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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

Salamina (93 page)

BOOK: Salamina
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—Los hombres —dijo Jerjes—. Cuántos.

Normalmente controlaba su tono y limaba sus inflexiones para parecer más hierático. Pero ahora su voz no sonaba solemne, sino átona, gris, como si le costara un mundo encontrar el aire suficiente para articular cada palabra.

—Entre soldados y tripulaciones, cuarenta y ocho mil, majestad.

¡Cuarenta y ocho mil! Por más desertores que se restaran a esa cifra, Artemisia pensó que, como mucho, la rebajarían en cuatro o cinco mil hombres. Sumando las bajas del bando enemigo, estaba convencida de que nunca en la historia habían muerto tantas personas en un solo día. Sin duda Minos, Éaco y Radamantis, los jueces infernales, se encontraban abrumados de trabajo.

Una batalla grandiosa, sin duda, tal como había soñado Jerjes. Pero cuando la posteridad la recordara no hablaría de su gran victoria, sino de su fracaso. El Imperio Persa podía sobrevivir a una derrota como ésa, e incluso a diez más. Sin embargo, Artemisia dudaba de que el Jerjes que ella conocía llegara a sobreponerse alguna vez a lo ocurrido en los estrechos de Salamina.

En aquel momento experimentó una emoción nueva y extraña. En ocasiones había sentido temor ante el Gran Rey, y también admiración, lealtad y deseo. Tras las Termópilas incluso había albergado hacia él un rencor teñido de desprecio. Pero ahora habría querido abrazar a aquel hombre, acunarle la cabeza contra el pecho y consolarlo. Porque veía la negrura sin fondo que había anidado en sus ojos y sentía compasión por él. ¡Ella, Artemisia, una mujer, le tenía lástima al hombre más poderoso del mundo!

Por supuesto, ni siquiera se atrevió a tocar su mano. Tampoco se le ocurrió recordarle que ella era la única que había desaconsejado penetrar con la flota en el estrecho de Salamina.

—Majestad —dijo Mardonio—. No debes afligirte. Ha sido tan sólo un revés. El resultado final de nuestra expedición no puede depender de unos troncos flotantes, sino de hombres y caballos, al modo ancestral de nuestro pueblo. Si lo piensas bien, no encontrarás ni una sola ocasión en que los persas nos hayamos mostrado como unos cobardes. Quienes se han comportado como tales han sido otros pueblos, como los cilicios o los chipriotas. Y, sobre todo, los fenicios.

Miró de reojo a Artemisia, que pensó que al menos el general había tenido el tacto de no nombrar a los jonios ni los carios.

—Lo que ha ocurrido no se puede achacar a los persas, majestad —prosiguió Mardonio—. Tu reputación sigue intacta, como intacta está la
Spada.

—Así es —respondió Jerjes con la misma voz inerte, y bebió un sorbo de vino de la copa de oro que sostenía en la mano derecha. Normalmente, pensó Artemisia, un copero se la habría ofrecido cada vez que él demostrara intención de beber. Pero ahora el rey no la soltaba.

—Te pido permiso para hablar a la vez como consejero y amigo, pues tal me has considerado siempre.

—Lo tienes, mi buen Mardonio.

—Regresa a tus dominios con lo que queda de la flota y la mitad del ejército, majestad. Tus súbditos añoran tu presencia. Ya llevas demasiado tiempo en esta tierra bárbara. Déjame a mí con tan sólo tres divisiones. Si lo haces, te prometo que dentro de un año llegará a tu palacio un correo para comunicarte que toda Grecia ha sido sometida a tu poder.

Artemisia admiró el aplomo de Mardonio. No sólo no se echaba a sí mismo la culpa del desastre de Salamina —responsabilizar a Jerjes era impensable—, sino que daba un paso adelante y se ofrecía para enderezar la situación.

—¿Qué opinas tú, Artemisia? —dijo Jerjes—. Fuiste la única entre mis
bandakas
que me dio un recto consejo.

—Majestad, creo que Mardonio tiene razón. Lo más conveniente es que vuelvas a tu patria y lo dejes a él con las tropas que te ha solicitado. Sigo convencida de que los griegos caerán como fruta madura. Y tú regresarás triunfante, pues has destruido la ciudad de Atenas, cumpliendo así la voluntad de tu padre.

Artemisia dijo lo que debía. Pero habló sin pasión, porque esa expedición ya no le interesaba. Que Mardonio conquistara Grecia para el Gran Rey. Su corazón estaba harto de guerras y lleno de melancolía. Ahora sólo quería volver a su patria.

En algo se equivocaba Artemisia. Aunque el Gran Rey tenía los ojos clavados en Salamina, no estaba reviviendo la batalla de la víspera. La imagen que contemplaba a través de las rendijas de su máscara de oro era más remota, una visión de diez años atrás. La del hombre que llevaba el escudo del dragón negro, el hoplita que había detenido la carga de su corcel clavando su lanza en el suelo de Maratón.

Aquel hombre no había vencido al Imperio Persa, porque éste, por la voluntad de Ahuramazda, era indestructible y habría de durar hasta el día de la Separación. Pero a Jerjes el Gran Rey, Rey de Reyes, Rey de las Tierras, hijo de Darío, el Aqueménida, lo había derrotado. Había doblegado su voluntad y había quebrantado su espíritu.

Jerjes extendió su copa hacia el horizonte y brindó por su adversario.

—Yo te saludo, Temístocles el ateniense.

El premio de Temístocles

Cuenta Heródoto que el premio al valor por ciudades se lo llevaron los eginetas, mientras que el individual, aunque con envidia y a regañadientes, se lo concedieron todos a Temístocles. Tras retirarse al Istmo y votar desde el altar al general más valeroso, cada uno se eligió en primer lugar a sí mismo y en segundo a Temístocles.

Los lacedemonios, por su parte, lo condujeron a Esparta. Y si bien allí el premio del valor se lo concedieron a Euribíades, a él le otorgaron una corona de olivo en reconocimiento de su sabiduría, le regalaron el mejor carro de la ciudad e hicieron que trescientos jóvenes lo escoltaran hasta la frontera.

Se cuenta también que en las siguientes Olimpiadas, al presentarse Temístocles en el estadio, los espectadores se desentendieron de los deportistas y no dejaron de mirarlo en todo el día mientras entre aplausos de admiración se lo señalaban a los extranjeros y les decían quién era.

Al oírlos, Temístocles confesó complacido a sus amigos:

—En este día he recogido el fruto de mis esfuerzos por Grecia.

Plutarco,
Vida de Temístocles
, XVII

APÉNDICE HISTÓRICO

La cantidad de bibliografía publicada sobre las Guerras Médicas puede crear la ilusión de que se sabe mucho sobre este período. Pero son más las lagunas y dudas que las certezas. He tratado de aprovechar lo que los novelistas llamamos «los huecos de la historia» a la vez que seguía un relato histórico coherente. Esto último no siempre es posible. En unos casos no hay forma de encajar las diversas fuentes, que ofrecen relatos contradictorios. En otros, la tradición que nos ha llegado no parece verosímil.

Las Guerras Médicas aparecen mencionadas en un sinfín de textos clásicos. Comentaré a continuación las principales fuentes.

Las
Historias
de Heródoto (Aunque he utilizado los textos originales para mis traducciones, debo recomendar la versión española de Carlos Schrader para la editorial Gredos. La traducción es magnífica. El número de notas puede apabullar al lector, pero son muy útiles y amenas, y en ellas se encuentra abundante bibliografía.). El llamado «padre de la Historia» centra toda su obra en este conflicto de proporciones épicas entre griegos y persas, y es la fuente básica y la más rica en datos. Pero no carece de defectos. Su conocimiento del mundo persa muchas veces parece de oídas o de segunda mano. No posee la formación militar de otros historiadores como Tucídides o Polibio, por lo que sus batallas están narradas de una forma caótica, y se centra más en lo personal, anecdótico o prodigioso que en la visión de conjunto. Los estudiosos que, como Burn, Hignett, Green, Hammond o Strauss (sus obras aparecen citadas en la bibliografía) tratan de extraer de las
Historias
un desarrollo táctico y estratégico coherente se encuentran con grandes dificultades.

Cuando Heródoto redacta su obra ya han pasado cincuenta años de los hechos. La mayoría de sus fuentes son orales, testimonios de veteranos de aquel conflicto que, como suele suceder en todas las guerras, se enteran más de los rumores difundidos por la famosa «radio macuto» que de las operaciones reales. Las escenas de consejos de guerra son una recreación de lo que Heródoto cree que debió ocurrir o de lo que le parece lógico que se dijera. Sin embargo, hay fragmentos dialogados en su obra con tal fuerza dramática que no he resistido la tentación de utilizarlos. Así ocurre, por ejemplo, cuando Temístocles amenaza al resto de los aliados griegos con llevarse sus naves a Italia, o en los consejos que Mardonio y Artemisia dan a Jerjes antes y después de la batalla de Salamina.

En cuanto a
Los persas
de Esquilo, se trata de una tragedia, no de una obra histórica. Pero la descripción que hace de la batalla de Salamina es interesante porque la escribe tan sólo ocho años después de los hechos, y porque además participó en ella —del mismo modo que había participado en la de Maratón—, o al menos la presenció.

Del siglo I antes de Cristo tenemos la
Biblioteca histórica
de Diodoro Sículo. Su fuente principal para esta época es Éforo, otro historiador del siglo IV a. C. cuyas obras se han perdido. Los estudiosos suelen considerar a Diodoro un autor de segunda fila en comparación con Heródoto, y lo cierto es que incurre en errores cronológicos de bulto, tal vez debidos a dificultades a la hora de organizar el material.

También son imprescindibles las
Vidas paralelas
de Plutarco; sobre todo la de Temístocles, y también las de Arístides y Cimón. Plutarco escribe en el siglo II después de Cristo. Aunque tiene acceso a fuentes que se han perdido, también es cierto que recoge tradiciones posteriores sobre las Guerras Médicas que se han acumulado a modo de sedimento y que en muchos casos son apócrifas y hay que tamizar. Plutarco no es un historiador, sino un moralista, y se resiste incluso menos que Heródoto a la tentación de lo anecdótico. De este mismo autor nos ha llegado un opúsculo titulado
Sobre la malicia de Heródoto
que critica al historiador en muchos aspectos. En él se basa mi interpretación de la campaña de Eretria y del papel de Adimanto y la flota corintia en la batalla de Salamina.

Debo citar también la
Historia de la Guerra del Peloponeso
de Tucídides. En el libro I hay referencias muy interesantes a este conflicto y, en particular, a Temístocles. El elogio que Mnesífilo hace de Temístocles y su capacidad de previsión mientras habla con Apolonia es una paráfrasis de las alabanzas del propio Tucídides.

En cuanto al Imperio Persa, por más defectos que tenga Heródoto, ya querríamos que existiera un Heródoto persa. Siempre me ha llamado la atención que Gore Vidal critique tanto al historiador en su novela
Creación.
(Supongo, o quiero pensar, que esto se debe al punto de vista narrativo que adopta.) Pero luego, a la hora de describirnos costumbres persas o lugares como la imposible ciudad de Ecbatana, no duda a la hora de recurrir al historiador griego.

En realidad apenas queda otro remedio. Las inscripciones en piedra de los soberanos Aqueménidas son escasas y, en su afán por glorificar a los reyes, apenas nos ofrecen datos históricos. Hay crónicas babilonias de la época, como la de Nabonides, o el texto conocido como el Sello de Ciro, pero la cantidad de información que se puede obtener es escasa. Incluso una obra monumental como la de Pierre Bryant, con más de mil páginas, depende mucho de Heródoto y otros historiadores posteriores, algo que reconoce el autor.

Bryant empieza su libro con dos citas sobre la dificultad de conocer la verdad histórica que no me resisto a traducir. La primera es de Léo Ferré:
«Aunque no sea verdadera, hay que creer en la historia antigua».
La segunda es de Umberto Eco:
«Es difícil saber si una interpretación concreta es correcta. Las malas son mucho más fáciles de identificar».

Lo que Bryant aplica a la historia de Persia puede ampliarse también a toda la historia de la Antigüedad, y en particular a las Guerras Médicas. Sabemos que ocurrieron, sí, pero ¿conocemos de verdad lo que sucedió en ellas? Mientras no haya nuevos descubrimientos arqueológicos o aparezcan textos desconocidos, seguiremos moviéndonos en el terreno de las conjeturas.

La mayoría de los personajes de la novela son históricos. Con esto quiero decir que aparecen mencionados en los textos: muchas veces son poco más que un nombre que he recubierto en la novela con carne, huesos y piel. De los que desempeñan un papel más importante, tan sólo Apolonia y Euforión el Nervios son ficticios.

En su biografía de Temístocles, Plutarco transmite informaciones que a veces se contradicen. He elegido aquellas que me ofrecían la posibilidad de construir mi propio personaje. Por poner un ejemplo, Plutarco dice que según algunos autores la madre de Temístocles se llamaba Abrótono y era tracia, y que según otros se llamaba Euterpe y era una mujer caria de Halicarnaso. Esta segunda opción me ofrecía la posibilidad de emparentar a Temístocles con Artemisia, por lo que la elegí. Así he procedido en general. Por otra parte, los lectores familiarizados con Plutarco echarán de menos algunas anécdotas concretas. Como ya decía antes, la mayoría no deben ser ni siquiera históricas, así que las he expurgado sin el menor reparo cuando no contribuían al perfil de mi protagonista.

Artemisia también es un personaje real. De ella se sabe poco: que participó en la batalla de Salamina, que hundió uno de los barcos de su propia flota para poder escapar y que, al menos según Heródoto, Jerjes tenía en gran estima sus consejos. No consta, desde luego, que participara en Maratón, pero tampoco se afirma en ningún lugar lo contrario, de modo que aprovecho otra vez los huecos de la historia.

La presencia de Jerjes en Maratón es otra fabulación mía, seguramente menos verosímil que la de Artemisia, pero que me resultaba útil desde el punto de vista argumental. Sin embargo la historia del «soplo» previo a la batalla bien pudo ser cierta. Hay una curiosa explicación en la
Suda,
una monumental enciclopedia bizantina del siglo X con cerca de 30.000 artículos. En ella se menciona la expresión
khoris hippeis,
«la caballería está lejos». La explicación que da la
Suda
es ésta:
«Cuando Datis invadió el Atica, dicen que los jonios, al retirarse aquél, subiéndose a los árboles les hicieron señales a los atenienses para informarles de que la caballería se había marchado. Al saberlo, Milcíades cargó y consiguió la victoria».

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