeto de proa crujió y se estremeció bajo el peso de los hoplitas.

El impacto siempre era peor para quien lo recibía. El barco fenicio se desplazó de golpe dos o tres metros y varios guerreros se precipitaron por la borda. Algunos chocaron contra los remos y se hundieron en el agua, mientras que otro cayó sobre la cubierta de proa de la
Artemisia.

—¡A babor! —ordenó Temístocles.

Pero Heráclides no necesitaba aquella orden. Columpiándose prácticamente en las cañas de los remos maestros para no perder el equilibrio, viró a la izquierda para acompañar el movimiento de la nave a cuyo casco se habían enganchado. De lo contrario, la torsión lateral podía hacerles perder el espolón e incluso dañar toda la proa y abrirles una vía de agua.

Durante unos segundos ambas naves se movieron sincronizadas como dos amantes danzando. Los hombres del trirreme fenicio arrojaron ganchos de abordaje sobre la
Artemisia
para evitar que se separara de ellos, pues su única forma de escapar al naufragio de su barco era apoderarse de la nave enemiga. Los hoplitas y marineros se apresuraron a cortar las sogas con espadas, machetes y hasta con las puntas de las lanzas. Un gigantesco guerrero persa se asomó sobre la borda, que superaba en altura a la cubierta griega casi metro y medio, y arrojó una roca que debía de pesar casi un talento. La piedra le rompió el pie a un hoplita, abrió un boquete en la cubierta de proa y desapareció de la vista.

Temístocles temió que hubiera causado daños en la sentina, pero ya no tenía remedio. Mientras sus infantes alanceaban y arrojaban al agua al enemigo que había caído sobre la cubierta, él ordenó:

—¡Ciar!

Los remeros volvieron a clavar las palas y bogaron hacia atrás para apartarse del barco enemigo. En ese momento, un guerrero vestido con un rico caftán que lo identificaba como un noble persa tensó su arco y le disparó una flecha, gritando:

—¡Temístocles!

Apartó la cara por reflejo al ver el brillo de la punta metálica. La flecha rechinó al rebotar en su yelmo. A Temístocles no le resultaba familiar aquel noble, pero sin duda los enemigos conocían el estandarte de su nave e incluso el blasón de su escudo, el dragón negro que había detenido a Jerjes en Maratón.

El gigante de las piedras aún lanzó una más contra la
Artemisia,
pero se quedó corta, pues ambas naves ya se estaban apartando. Fidípides soltó una flecha que sobrevoló zumbando los treinta y cinco metros de la crujía de la
Artemisia
y se clavó en la frente del persa. Éste cayó dando una voltereta sobre la regala de su nave y se hundió pesadamente en el agua.

—¡Buena puntería! —dijo Temístocles al mensajero.

Ahora pudieron comprobar que la brecha que habían abierto en el casco enemigo se hallaba por debajo de la línea de flotación. El agua empezó a entrar a raudales y el trirreme se escoró a babor. Los gritos de pánico de los remeros les llegaron incluso a través de la tablazón.

—¡Corrige a estribor! —ordenó Temístocles.

Tenían frente a ellos otro barco fenicio que, al no disponer de espacio para maniobrar, apenas había iniciado el viraje y les ofrecía su costado, más indefenso todavía que el del trirreme negro. La
Artemisia
dejó atrás su primera presa, abandonándola a su suerte, y se encaminó hacia la segunda. Las instrucciones de Temístocles a todos los trierarcas de la flota habían sido tajantes. No se procedería al abordaje a no ser que fuera inevitable, ya que estaban en inferioridad numérica, y nadie debía perder el tiempo remolcando pecios enemigos como trofeos. Eran avispas, les dijo. Tenían que clavar el aguijón una y otra vez para sembrar el caos en la flota enemiga.

Apenas habían tenido tiempo de adquirir impulso, pero la velocidad que llevaban les bastó para tronchar con el ariete varios remos de la parte de popa y arrancar el timón de babor enemigo. Temístocles ordenó ciar de nuevo y miró a ambos lados para comprobar que tenían más barcos griegos a su altura. No se trataba de internarse en la formación enemiga solos ni de ganar sin más ayuda la batalla, sino de actuar en conjunción con el frente de su escuadra. La idea era actuar como un carpintero que desbasta madera, arrancando virutas capa por capa. Y las naves enemigas eran esas virutas.

Puesto de observación real

A
Mardonio, más que avispas, las naves griegas se le antojaban peces de río diminutos y voraces que picoteaban en bandada la gran masa compacta de la flota persa, arrancaban un bocado, retrocedían y volvían a adelantarse para morder de nuevo. Por detrás de las popas enemigas quedaba más de un kilómetro de aguas libres. La batalla se estaba librando junto a la costa del continente, en una estrecha franja de trescientos o cuatrocientos metros.

Bajo el toldo púrpura reinaba un tenso silencio, roto sólo por ocasionales susurros. Todo el mundo percibía la cólera del Gran Rey, la sentía en el aire como la vibración picante que precede a la tormenta, y nadie quería levantar la voz. Del campo de batalla llegaba un estrépito confuso de crujidos, trompetazos y cuernos, un chapoteo constante y caótico y, sobre todo, gritos. Miles de gritos de agonía, de mando, de dolor, de desafío, de triunfo.

En la parte norte del estrecho, a la derecha de Mardonio, quince o veinte naves de la primera escuadra fenicia habían logrado escapar de la arremetida ateniense y ahora estaban trazando un amplio giro a babor. Probablemente pretendían acercarse a Salamina para acabar girando en círculo, atacar a los griegos por la retaguardia y aliviar así la presión sobre sus camaradas. Pero los que hacía un rato que habían virado en redondo eran los barcos corintios, los mismos que según el traidor iban a huir a Mégara. Con las velas arriadas y los mástiles pelados se dirigían hacia el sur a plena boga, olvidada ya la parsimonia de su fuga fingida. Su ataque alcanzó a la pequeña flotilla persa por el costado de babor. El secretario del tubo mágico torció el gesto y se inclinó sobre Jerjes para decirle:

—Majestad, la nave del almirante Ariabignes ha sido alcanzada y se está hundiendo.

Jerjes apenas movió la barbilla. Ariabignes era hermanastro suyo, hijo de Darío y de su primera esposa. No era la primera baja de la que informaba el observador, pero sí la más importante.

—Mira hacia la entrada del estrecho y dime qué está pasando —le ordenó Mardonio.

El observador apuntó el tubo hacia el este y empezó a describirles lo que veía. Las naves carias, cilicias y chipriotas ya habían entrado en el estrecho, incluyendo la
Calisto
de la reina Artemisia. Por detrás, entre Cinosura y Psitalea, quedaban unos ciento cincuenta trirremes de las ciudades y las islas jonias y otros contingentes.

Mardonio se inclinó sobre Jerjes y le dijo al oído.

—Majestad, ordena a los jonios que retrocedan y dejen libre la salida del estrecho. Así podremos sacar a la flota de esta trampa sin sufrir demasiadas pérdidas.

—No —respondió el Gran Rey, sin apartar los ojos del espectáculo que se representaba para él.

Mardonio sabía que se estaba extralimitando, pero en aquel momento veía en peligro toda la flota persa.

—Majestad, si los jonios entran en el estrecho, sólo empeorarán la situación.

Jerjes giró la mirada hacia él. Sus ojos negros brillaron como carbones encendidos durante un instante. Después recobró el control, o tal vez recordó que Mardonio y él eran amigos desde niños.

—Los ejércitos Aqueménidas nunca retroceden. Mi flota los aplastará como a un mosquito por la pura fuerza del número.

Aquello era más voluntad y deseo que inteligencia, pero Mardonio se puso firme y guardó silencio. La batalla siguió su curso con una lentitud engañosa. Desde la distancia, los barcos parecían pequeños y sus movimientos premiosos, pero Mardonio sabía que allí abajo las cosas se veían y sentían muy distintas y que todo se desarrollaba a una velocidad que apenas dejaba tiempo para reaccionar.

Puesto que no se les envió señal para que hicieran lo contrario, las escuadras de la retaguardia entraron en la bahía, agravando la situación. Con sus proas prácticamente empujaban a las naves que tenían delante, y ese movimiento se transmitía hasta la zona de la Farmacusa Menor. Pero allí, justo a los pies del trono de Jerjes, se había formado un monstruoso tapón de barcos, de tal manera que los remos de las naves persas chocaban entre sí, y algunas se golpeaban con los arietes porque no tenían el menor espacio para maniobrar. A Mardonio aquella imagen de apelotonamiento y desorden le recordó a los ríos de Macedonia, donde los leñadores de las tierras altas arrojaban los árboles recién talados para que la fuerza de la corriente los arrastrara hasta el mar.

En realidad, sólo una parte de las naves estaban involucradas en el combate, las que ocupaban el flanco occidental de la formación. Las demás permanecían estancadas entre los trirremes atacados y la escarpada costa, sin poder hacer nada, esperando tan sólo a que les llegara su turno de recibir los espolonazos enemigos. Unos pocos trierarcas, más audaces o más expertos que los demás, lograban abrirse paso entre las líneas enemigas para llegar a aguas más abiertas, y algunos de ellos incluso conseguían hundir o apresar barcos griegos. De todo ello informaba el observador a Jerjes, y el secretario real tomaba nota para recompensar a aquellos hombres, si es que sobrevivían.

Algunos barcos fenicios, empujados por los suyos, acababan encallando en la costa. Sus tripulaciones bajaban a tierra y levantaban los brazos al cielo, increpando y maldiciendo. Obedeciendo una señal de Jerjes, Mardonio ordenó a los hombres de la
Spada
que obligaran a aquellos hombres a embarcar de nuevo y regresar al combate, o en caso contrario que los ejecutaran.

Al cabo de un rato se presentaron ante el rey varios trierarcas y oficiales fenicios a los que los soldados no se habían atrevido a matar, y con grandes aspavientos le dijeron:

—¡Los jonios nos han traicionado, majestad! ¡Son ellos los que nos están atacando!

—¡Silencio! —exclamó Mardonio, y ordenó a unos lanceros que prendieran a aquellos hombres. No podía explicarles, por supuesto, que los jonios no estaban causando daños a los barcos fenicios por propia voluntad, sino por la obcecación de Jerjes.

En ese momento, el observador informó que un barco jonio, de la isla de Samotracia, acababa de ser hundido por un trirreme enemigo. Pero los samotracios de cubierta, más numerosos que los infantes griegos, habían conseguido encaramarse a la nave que los había echado a pique y apoderarse de ella.

—Ésos héroes son los traidores, según vosotros —dijo Hidarnes, que sentía un profundo desprecio por los fenicios.

El Gran Rey dijo algo en voz baja. Mardonio se agachó para escuchar su orden, y luego mandó a los lanceros:

—Lleváoslos y decapitadlos.

En ese momento se acordó de Euforión. El ateniense, con los brazos inmovilizados por dos fornidos
arshtika,
balanceaba la cabeza a ambos lados como un poseso. Sin aguardar instrucciones de Jerjes, Mardonio se acercó a él, lo agarró de la barbilla y le obligó a mirarlo a la cara. Para inmovilizarlo, aunque era un hombre fuerte, tuvo que recurrir a ambas manos, pues las sacudidas espasmódicas del ateniense eran muy violentas.

—Tú, sabandija. Te has atrevido a traicionar al Rey de Reyes. No tienes vidas suficientes con las que pagar ese delito.

—¡Por favor, señor! ¡Debe haber sido un error! ¡Temístocles me ha engañado! ¡Tú sabes que es un hombre pérfido y astuto!

—Es posible que él lo sea, y que tú en cambio seas tan sólo un pobre imbécil. —A Mardonio le dolían ya los bíceps de apretar las mandíbulas de Euforión para que no se moviera—. Pero te aseguro que no volverás a menear tu estúpida cabeza nunca más.

—¡Te lo ruego, señor! ¡No hagas que me decapiten!

—¿Quién ha dicho que te vayan a decapitar? —Le soltó por fin. El Alcmeónida sacudió la cabeza a un lado con tal fuerza que el crujido de sus vértebras sonó a madera tronchada—. Llevádselo al verdugo de Assur. Quiero que lo empale bien, hasta que la punta de la estaca le salga por la boca. ¡No! Mejor decidle que no se la clave a fondo. Quiero que trabaje con todo su arte. Si este hombre muere antes de tres días, juro que le cortaré las manos al verdugo. ¡Apartadlo de mi vista!

Los lanceros se llevaron a Euforión, entre alaridos que no parecían salir de una garganta humana. Descargada algún tanto su frustración, Mardonio volvió a ocupar su puesto junto al Gran Rey. El sol ya estaba alto en el cielo, casi en su cenit. Como la situación no mejoraba, el observador trataba de mitigar el enfado de Jerjes dándole buenas noticias.

—La reina Artemisia acaba de hundir un barco, majestad, y sus hoplitas y sus arqueros están matando a los enemigos en el agua como si fueran atunes.

—¿Estás seguro de que es ella? —preguntó Mardonio.

—Sí, señor. Lleva un estandarte con un oso blanco sobre fondo rojo. Por primera vez en toda la batalla, Jerjes levantó la voz y dijo:

—¡Ah! Los hombres se me han convertido en mujeres, y las mujeres en hombres.

Nave Calisto

L
o que había ocurrido no era exactamente lo que el observador real había visto o creído ver.

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