Así que, ahora que estaban en Babilonia, lo mejor que podía hacer era hablar poco, y de ese modo no delataría a su señor. A él le parecía una locura que un ateniense, después de lo que había pasado en Maratón, se atreviese a viajar por el Camino Real y por el Éufrates y visitar una de las capitales del Gran Rey. Pero su señor era un hombre muy inquieto y curioso, al que le gustaba saber siempre cosas que los demás ignoraban. Eso casi les había costado la vida a él y al propio Sicino en Maratón aquel día que se empeñó en espiar al ejército de Datis por aquel tubo que acercaba los objetos y que le hacía llevar a todas partes.
Temístocles lo estaba esperando junto a la puerta del banco. A Sicino no le gustaba la profesión de Izacar. Que la gente prestara dinero le parecía bien, siempre que fuera a sus amigos, pero no que cobrara intereses por ello. Ignoraba que su señor también lo hacía, sólo que no a su nombre, sino usando a Jenocles y a su antiguo esclavo Grilo para cubrir sus operaciones.
—Éste es Dumuzi, criado de Izacar —dijo Temístocles, señalando a un babilonio calvo y de mejillas afeitadas que casi parecía un egipcio—. Va a llevarnos a una taberna donde se reúnen algunos griegos. Tomaremos una cerveza y veremos qué nos cuentan.
Ya se estaba haciendo de noche. Pero en Babilonia la gente decente no se retiraba a sus casas al caer el sol, sino que había muchas calles iluminadas. Pasaron por una avenida sembrada de palmeras que se alternaban con cuerpos ensartados en aguzadas estacas. Algunos se retorcían, pero la mayoría estaban ya muertos, lo que significaba que no los habían empalado con la maestría de los asirios. Jerjes, al parecer, no compartía la crueldad de éstos y tan sólo pretendía escarmentar a los rebeldes babilonios, no disfrutar de la tortura.
Por el camino encontraron solares derruidos. En ellos había personas que dormían sobre esterillas, envueltas en mantas. Dumuzi les explicó que las paredes de tierra aglomerada resistían bien, eran baratas y aislaban de la temperatura, sobre todo cuando llegaba el insoportable calor del verano. Pero cuando empezaban a agrietarse resultaba inútil intentar repararlas. Era mejor derribarlas y levantarlas de nuevo.
Entraron en un distrito sembrado de templos y tabernas que, en ocasiones, estaban adosados.
También se veían sobre las puertas carteles con dibujos obscenos que hacían de reclamo de los lupanares. Según les dijo Dumuzi, en Babilonia a veces era difícil distinguir unos locales de otros.
Llegaron a la cervecería de la que Izacar le había hablado a Temístocles. Éste le dijo a Dumuzi que podía volver a casa, ya que había memorizado el camino.
—Pero eso es muy difícil, señor. Nadie puede aprenderse este camino con una sola vez.
Ese babilonio no conocía a su amo, pensó Sicino. Seguro que si ahora los soltaban a ambos, Temístocles llegaría a casa de Izacar antes que el propio Dumuzi, incluso improvisando algún atajo.
—Vete tranquilo. No pasa nada —dijo Temístocles, en ese tono amable que usaba cuando quería que lo obedecieran. Dumuzi se fue, y Sicino pensó que a lo mejor Temístocles no quería que su anfitrión el banquero se enterase de sus tejemanejes.
Entraron a la taberna. Era un local pequeño. Sicino tuvo que agacharse para pasar por la puerta, y después la cabeza le siguió rozando con las tablas del techo. Los clientes se volvieron un momento para mirarlo de arriba abajo, o en su caso más bien de abajo arriba, y continuaron con sus conversaciones y sus partidas de dados. Había bastantes griegos allí, hablando en dialectos que a Sicino le costaba entender. Las mesas también eran de ladrillo, aunque éste debía ser más caro que el adobe de las casas, porque se veía que lo habían cocido al horno, y los taburetes eran de mimbre.
No había ni uno libre.
—Ve al mostrador y pídete una cerveza, Sicino. Yo quiero hablar con uno de esos hombres —dijo Temístocles, señalando a dos tipos sentados en un rincón.
A Sicino le pareció bien. Si no escuchaba ninguna conversación, no tendría que mentir luego.
Temístocles se acercó a la mesa, y uno de los dos hombres se levantó sorprendido al verlo y lo abrazó. Después le dijo algo a su compañero, que dejó la silla a Temístocles y se fue de la taberna.
Sicino, por su parte, se apoyó en el mostrador, que, por supuesto, era de ladrillo, pues allí la madera parecía casi un lujo. Sin preguntarle, el tabernero le llenó un cuenco de cerveza.
Aprovechando su altura, Sicino se fijó en cómo la preparaban. Tenían unas tinas en las que echaban unos grandes panes de cebada germinada y levadura sobre los que vertían agua para que la mezcla fermentara. A Sicino le habían servido de una tina que ya había madurado, retirando una tapa que tenía en la parte inferior. A pesar del filtro, se colaban bastantes grumos. Pero el sabor era agradable, aunque Sicino ya se había dado cuenta de que no convenía abusar de la cerveza, porque le provocaba un extraño dolor entre las cejas y se le iba un poco la cabeza.
Una moza se acercó a él. Era más alta y rolliza que la del bosquecillo de Ishtar. Le sonrió y se empezó a frotar contra su costado. Vestía una túnica de lino, con los hilos tan separados que se veía todo lo que había debajo. Llevaba los pezones pintados de púrpura. Sicino se dio cuenta de que el deseo le despertaba de nuevo. Al fin y al cabo, todavía no había cumplido los treinta, que es cuando, según le había dicho su amo, la sangre se empieza a calmar.
La moza le ofreció un pastel con una figura amasada en relieve.
—¿Quién es? —preguntó Sicino con su escaso arameo.
—Enlil —contestó ella, sonriendo de nuevo. Tenía los dientes torcidos, pero limpios.
—¿Un dios?
—Sí.
Aunque tenía mucha hambre, Sicino meneó la cabeza y apartó el pastel para no faltar contra Ahuramazda. Pero a la muchacha no la apartó. Ella volvió a rozarse contra él, restregándole los pechos por el brazo, y señaló hacia una cortina que daba a una escalera por donde subían y bajaban parejas improvisadas.
—¿Cuánto?
—Medio siclo.
A Sicino se le antojó muy caro. Le habían dicho que medio siclo equivalía más o menos a una dracma, el sueldo de un operario especializado en Atenas. Su señor le pagaba media dracma al día para que fuera ahorrando su propio peculio. ¿Y esa muchacha quería cobrarle por un rato lo que él ganaba en dos días?
A Temístocles y a su compañero de mesa les llevó la jarra de cerveza otra moza con las nalgas aún más carnosas y respingonas que la que estaba enverracando a Sicino. Pero Temístocles se limitó a mirarla un segundo y sonreír, sin pensar tan siquiera en el sexo. El azar le había deparado un encuentro inesperado. El hombre al que había saludado era Esquines. La última vez que se vieron fue la víspera de la caída de Eretria. Pero antes de eso habían tratado a menudo e incluso habían compartido alguna borrachera en casa de Milcíades. Al reencontrarse se abrazaron efusivamente, aunque ambos sabían que el otro no era en realidad un amigo.
—He pasado cuatro años en Arderica con los demás cautivos de la ciudad —le explicó Esquines cuando Temístocles le preguntó—. No nos torturaron ni nos mutilaron, como nos habíamos temido, pero nos hicieron trabajar como esclavos. Por eso, cuando murió Darío, me traje a mi familia a Babilonia.
—¿Los persas te lo permitieron?
—Desde que está Jerjes, han relajado mucho la vigilancia sobre nosotros.
—Esquines se encogió de hombros y añadió—: Al fin y al cabo, ¿qué podemos hacer unos cuantos griegos contra el poder de un imperio tan inmenso?
—Eso es cierto. Pero lo que me pregunto yo es qué puede hacer ese imperio tan inmenso contra nosotros —dijo Temístocles, bajando un poco la voz, aunque con la algarabía que reinaba en la taberna y los restallidos de los cubiletes de dados en las mesas era difícil que alguien distinguiera sus palabras.
—Así que os han llegado rumores.
—Sí. Dicen que Jerjes está preparando una invasión de tal magnitud que a su lado la de Datis parecerá la procesión de las Tesmoforias.
Esquines bajó la mirada a su cuenco de cerveza y sacó un poso de cebada con la punta del dedo.
—Es posible. Ahora hay muchas tropas en la ciudad. Ya habrás oído lo de la revuelta.
—Sí. La cuestión es si va a licenciar esas tropas o si van a seguir movilizadas.
—La
Spada
siempre está movilizada, Temístocles —dijo Esquines, mirándolo de nuevo a los ojos—. Pero, si lo que dicen es verdad, Jerjes quiere decretar nuevas levas para conquistar Grecia.
—He oído hablar de más de cien mil soldados y dos flotas imperiales. ¿Es eso cierto?
—Puede. Pero aún tardará. La burocracia de palacio es lenta. Muchos preparativos, instrucciones a los sátrapas, mensajes que tienen que ir y volver... No creo que Grecia deba preocuparse hasta dentro de cinco o seis años, así que ¿por qué no hablamos de otras cosas más agradables? La guerra me hastía.
—¿A quién no le hastía? En la paz los hijos entierran a los padres, mientras que en la guerra los padres sepultan a los hijos —dijo Temístocles, mencionando un lugar común—. Tienes razón, dejemos de hablar de ella. Tú eras próxeno de Milcíades, ¿me equivoco?
—No te equivocas.
—No sé si sabrás que murió.
—Lo ignoraba. ¿Cómo fue?
—Sufrió una herida muy fea en Paros y se le engangrenó la pierna. No fue el final que alguien como él se merecía.
—Eso es cierto. Me apena mucho lo que me cuentas.
A Temístocles le pusieron sobre aviso dos cosas. En primer lugar, las pupilas de Esquines no se dilataron cuando se enteró de la muerte del viejo león. No esperaba una explosión de llanto o ayes lastimeros, pero sí alguna pequeña muestra de sorpresa. Esquines sabía perfectamente lo que le había pasado a Milcíades. Eso significaba que, para ser un cautivo deportado, estaba bien informado de lo que pasaba en Grecia.
En segundo lugar, su propia memoria. En una conversación que había tenido con Apolonia en la época de Maratón, ella le había contado que, la noche en que los persas entraron en la ciudad, Esquines se había presentado en su casa para ver a su marido Jasón. ¿De qué habían hablado? Trató de acordarse. No había vuelto a pensar en Esquines en muchos años. Todo lo relacionado con Eretria lo tenía guardado en un ánfora sellada con pez y arrinconada en el fondo de la bodega más recóndita de su mente. Cuando la culpa quería salir de esa tinaja, Temístocles le cerraba la tapa.
Pero ahora, delante de aquel eretrio, no tenía más remedio que recordar.
Sí. Le había dicho a Jasón que él, Temístocles, le había informado personalmente de que los colonos atenienses iban a evacuar la isla sin ayudar a los eretrios. Lo cual era cierto.
Pero Esquines también había dicho que iba a reunirse con los oligarcas de la ciudad para intentar un arreglo con los persas. Apolonia estaba convencida de que Esquines era uno de los traidores que habían abierto las puertas a Datis. En ese caso, era comprensible que estuviese en Babilonia.
Seguramente los persas lo habían recompensado por su felonía.
Esquines, que se suponía iba a hablar de asuntos más agradables, se estaba explayando sobre las condiciones infrahumanas de la vida en Arderica.
—Habría preferido arrancar plata con las uñas en las minas del Laurión que trabajar junto a esos hediondos pozos negros, te lo juro. ¡Era espantoso! Nos pasábamos el día encorvados junto a esos malditos cigoñales, removiendo el asfalto y el aceite de piedra con enormes cucharones de hierro para meterlos en las espuertas. Esos vapores olían peor que los establos de Augías. No hacíamos más que toser, y escupíamos una baba más negra y espesa que la propia brea. Dormíamos al lado de los pozos, en cobertizos de paja. Para comer nos daban gachas de cebada sin triturar, y bebíamos agua turbia del río, porque el asfalto contaminaba las fuentes.
Conforme Esquines seguía describiendo los horrores del lugar, Temístocles sentía detrás de su cuello el aliento de las Furias, que lo acariciaban con sus cabellos de serpiente y le susurraban:
«Tú traicionaste a los eretrios. Tú los llevaste a ese infierno»
. ¿Por qué tenía que haberse encontrado precisamente a ese hombre allí, para recordarle su crimen? Pero su mente inquisitiva y práctica le aconsejó que ignorara a las Furias y observara a Esquines con más atención. El eretrio tenía las uñas limpias y sin astillar y las cutículas sin padrastros ni sabañones. Podía habérselas limpiado a conciencia, aunque el corte impecable y redondo del borde de la uña hacía pensar en el trabajo de un esclavo experto en manicura, algo que no salía barato. Los dedos no mostraban callos ni arañazos. ¿A qué se dedicaba Esquines para ganarse la vida? ¿Acaso los persas le daban de comer por su cara bonita? La túnica estaba raída, sí, pero parecía más un disfraz prestado que su auténtica ropa. No pegaba nada con su corte de pelo, y menos con los bucles de la barba, que delataban que ese mismo día se la había rizado con hierros calientes.
Ese hombre no había pisado Arderica ni los pozos de asfalto en su vida, de eso estaba seguro. Lo cual, quiso creer, significaba que las desgracias y penurias que describía eran fruto de su imaginación.
Y también significaba que Temístocles corría peligro en Babilonia.
Esquines había hecho una pausa para beber cerveza, y Temístocles aprovechó para decir:
—Es curioso que después de tantos años volvamos a vernos aquí, en la otra punta del mundo.
Una gran coincidencia.
—Sí, es curioso, mi querido Te...
—Pisindalis. Me llamo Pisindalis.
—Perdona, amigo. Qué nombre más curioso. ¿Cómo se te ha ocurrido? No parece griego.
—Es bastante normal en Caria. Bien, Esquines, ha sido un placer verte de nuevo. Espero que tu vida aquí en Babilonia sea próspera y larga —dijo Temístocles, haciendo ademán de levantarse de la mesa. El eretrio le agarró con la mano izquierda, mientras con la otra le echaba más cerveza en el cuenco.
—Pero ¿qué prisa tienes, amigo? Claro, he estado hablando yo todo el rato, lo entiendo. Hace mucho que no recibo noticias de Grecia. ¿Qué ha sido de Eretria? ¿La han reconstruido?
Mientras Sicino seguía pensándose si merecía la pena pagar la tarifa de la joven rolliza, miró a Temístocles y se dio cuenta de que el otro hombre lo había retenido. Su señor estaba inquieto, era evidente. Ahora miró a Sicino y le hizo una seña con las cejas, como diciendo:
«Quítamelo de encima»
.
Pero cuando Sicino se disponía a sacar de allí a Temístocles y librarlo de la compañía del otro por las buenas o las malas, aparecieron en la puerta unos soldados persas. Sicino retrocedió de nuevo al mostrador, del que la muchacha había desaparecido con la presteza de quien huele problemas.