Sobre si Datis dividió sus fuerzas o no, y sobre si hubo caballería o no, han corrido ríos de tinta. Heródoto no menciona la caballería. Sí lo hace el romano Nepote, que no es una fuente demasiado fiable, y según ciertas interpretaciones en los frescos de la
Stoa Poikile
de Atenas, pintados no mucho después de los hechos, aparecían jinetes persas. Los artículos de Schrimpton y Hammond que cito en la bibliografía defienden la presencia de la caballería, aunque o bien no se presenta a tiempo para desempeñar un papel decisivo (Hammond) o bien se retira ante la carga ateniense (Schrimpton). En mi versión de la batalla, con la intervención de los jinetes de Patikara, he llegado a una especie de solución de compromiso.
Heródoto habla de una carga de cerca de kilómetro y medio a la carrera que, aparte de ser físicamente imposible con tanto peso, no tendría mucho sentido, ya que los proyectiles enemigos no llegaban a esa distancia. Por eso la he reducido. En cuanto a la táctica de adelgazar el centro para igualar la longitud del frente griego, ya la menciona Heródoto. En su relato ese centro es derrotado y retrocede bastante; en el mío no llega a romperse del todo porque no me queda claro que en ese caso no se hubiera producido una desbandada general. Según nuestro historiador, tan sólo murieron 192 griegos, mientras que los persas perdieron más de seis mil hombres. Aunque suena desproporcionado, lo cierto es que se calcula que la mayoría de las bajas en las batallas antiguas se producían al final, cuando uno de los dos ejércitos se desordenaba presa del pánico y huía.
También se discute el papel del polemarca en esta época. A partir del año 487 los arcontes empezaron a elegirse por sorteo y perdieron mucho poder. Tal vez en Maratón el polemarca era el auténtico jefe del ejército ateniense, o quizá desempeñaba un papel más ritual. Siempre se señala a Milcíades como el héroe de Maratón. Pero, como decía antes, hay que tener en cuenta que las fuentes de Heródoto son sobre todo orales. Y en este caso, dado el enorme prestigio que consiguió su hijo Cimón, no sería extraño que Heródoto hubiera aceptado su versión de los hechos un tanto propagandística o tendenciosa.
En la vida de
Arístides
de Plutarco se habla de Arístides y Temístocles combatiendo en el centro de la formación griega. Puede tratarse de un recurso literario para subrayar la rivalidad entre ambos, pero no dejaba de ser interesante. En mi novela he convertido a Temístocles en taxiarca. Este cargo podría ser posterior a las Guerras Médicas, cuando los diez generales empezaron a actuar más como jefes de todo el ejército que de los contingentes tribales, que por tanto quedaron bajo la dirección de los taxiarcas. Como en tantas otras cosas de esta época, no se sabe con seguridad.
El corredor de Maratón aparece en los textos con los dos nombres, Filípides y Fidípides. La relación entre ambos y la historia de la carrera con el jinete es invención mía. Según una versión, cuando terminó la batalla corrió los 42 kilómetros hasta Atenas, anunció la victoria y murió. Sin embargo, esta tradición no se menciona en Heródoto, y no la he utilizado. Como curiosidad, diré que desde 1983 se celebra en Grecia la carrera de la
Spartathlon
entre Atenas y Esparta para conmemorar la proeza de Fidípides. El hombre que más veces la ha ganado, el mítico Yiannis Kouros, tiene la plusmarca de esa prueba con 20 horas y 25 minutos para casi 250 kilómetros de recorrido. Como señala la propia página oficial de la
Spartathlon,
cuando los corredores llegan a Esparta muchos sufren alucinaciones. Lo cual explicaría la historia de la visión de Fidípides.
Obviamente, en los sueños y visiones de los griegos se les aparecían sus dioses, como en otros tiempos se han aparecido santos, vírgenes o extraterrestres. Una visión como la que recibe Apolonia al principio de la novela debía de resultar algo muy frecuente, y que se solía tomar muy en serio. En Heródoto hay multitud de ejemplos.
Hablando de Apolonia, debo decir que se suele dejar de lado el papel de Eretria en esta primera campaña de Maratón. Yo decidí hacer hincapié en él gracias a los comentarios de Burn y de Plutarco en
Sobre la malicia de Heródoto.
Eso me llevó a descubrir
Archaic Eretria,
de K. G. Walker, una monografía que me resultó de gran utilidad.
Heródoto habla del asedio de Eretria, aunque no menciona máquinas de guerra. Las que describo, arietes y torres, aparecen ya en relieves asirios. Considerando que los asirios pertenecían al Imperio Persa, me parece verosímil incluir estos artefactos en mi novela. Además, ayudarían a explicar por qué antes de Salamina a los atenienses ni se les pasó por la cabeza defender sus murallas en vez de evacuar la ciudad. No incluyo catapultas ni otras armas de torsión, ya que son posteriores, o al menos no han quedado testimonios de su uso.
Supongo que a los lectores les llamará la atención el catalejo que utiliza Temístocles y del que luego se apropia Jerjes. Parece claro que los griegos conocían lentes de aumento, y desde luego usaban cristales para prender fuego, como se menciona en
Las nubes
de Aristófanes, concretamente entre los versos 765 y 772. Ya es más dudoso que, como sugiere Robert Temple en
El sol de cristal,
embutieran dos de esas lentes en una caña hueca para ver de lejos. Sin embargo, ayudaría a interpretar un pasaje de Polibio que me intrigó cuando lo leí mientras escribía
Alejandro Magno y las águilas de Roma.
Hablando de señales luminosas con antorchas, el historiador dice:
«Cuando los dos grupos se separen es preciso que cada uno en su puesto disponga de un anteojo con dos pínulas, de manera que el receptor de la señal de fuego pueda distinguir con una el lado derecho y con la otra el izquierdo».
El traductor de Gredos, Manuel Balasch, explica en una nota a pie de página: «O
en lenguaje más moderno: "un telescopio con dos tubos". Naturalmente, no se trata de aumentar la visión, sino únicamente de fijarla en un punto determinado».
La misma opinión tiene Walbank en su
A Historical Commentary on Polybius
cuando dice sobre este pasaje que ese artefacto concentraba la visión
«sin, por supuesto, magnificar».
Lo que le llama la atención a Temple es ese énfasis en «por supuesto» y «naturalmente», como si nos advirtieran: ¡Esto no puede ser de ninguna manera! Pero no dejan de descubrirse pruebas del grado de sofisticación que podía alcanzar la tecnología antigua. Pensemos en el mecanismo de Anticitera o en las naves del lago de Nemi. ¿Habría sido imposible con la tecnología de la época fabricar un telescopio un tanto tosco, con imágenes invertidas y aberración cromática? Honradamente, creo que no.
Cuando ya había escrito toda la parte de Maratón y el uso de la dioptra, releyendo
La batalla de Salamina,
de Barry Strauss, reparé en un comentario fascinante que la primera vez se me había pasado por alto. Se encuentra en la página 308. Cuando Artemisia embiste a Damasitimo, Jerjes quiere saber si es verdad que se trata de ella. Según Strauss:
«La pregunta de Jerjes demuestra que resultaba difícil discernir los detalles desde el lugar donde estaba sentado. No es extraño que un escritor, ya en la época romana, narrase una fantástica historia acerca de una serpiente con agudeza visual suficiente para distinguir detalles a más de tres kilómetros de distancia».
En la nota de Strauss se puede ver que ese autor es un tal Ptolomeo Hefestión (o tal vez Queno), cuya obra
Nueva historia
aparece resumida en la
Biblioteca
del patriarca bizantino Focio. No he conseguido el texto original, tan sólo acceder a una traducción online al inglés. Pero no me resisto a traducirla a su vez:
«Eupompo de Samos crió, maravilla increíble, una serpiente salvaje. Según se cuenta, era su hija. Se llamaba Dracón, tenía una vista muy aguda y podía ver fácilmente a veinte estadios. Él [Eupompo] la puso al servicio de Jerjes por mil talentos
y,
sentada con él bajo un plátano dorado le describía lo que veía del combate naval entre los griegos y los bárbaros y las proezas de Artemisia».
La forma de un catalejo podría haber recordado a una serpiente estirada, sin duda. ¿Una historia fantástica sin más, o una tradición malinterpretada por ignorancia y por el paso del tiempo?
He mencionado antes las murallas de Atenas. Hasta después de las Guerras Médicas no se construyeron los muros que unían la ciudad con el Pireo. ¿Qué había antes? Me resulta extraño que en el año 490 tan sólo estuviera fortificada la Acrópolis, por lo que menciono una muralla más tosca y en mal estado que rodea algunos de los distritos de la ciudad, dejando fuera Melite, el barrio donde vive Temístocles. No debía ser muy sólida, en cualquier caso, ya que en Maratón los atenienses prefirieron enfrentarse a los invasores lejos de la ciudad y diez años más tarde simplemente la evacuaron.
Para la topografía de la Atenas de esa época, muy distinta a la de tiempos de Pericles, me he basado sobre todo en la obra de Goette que cito en la bibliografía y en
The Ancient City,
de Peter Connolly. (Como todas las obras de Connolly, es una delicia, está bien documentada y aporta algo que los escritores buscamos ansiosamente: imágenes).
En la época de las Guerras Médicas, como ocurría también años más tarde según Tucídides, la mayor parte de la población del Ática vivía en el campo, dispersa en los numerosos demos. Eso significa que el
asty,
la ciudad, no podía tener tantos habitantes como se le suponen en muchas versiones noveladas de las Guerras Médicas. Por ejemplo, hay una novela juvenil sobre Maratón publicada por Penguin en 2004 —no añadiré más— en la que se habla de doscientos cincuenta mil habitantes sólo en la ciudad. Resulta llamativo que luego no consigan reclutar ni siquiera diez mil soldados para enfrentarse a Datis.
Hablando de cifras, parece que esos cerca de diez mil hombres eran insuficientes para enfrentarse a las tropas persas y por eso los atenienses tardaron tanto en decidirse a batallar. Bien distinto habría sido si hubiesen contado con la ayuda de los espartanos. ¿Por qué no acudieron a tiempo? En Heródoto no se habla en concreto de las fiestas Carneas, sino tan sólo de la luna llena. Pero las Carneas sí aparecen mencionadas más adelante al hablar de las Termópilas. En mi novela, Esparta nunca muestra demasiado interés en socorrer a los atenienses, ni en la campaña de Datis ni durante la invasión de Jerjes. Sé que a muchos admiradores de los espartanos les molestará mi versión de los hechos. Pero lo cierto es que mandaron una fuerza muy reducida a las Termópilas y, aunque algunos historiadores, como Hignett o Burn, sostengan que era adecuada para esa misión, yo no acabo de verlo así.
El entreacto en Babilonia es la parte más novelesca de
Salamina,
pero quería mostrar algo del Imperio Persa desde su interior. En él critico algunas de las historias fantásticas que propaló Heródoto, como la de que todas las mujeres babilonias tenían que prostituirse una vez en su vida. Parece que hubo una revuelta en Babilonia al principio del reinado de Jerjes, acaudillada por un tal Belshimanni. Los hechos no están demasiado claros, así como tampoco las represalias del Gran Rey. La destrucción total de Etemenanki de la que se habla en algunos textos me parece exagerada. Por eso en mi novela la modero.
Una vez que Jerjes llegó al trono, emprendió enseguida los preparativos para la gran invasión. Sin duda fue una expedición grandiosa para la época. Un ejemplo lo tenemos en la excavación del canal que cruzaba la península del Atos, hazaña de los ingenieros y los zapadores que ha sido confirmada por excavaciones arqueológicas.
Las cifras que da Heródoto para la fuerza invasora son inverosímiles. Sumando efectivos navales y terrestres le salen 2.641.610 hombres
(Historias,
VII, 185). Cifra que dobla al sumarle los asistentes, para subir hasta los 5.283.220. Los historiadores han tratado de corregir estos números. Muchos los dividen por diez; otros los reducen de forma aún más drástica. A principios del siglo XX Hans Delbrück fue el primero en señalar las terribles dificultades logísticas que supondría alimentar y organizar un ejército de tal magnitud, cuya retaguardia aún estaría en Susa cuando la vanguardia llegara a Atenas. Según él, el ejército de Jerjes habría tenido a lo sumo 75.000 hombres. Cawkwell se acerca a su postura en
The Greek Wars. The Failure of Persia.
Sin aceptar cifras fantásticas, en
Salamina
casi duplico las de Delbrück y de Cawkwell. Por un lado, si los atenienses abandonaron su ciudad y dejaron que fuera destruida sin oponer prácticamente resistencia, la amenaza debía ser realmente aterradora para ellos. Por otro lado, como sostengo en la novela, en parte el fracaso de Jerjes se debió a la magnitud excesiva de la expedición.
En mis cálculos he seguido más o menos las tesis que el general Frederick Maurice expone en el artículo que menciono en la bibliografía. Maurice, que recorrió en persona toda la zona del Helesponto, señala la dificultad de encontrar agua potable para tantas personas y bestias de carga como el principal problema para movilizar un ejército tan numeroso. Su límite superior para la hueste invasora es de 150.000 hombres. También es sumamente interesante su interpretación de los dos puentes de barcos sobre el Helesponto y las razones por las que eran preferibles a utilizar las naves a modo de transbordadores.
Al parecer, las armas de los hoplitas griegos eran superiores en el combate cuerpo a cuerpo, y eso explica que con el tiempo los reyes persas contrataran mercenarios helénicos para sus ejércitos. Pero la imagen del ejército persa como una horda indiferenciada de esclavos que combaten espoleados por el látigo, tan sólo para ser masacrados por heroicos guerreros griegos a los que, sin embargo, superan en una proporción de diez a uno, es una fantasía que se ha ido sedimentando en las mentes de lectores y espectadores.
En
Salamina
podría haber utilizado ejércitos de quinientos mil hombres, o incluso de un millón, como se ve en otros libros. Pero, en primer lugar, en esas novelas nunca llega a dar la impresión de que haya tantos soldados. No basta con decir «medio millón de hombres». Hay que mostrarlos, enseñar dónde están, dar verdadera impresión de número. Si un ejército antiguo hubiese querido desplegar de forma mínimamente eficaz a 500.000 soldados en el campo de batalla, habría necesitado un frente de más de 50 kilómetros.