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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

Salamina (91 page)

BOOK: Salamina
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Mientras los tripulantes de ambas naves se insultaban y se recriminaban mutuamente su torpeza, la
Calisto
se alejó de ellas. Artemisia se agarró al codaste y miró hacia atrás. Desde aquel barco que se llamaba como ella, Temístocles levantó la mano y la saludó.

A veces los presagios se equivocan o los interpretamos mal,
pensó Artemisia, y se desplomó en el sillón de trierarca con un suspiro de alivio.

—Nos hemos salvado por poco, señora —le dijo el piloto, volviéndose hacia ella sin soltar el timón.

—Todavía es pronto para decirlo, Diógenes. Aún tenemos que pasar por atenienses hasta salir de aquí.

Y
luego rezar para que el sirviente del Gran Rey no haya observado nuestra maniobra con su ojo mágico,
pensó. De pronto se dio cuenta de que estaba huyendo, algo que no había hecho en las Termópilas, aunque en aquella ocasión luchaba contra los espartanos. Se dijo que esto era diferente. Ella era una amazona, una reina guerrera, no un torpe atún que se deja pescar en una almadraba. Ésa no era forma de morir.

Quizá lo que pasaba, pensó mientras se acariciaba la cicatriz de la oreja, era que ya no estaba dispuesta a morir por Jerjes. Tal vez, sólo tal vez, se estaba haciendo mayor.

Nave Dínamis

Y
a había pasado de largo el mediodía cuando Cimón pudo gritar por fin: —¡Al abordaje!

Por la mañana habían perdido el espolón en la primera embestida. Aunque no habían sufrido más daños, ya no podían combatir de la forma que todos los trierarcas habían convenido antes de la batalla. Las instrucciones eran evitar el abordaje y concentrarse en perforar los cascos enemigos con los arietes, aprovechando que, si el plan de Temístocles funcionaba como estaba previsto, las naves persas estarían tan apiñadas que no podrían maniobrar.

El viento y el oleaje se habían conjurado a favor de los griegos. Además, el hecho de llevar las cubiertas atestadas de soldados no hacía precisamente más maniobrables los barcos persas. Cimón no había estado en Artemisio, pero por lo que había oído tenía la impresión de que aquí en Salamina los trirremes fenicios habían embarcado aún más infantería.

Querían sorprendernos en la orilla,
pensó. Lo que Jerjes o sus almirantes habían previsto no era en realidad una batalla naval, sino una operación de desembarco.

La víspera, discutiendo con un trierarca, Cimón le había dicho que diez hoplitas griegos valían más que veinte guerreros bárbaros. Pero no estaba tan loco como para intentar un abordaje contra cuarenta, así que, tras perder el ariete, ordenó a sus hombres que ciaran hasta el segundo escalón de la formación, y desde allí se dedicó a apoyar las maniobras de otras naves.

Bregaron durante horas, cerrando líneas para evitar que los barcos enemigos huyeran, acudiendo en auxilio de naves aliadas cuando las veían en apuros. En una pasada habían roto quince o veinte remos a un trirreme fenicio, y en otra, sus arqueros abatieron a dos soldados enemigos. Si la situación no cambiaba, ésos eran todos los méritos que podría alegar al final de la batalla.

Entonces se les presentó la ocasión. Una nave de su escuadra, la
Procne,
embistió a un enemigo. Pero con los cabeceos provocados por las olas, el ariete golpeó demasiado bajo y prácticamente resbaló sobre el fondo del trirreme fenicio. Los tripulantes del barco atacado actuaron con rapidez, consiguieron enganchar a la
Procne
con sus garfios de abordaje y la abarloaron a su costado de babor.

La lucha estaba siendo desigual. Aunque los hoplitas atenienses luchaban con bravura para repeler a los enemigos, no eran capaces de cubrir toda la longitud de la cubierta. Diez o quince persas saltaron sobre su popa, haciendo balancearse ambas naves, acabaron con el timonel y el trierarca y se dispusieron a seguir la matanza en la bodega.

Los tripulantes del barco fenicio estaban tan enfrascados en su lucha contra los defensores de la
Procne
que apenas se dieron cuenta de que la
Dínamis
se arrimaba a ellos por su banda de estribor y les lanzaba sus propios ganchos. Un instante antes de saltar sobre la cubierta enemiga, Tericles, un hoplita que acababa de cumplir veinte años, dijo:

—¡Maldita sea!

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Cimón.

El joven, que había enrojecido como una doncella, se miró la entrepierna.

—Me he orinado encima, señor.

Cimón soltó una carcajada.

—No te preocupes por eso, muchacho. A mí me pasó lo mismo en Maratón. Y aquel día maté a más de un persa.

Fue entonces cuando dio la orden de lanzarse al abordaje, y él mismo saltó el primero sobre los escudos que protegían la balaustrada. Sus hombres lo siguieron profiriendo gritos de guerra para atraer sobre sí la atención de los soldados fenicios. Seguían estando en minoría; pero contaban con la ventaja de su armamento, el mismo que les había otorgado la victoria en Maratón. Al ver que recibían refuerzos, los defensores de la
Procne
cerraron sus escudos como una pequeña falange, se hicieron fuertes en la zona de proa y consiguieron rechazar a los infantes persas. La pelea, que duró largo rato, terminó en la cubierta de la nave fenicia. Cimón perdió a tres de sus hombres, entre ellos a Tericles, y de los soldados de la otra nave cayeron la mitad, pero lograron hacerse dueños del trirreme. Tras arrojar al agua a los últimos arqueros persas, que al final se habían resistido incluso a mordiscos, cuatro hoplitas griegos bajaron a la bodega.

Desde la cubierta, Cimón oía los gritos y los golpes. Se trataba de una labor sórdida, más propia de matarifes que de soldados, pero si no se conseguía hundir el barco enemigo con el ariete había que proceder de ese modo. Cimón podía imaginarse la escena: los cuatro soldados, bien protegidos por sus escudos, sus yelmos y sus corazas, avanzando desde un extremo de la sentina, abriéndose paso entre los bancos y clavando sus lanzas en los cuerpos desnudos. En un trirreme había más de ciento cincuenta remeros, pero su número no valía de nada en un lugar tan angosto, ya que tan sólo seis de ellos, como mucho, podían luchar a la vez contra sus atacantes. De modo que los remeros optaban por huir en dirección contraria. En la guerra naval existía una especie de convención no escrita según la cual se les permitía escapar por la otra escalera de la bodega siempre que se arrojaran al mar. Si alguno intentaba quedarse en la nave, los hoplitas emboscados en la salida los mataban en el acto. Luego, por supuesto, los hombres que habían saltado al agua quedaban a merced de las flechas y las lanzas enemigas, amenazados por las palas de los remos y por los propios barcos, que aplastaban y ahogaban a muchos bajo sus cascos y sus quillas.

Pero ahora Cimón no prestó atención a aquel procedimiento. Junto a la amura de proa resistía un último guerrero persa. Nadie se atrevía a acercarse a él, porque aquel gigante de dos metros ya había matado a tres hombres. Llevaba un escudo griego en vez de una adarga de mimbre y cuero, y en la mano derecha empuñaba un hacha de guerra que un hombre normal habría tenido que enarbolar con ambos brazos. A sus pies se desangraba su última víctima, un hoplita al que un tremendo hachazo había dejado con la cabeza colgando de una delgada tira de carne y piel.

De momento se había defendido de los disparos de los arqueros interponiendo el escudo y gracias a la cota de malla que llevaba sobre el caftán y que lo protegía hasta las rodillas. Cimón pensó que no podría resistir mucho tiempo más. Morir acribillado a flechazos no era un fin digno para un guerrero como aquél.

—¡Sicino! ¿Me reconoces? —le dijo.

Cimón era de las pocas personas que sabía que Sicino no era cario, sino persa. A menudo se había preguntado si sería capaz de vencerlo en combate. El criado de Temístocles le sacaba un palmo y era mucho más corpulento y musculoso que él, pero Cimón estaba convencido de que podía compensar esa diferencia con su agilidad y su pericia. Si conseguía matarlo en duelo singular, compensaría de sobra no haber hundido ninguna nave enemiga.

—¡Te he hecho una pregunta!

Sicino asintió.

—Pues di mi nombre entonces.

—Tú eres Cimón, hijo de Milcíades. El mismo que traicionó a mi señor.

Le llamó la atención que, después de haber desertado, siguiera llamando «señor» a Temístocles, y pensó que las costumbres serviles, una vez adquiridas, debían de ser muy difíciles de erradicar.

—Yo no puedo traicionar a nadie, puesto que no sirvo a nadie —respondió Cimón.

—Yo tampoco. Y no me llamo Sicino. ¡Soy Mitranes, hijo de Bagabigna!

—Sea como tú quieras. Encomiéndate a tus dioses, porque hoy vas a morir por fin.

Cimón se adelantó con ciertas precauciones. Su lanza tenía mucho más alcance que el hacha de Sicino, pero no debía olvidar la envergadura del persa. Le tanteó primero el escudo, por ver cómo se movía. Sicino lo sorprendió lanzando un hachazo muy rápido contra el astil de la lanza que falló por apenas un dedo.

—¡Que nadie me ayude! —dijo al ver que un par de hoplitas hacían ademán de acercarse—. ¡Este hombre es mío!

Intercambiaron algunos golpes más. Sicino demostraba muy buenos reflejos con el escudo y consiguió detener todos sus rejonazos. Cimón, por su parte, no dejaba que se le acercara. Estaba seguro de que un solo hachazo bastaría para partir en dos el escudo de roble y romperle el codo. Empezó a pensar que tal vez no había sido muy buena idea desafiar a Sicino. Pero ya no podía pedir ayuda a menos que quisiera quedar como un cobarde delante de los demás.

Entonces vio una oportunidad. No parecía demasiado noble, pero era el propio Temístocles quien le había enseñado que había que aprovechar el terreno. Los dos habían estado girando, Sicino sobre sus talones y Cimón dibujando una semicircunferencia a su alrededor. Ahora el cadáver del hoplita estaba detrás del persa, y los pies de éste pisaban el charco de sangre que las tablas enceradas de la cubierta aún no habían absorbido.

Cimón profirió un grito salvaje y tiró una lanzada a fondo contra Sicino. Éste tuvo los suficientes reflejos para, una vez más, bloquear el golpe con el escudo. Pero al hacerlo retrocedió y su pie derecho tropezó con la cabeza a medio desgajar de su víctima. Al notar que daba un traspiés, intentó recuperar el equilibrio, pero su otro pie resbaló en la sangre y cayó de espaldas. Estaba muy cerca de la borda, y la regala, que ya había recibido muchos golpes durante el combate, no resistió su peso y se partió. Con un aullido de terror que sorprendió a Cimón, Sicino se precipitó al mar.

Mientras se hundía braceando en vano y viendo cómo la superficie se alejaba de él, Sicino pensó en lo cruel que era el destino. La noche anterior, Mardonio le había regalado aquella cota de malla.

—Pesa más de un talento —le dijo sacudiéndola en el aire para que pudiera escuchar el tintineo de los anillos—. Después de encomendarte tu misión en Babilonia, mandé que la confeccionaran para ti.

—¿Para mí, señor?

—Lo mereces por tus servicios al Gran Rey —repitió Mardonio.

Tras entregarle la cota, le dejaron elegir sus armas. Sicino había comprobado los estragos que causaban las lanzas griegas en los escudos de mimbre y cuero, así que se decidió por un escudo de roble y bronce del botín conseguido en la Acrópolis, y también por aquella enorme hacha de guerra.

En cuanto sintió que se hundía en el agua soltó el hacha, y luego el escudo. Pero no bastaba. Por mucho que intentaba nadar, la loriga tiraba de él hacia las tinieblas del fondo como si cada anillo de hierro cargara con el peso de todas las mentiras del mundo.

Había un círculo blanco allí arriba que se movía y temblaba en la superficie del agua, y supuso que debía de ser el sol. Cada vez estaba más lejos y brillaba menos. Sicino siguió bajando y bajando, hasta que su espalda topó con algo duro. No sabía a qué profundidad se encontraba, pero aún llegaba algo de luz. La suficiente como para comprobar que había más gente como él, soldados tumbados en el fondo del mar. Sólo que ellos ya estaban muertos.

Tengo que quitarme esto.
Pero le había costado mucho ponerse la loriga. De hecho, le habían ayudado dos sirvientes, porque era muy complicado. Sus dedos, que nunca habían sido demasiado hábiles, lucharon con los cierres. Se puso nervioso, empezó a boquear y tragó agua. Sólo había logrado desenganchar un broche cuando la luz se desvaneció y todo se volvió negro.

—Sicino...

Volvía a estar rodeado de sombras. Ya no sentía el fondo rocoso bajo su espalda, ni el agua en su garganta o sus pulmones. Pero tampoco sentía aire. A decir verdad, no experimentaba ninguna sensación, lo cual significaba que había muerto.

—¿Qué te dije, Sicino?

El rostro barbudo del juez Mitra había vuelto a materializarse delante de él. Sicino se preguntó qué era mejor, morir ahogado en agua o en tierra. Pero quizá la pregunta importante no era ésa, puesto que ya estaba muerto, sino qué destino iba a correr para el resto de la eternidad.

A Mitra no se le podía engañar.

—Me dijiste que sirviera con rectitud a mi nuevo señor y que no mintiera más.

—¿Y quién era tu nuevo señor?

—El Gran Rey... —aventuró él.

—No mientas, Sicino. Te dije «nuevo señor» y no «señor» sin más. Es importante diferenciar las palabras, porque para eso están. ¿Quién era tu nuevo señor?

—¿Temístocles?

—Tú sabes que sí. ¿Y le has servido con rectitud?

—Lo he intentado...

—Sí o no, Sicino.

Titubeó de nuevo. Si decía que no, se condenaría. Si decía que sí, estaría mintiendo y también se condenaría.

Decidió elegir la verdad, como le había enseñado su padre.

—No le he servido bien. Y me arrepiento, pero no sabía cómo acertar. Mitra sonrió con benevolencia.

—La virtud consiste en saber elegir entre el bien y el mal. Pero, a veces, para las almas sencillas la elección no es tan fácil. Te doy una oportunidad más, Sicino. No vuelvas a equivocarte de señor.

Entonces el juez Mitra hizo algo muy extraño, porque agarró la cabeza de Sicino con ambas manos y le besó en la boca. No fue un beso protocolario, como el de los súbditos más nobles al saludar al Gran Rey. Mitra se esforzó por abrirle los labios con los suyos y casi le metió la lengua. Al hacerlo le pinchó en la cara con unos bigotes que parecían clavos, y aunque Sicino se resistió, le insufló su aliento. Sintió unos brazos que lo agarraban de las axilas y tiraban de él. Pero ya no estaba en el limbo, sino en un lugar mucho más desagradable, en un infierno que consistía en tener la nariz y la garganta llenos de agua.

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