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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

Salamina (87 page)

BOOK: Salamina
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Temístocles sintió sobre él la mirada de miles y miles de ojos, captó su silencio expectante y se dio cuenta de que todos esperaban algo de él. Miró a ambos lados y vio, tan cerca unos de otros que los remos casi se tocaban, los ciento setenta trirremes que en breves momentos iban a entrar en combate. Un escalofrío le recorrió la espalda, y el vello de los antebrazos se le erizó.

Ésta es mi flota,
pensó.
Éste es mi día.

—¡Ciudadanos de Atenas! ¡Remeros de la flota! Todos vosotros me conocéis, pero yo también os conozco a todos vosotros.

«Es verdad»,
murmuraron algunos al pie de la
Artemisia.

—Vosotros sois aquellos a los que los hoplitas miran por encima del hombro. Aquellos a los que despectivamente apodan «los más» y también «los peores». Hoy vais a demostrarles que, efectivamente, sois más que ellos y que vuestra fuerza reside en vuestro número. ¡Pero nadie tiene derecho a llamaros «peores», porque no sois inferiores a nadie ni en destreza ni en valor!

»Hubo un gran hombre en esta ciudad. Era un eupátrida, sí. Pero en su corazón pertenecía a vuestro pueblo. Se llamaba Clístenes. Ese hombre cambió las leyes. Mientras me apretaba la mano en su lecho de muerte me explicó por qué. Éstas fueron sus palabras:
«Si Atenas quiere ser grande de verdad, necesita a todos sus ciudadanos por humildes que sean. La pobreza no debe impedir a nadie que luche por el bien de la ciudad. ¡Nos hacen falta todas las manos!».

»Hablando de manos, mirad las mías. Están llenas de callos. Muchos me conocéis desde hace tiempo y sabéis que apenas me despuntaba la barba cuando ya remaba en los barcos de mi padre como uno más. Hoy desearía bogar con todos vosotros para clavar nuestros espolones de bronce en el corazón del enemigo. Sé que tengo que estar arriba, en la cubierta, porque debo ser vuestros ojos. ¡Pero vosotros seréis mis manos y mis pulmones! ¡Vosotros seréis mi corazón!

»No tendremos otra ocasión como ésta, atenienses. La victoria de Maratón fue grande. Pero se os privó de compartirla, y los miembros de las primeras clases se atribuyen todo el mérito de aquel triunfo.

»Sin embargo, ahora se os presenta la oportunidad de humillar al más soberbio de todos los nobles, a aquel que en su arrogancia se hace llamar Rey de Reyes. ¡Vamos a demostrarle que no reconocemos reyes ni tiranos! ¡Vamos a demostrarle que nuestro único soberano es la ley, y que la ley sólo nos la otorgamos nosotros mismos, los ciudadanos de Atenas!

»Los veteranos de Maratón aún recuerdan con orgullo su victoria y la guardan en su memoria como el más valioso de los tesoros. Pues a partir de hoy, cuando a vosotros os pregunten: «¿Qué
estabas haciendo el dieciséis de boedromión, en el año del arcontado de Calíades?»,
entonces contestaréis con tanto orgullo como ellos:
«¡Yo estaba remando en Salamina! ¡Yo estaba
venciendo
en la batalla de Salamina!».

Un rugido respondió sus palabras. Se dijo que aún soplaba el terral y probablemente arrastraría sus gritos lejos de los persas. ¿Por qué no incendiar sus espíritus un poco más?

—Venced hoy a los bárbaros, y pronto llegará el día en que podáis exigir el cargo de arconte y el de polemarca. ¡Incluso el puesto de general! Porque cuando los orgullosos eupátridas os lo pretendan negar, les podréis decir:
«¡Somos los remeros de Salamina! ¡Tenemos tanto derecho a gobernar Atenas como vosotros, porque nosotros la hemos salvado!».
Si vencéis hoy, os aseguro una cosa: ¡Nada estará fuera de vuestro alcance! ¡Nada será imposible para vosotros!

»Voy a confesaros algo, atenienses. Toda mi vida la he vivido para que llegara este día. Si hoy me otorgáis el triunfo, mi vida habrá tenido sentido. Si no, será tan inútil y vacía como si hubiese escrito mi historia sobre las aguas del mar.

»Os propongo un pacto, atenienses.

—¡Adelante! ¡Dinos cuál es! —contestó un joven remero llamado Dinocles.

—Es un pacto sencillo y os aseguro que lo cumpliré. ¡Dadme vuestras manos ahora, entregadme vuestros corazones sólo por un día! ¡Concededme esta victoria hoy, hijos de Atenea! ¡Si lo hacéis, recibiréis a cambio el tesoro más valioso que puede poseer un hombre!

Hubo un silencio expectante, tan espeso que Temístocles pudo oír los latidos de su propio corazón. Entonces gritó con tanta fuerza como no lo había hecho en su vida:

—¡Yo os entrego el futuro!

La arenga de Arístides a los hoplitas no fue tan visceral. Encaramado a una roca blanca, les habló de los viejos valores, del amor a la tierra, de su patrona Atenea y de cómo en Maratón ya habían demostrado a los persas que eran muy superiores a ellos en fuerza y valor. Cimón pensó que él lo habría hecho mejor. Como orador, Arístides adolecía de dos defectos. El primero, que utilizaba argumentos demasiado cerebrales. En cambio, Temístocles sabía apelar a las pasiones, a veces incluso a las más bajas. Su propio amigo Mnesífilo había afirmado que, al igual que a los criados que llevan de la mano a los niños se les llama «pedagogos», habría que acuñar un nuevo término para él, que conducía al pueblo adonde quería: «demagogo».

El segundo problema de Arístides era que, a pesar de su estatura y la amplitud de su pecho, no poseía una voz muy potente, y debido a su tono grave, las últimas filas no oían más que un confuso runrún. Pero Arístides lo solucionó en parte cuando al final de su alocución hizo subir a Esquilo para que los inspirara con unos versos. El poeta los improvisó con tal pasión y poderío que todos los hoplitas levantaron sus lanzas y aporrearon con ellas los escudos.

¡Adelante, hijos de los griegos!

¡Luchad por el honor y la libertad de vuestra patria,

de vuestros hijos y de vuestras mujeres!

¡Recuperad las tumbas de vuestros antepasados

y los templos de vuestros dioses ancestrales!

¡Éste es el día en que lucháis por todo!

Después de aquello, las dotaciones se dirigieron a sus respectivas naves. Mientras los remeros y los marineros terminaban de embarcar, los jóvenes que lucharían a bordo de los trirremes se despedían en la playa de los demás hoplitas. Quedaban allí amigos, amantes, hermanos, primos, padres veteranos de Maratón que deseaban suerte a sus hijos, incluso algún abuelo que pese a sus años se había enfundado la coraza y había embrazado el escudo.

Cimón se despidió de su cuñado Calias y de Arístides. Éste le dijo:

—Adelante, hijo de Milcíades. Demuestra que no eres inferior a tu padre en valor ni a Temístocles en astucia. —El Justo le abrazó—. En verdad te digo que tú eres el porvenir de Atenas, Cimón.

Enardecido por estas palabras, Cimón acudió a su puesto en la
Dínamis.
Los primeros trirremes ya empezaban a batir los remos y se dirigían hacia la Farmacusa para sortearla por ambos lados. Al verlo, Cimón se apresuró para que su nave no fuera la última, y el entrechocar metálico de sus armas al correr le complació. Eran cien kilos de músculo y metal los que hacían crujir la arena bajo sus pies, pero aquel peso lo hacía sentirse poderoso como Aquiles.

—¡Cimón!

Había llegado casi al pie de la escalerilla cuando oyó aquella voz femenina. Ahora que la playa se había vaciado un poco, las mujeres, niños y ancianos que se habían refugiado en Salamina y no en otros lugares más lejanos acudían para presenciar la partida de las naves. Cimón esperó mientras Elpinice se acercaba corriendo. O no había tenido tiempo de recogerse el cabello o no se había molestado, y su melena negra ondeaba como una bandera a su espalda. A bordo de la
Dínamis
se oyeron algunos silbidos y comentarios encendidos, hasta que alguien los acalló recordando que aquélla era la hermana de su trierarca.

—¿Te has despedido ya de tu esposo? —le dijo Cimón cuando ella llegó a su lado y se abrazó a él. Podía sentir el jadeo de su pecho y los latidos de su corazón incluso a través de la coraza.

—Calias no va a ninguna parte. No tengo por qué despedirme de él. Eres tú quien corre peligro.

Cimón aguantó unos instantes abrazado a su hermana y sintiendo las miradas de su tripulación clavadas en la nuca. Por fin, la apartó y la miró a los ojos. ¡Por Cipris, qué hermosa era!

—Antes de que anochezca volveremos a vernos.

—¡Júramelo!

—Te lo juro.

—Y yo te juro que si no vuelves me mataré —le dijo ella, con los ojos arrasados de lágrimas. Después le agarró por el cuello, tiró de él y le dio un beso en los labios. No fue precisamente un beso de hermana, y Cimón sintió en los ijares el calor del deseo.

Cuando subió la escalerilla y ordenó desatracar, Elpinice seguía allí abajo, con ambas manos apoyadas en el pecho. Cimón hizo un esfuerzo, apartó la vista de ella y la dirigió hacia el este, donde la aurora ya teñía el cielo con sus rosados dedos como heraldo del sol.

—¡Adelante! —ordenó al cómitre, que transmitió la orden a los remeros—. ¡Hacia la victoria!

Nave Artemisa

T
erminada la arenga, los remeros corrieron a ocupar sus puestos a lo largo de toda la playa. En ese momento, alguien chistó a Temístocles desde tierra. Bajó la mirada y vio junto a su popa a Epicides. Aunque podría haberse pagado las armas de hoplita, fiel a sus ideas antiaristocráticas llevaba tan sólo un taparrabos, correas en los dedos para evitar que resbalara el remo y un cojín de piel de cordero.

—¡Enhorabuena por tu discurso! —le dijo.

Temístocles pensó que si a Epicides le había gustado tanto su arenga, en caso de salir vivo de la batalla, iba a tener problemas con los eupátridas. Pero el batanero lo tranquilizó enseguida, demostrándole que aún se podía ser más revolucionario.

—¡Hubiera sido mucho mejor si los hubieras incitado a tirar al mar a todos esos hoplitas! ¡Ellos son nuestros auténticos enemigos, no los persas!

—Ve a tu barco, Epicides. Si no, tendrás que ir nadando —lo despidió Temístocles.

Los remeros subieron a la carrera por ambas escalerillas. Temístocles ocupó el puesto del timonel y extendió ambos brazos para que todos pudieran rozarle la mano al pasar. Según pasaban en aquella maniobra que habían ensayado más de mil veces, los fue saludando por sus nombres, mientras ellos le respondían con la consigna convenida para la batalla,
Atenea Justiciera.

Después de los remeros embarcaron los marineros que todavía no se encontraban a bordo, y por último los hoplitas y los arqueros. Fidípides ocupó su puesto detrás de Temístocles y le dedicó una fiera sonrisa. Le faltaba uno de los incisivos, lo que no contribuía demasiado a embellecer aquel rostro tan flaco.

—¿Quién te ha hecho eso? —le preguntó, sospechando que se había metido en alguna pelea.

—Pregunta mejor cuántos dientes ha perdido el otro.

Aunque Fidípides no tenía físico de campeón de pugilato, Temístocles lo dejó estar. Cuando creía que la tripulación ya estaba completa e iba a ordenar que retiraran las escalerillas, Escilias subió corriendo. El buceador traía una soga enrollada y lastrada con plomos.

—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó Temístocles—. ¿No tuviste bastante batalla con Artemisio?

El buceador palmeó el rollo de cuerda.

—No pensarás que voy a dejar que te hundas en el fondo del mar sin más, con todo lo que tenemos en común tú y yo.

Temístocles sonrió. Escilias sabía de sobra que, aunque él muriera, había dispuesto que Grilo debía entregar al buceador los dos talentos de plata que aún le debía. En cualquier caso, después de ver cómo había rescatado a Sofrón, se sentía más seguro teniéndolo a bordo.

La
Artemisia
zarpó por fin. Al principio avanzaron con lentitud en aquella bahía atestada de barcos. Pero enseguida los remeros acompasaron sus paladas, las naves fueron adquiriendo impulso y los timoneles las llevaron a sus puestos dentro de la formación.

Se habían desplegado como en Artemisio, en unidades de quince trirremes de frente y dos de fondo. Tres de aquellas escuadras pasaron a la izquierda de Farmacusa, y las otras tres, a la derecha de la isla. La
Erictonia,
la escuadra de Temístocles, navegaba en el extremo derecho de la formación y conforme avanzaba se iba desplazando a estribor para dejar sitio a las demás.

Temístocles no captaba el olor de la flota enemiga, porque el que emanaba de su propia sentina le saturaba la nariz. Pero ya no era necesario. En cuanto dejaron a babor Farmacusa, la armada persa apareció ante sus ojos. Las bordas de los trirremes, aun siendo más altas que las de los barcos griegos, eran tan bajas que costaba distinguirlas entre el agua y la línea de la costa, pero los curvos codastes y los pabellones que ondeaban sobre ellos se perfilaban con claridad.

Eran muchos barcos, centenares desfilando a lo largo de toda la costa que se extendía ante sus ojos. Se encontraban donde él quería y colocados como él quería, ofreciendo sus costados de babor a los espolones de las naves griegas.

Temístocles alzó los ojos hacia el cielo. Sobre el Himeto, cuyas cimas se habían teñido de un lustre tan dorado como su célebre miel, empezaba a despuntar el sol. Se puso de pie y giró en derredor, tratando de fijar aquel momento en su mente. A popa, en la playa que se extendía entre ambas bahías, se habían congregado los hoplitas de reserva, animando a los compañeros con sus gritos, y tras ellos, las mujeres, los ancianos y los niños. Se preguntó si Apolonia estaría allí, con Mnesífilo. Estaba casi seguro de que sí. Era persona de temple que no escondería los ojos a la batalla por miedo al destino.

Se volvió a estribor. A veinte metros de la
Artemisia
avanzaba la escuadra de Mégara, y más allá se veían los pabellones rojos con la lambda de Euribíades y sus espartanos. Algo más lejos, en el puesto de honor de la formación, se hallaban los trirremes de Egina, que Temístocles no alcanzaba a ver.

Después miró a babor. A su izquierda estaban la
Areté
de Aminias y la
Dínamis
de Cimón, seguidas por muchas más, hasta formar un frente de ochenta y cinco espolones que apuntaban al enemigo. Mucho más lejos, a unos tres kilómetros, se divisaban las velas blancas de las naves de Adimanto.

Por fin, volvió la mirada a proa. Por la forma de sus codastes y por sus estandartes, supo que los trirremes que avanzaban en vanguardia eran fenicios, los mismos que habían demostrado su superioridad en Artemisio.
Pero hoy os habéis atrevido a entrar en las puertas de nuestra casa,
pensó.

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