La visión de aquellos relieves que pensaba esculpir en su propio honor debió excitar más a Jerjes, que hasta ahora se había contenido, porque apretó el trasero y los muslos de Artemisia y la empezó a mover sobre sus ijares con más brío. Ella era una mujer fuerte, capaz de derribar a muchos hombres en la arena de la palestra, pero entre los brazos del rey se sentía ligera y débil como una pluma.
De alguna manera, se revolvieron y él volvió a terminar encima de ella. Ambos sudaban pese a que no hacía calor, y esta vez Artemisia se dio cuenta de que el rey sí había llegado hasta el final.
Ahora que el cuerpo de Jerjes estaba relajado, casi desmadejado, su peso empezaba a agobiar a Artemisia. Pero no se atrevió a moverse.
—Mi señor...
Artemisia torció el cuello y miró hacia arriba. El eunuco de Jerjes había vuelto a entrar en la alcoba, ignoraba cuándo.
—Dime, Mitradates —dijo Jerjes, sin que pareciera incomodarle la intromisión de su sirviente.
El eunuco escondió las manos en las mangas y agachó la cabeza. Jerjes se separó por fin de Artemisia y se sentó en la cama. Mitradates tomó una copa nueva de la bandeja, la llenó esta vez de una jarra de plata que contenía agua y, tras probarla, se la ofreció. Mientras Jerjes saciaba su sed, el eunuco le cuchicheó algo al oído. Estuvo un rato hablándole, en voz tan baja que la única palabra que captó Artemisia fue
Mardoniya
. A mitad del recado, el rey empezó a mirar fijamente a Artemisia. Ella volvió a cubrirse con un cojín, sintiéndose indefensa. ¿Qué había hecho sin saberlo? Por fin, Jerjes asintió. Mitradates se enderezó y, volviéndose hacia Artemisia, preguntó:
—¿Conoces a Temístocles el ateniense? No cabía decir más que la verdad.
—Sí, lo conozco. ¿Por qué...?
—No eres tú quien debe hacer preguntas, mujer —la interrumpió el eunuco.
—Ella es mi
bandaka
, Mitradates.
Jerjes no había levantado la voz, pero su criado agachó la cabeza como si le hubieran dado un pescozón, cerró los ojos y guardó silencio. Pasado un rato, Mitradates volvió a levantar la barbilla y dijo:
—Noble Artemisia, te ruego que me acompañes.
Temístocles estaba en un zaguán anejo al patio de los jardines. Lo habían traído prácticamente a rastras y se sostenía en pie tan sólo porque dos soldados lo agarraban por las axilas. Tenía los ojos cerrados, el semblante gris y la barba pegajosa por la sangre que le había goteado de sus propios labios. Por las huellas que se veían en ellos, se los había mordido él mismo. Pero lo peor eran sus manos. Sus dedos, los mismos que habían acariciado a Artemisia bajo la luna de Maratón, colgaban lacios como títeres abandonados por su dueño. Las uñas se veían negras como si se las hubiera pintado con carbón. Luego se dio cuenta de que no era pintura, sino el color de la sangre sobre la carne viva. No tenía uñas. Se las habían arrancado todas de raíz. Artemisia se tapó la boca y sofocó un gemido de horror.
—Este hombre es un espía —le dijo Mardonio. Artemisia lo conocía desde hacía años, pues había pasado por Halicarnaso con la flota que pretendía invadir el norte de Grecia—. Según nos han informado, se trata de Temístocles, un hombre poderoso en Atenas. Pero él insiste en que es cario y se llama Pisindalis, y nos ha dicho que tú podías testificar a su favor. ¿Dice la verdad o miente? De pronto, Artemisia dudó. Se acercó al prisionero y le levantó el mentón. Llevaba la barba más larga y espesa, igual que el pelo, y el dolor le había deformado los rasgos. Pero cuando abrió los párpados y le sonrió débilmente, ya no le cupo duda alguna. Eran los ojos de Temístocles.
Artemisia se apresuró a inventar su propia mentira, una que no la comprometiera demasiado y a la vez pudiera ayudar a Temístocles.
—No os ha engañado.
—¿No?
—Mardonio enarcó una ceja, escéptico.
—No del todo, al menos. Tú tienes razón en lo que dices, noble Mardonio. Este hombre es Temístocles, hijo de Neocles el ateniense. Pero también es hijo de mi tía Euterpe, y por tanto cario de Halicarnaso.
—¿Y el nombre que dice tener?
—En mi familia muchos hombres reciben dos nombres, uno griego y otro cario. Pisindalis es un nombre muy típico entre los míos. De hecho —añadió, mirando fijamente a los ojos a Temístocles—, mi hijo, que tiene cinco años y medio, se llama así.
A pesar del dolor, las pupilas de Temístocles bailaron un instante calculando fechas, y enarcó las cejas en un gesto de interrogación. Artemisia asintió con la barbilla de forma casi imperceptible.
—¿Quién es este hombre entonces? Artemisia se volvió, sobresaltada. Jerjes había aparecido detrás de ella, acompañado por los dos eunucos y por cuatro guardias que no se sabía de dónde habían salido. El rey volvía a vestir su caftán y sus pantalones púrpura, y llevaba la cabeza cubierta por una mitra azul.
Los guardias que sujetaban a Temístocles lo obligaron a arrodillarse, y uno de ellos le agarró del pelo y le hizo besar el suelo delante de los pies de Jerjes. En el estado en que se hallaba no debía haber supuesto un gran esfuerzo doblegarlo.
Me dijiste que jamás te arrodillarías ante nadie, y te contesté que hay cosas que nunca se pueden asegurar. ¿Ves cómo yo tenía razón, primo?,
pensó Artemisia con tristeza.
—Temístocles el ateniense, mi señor —contestó Mardonio—. En su ciudad es un hombre importante que dirige tropas e incita a la chusma contra tu legítima soberanía.
Jerjes indicó con un gesto que lo enderezaran. Pero Temístocles todavía encontró algo de fuerzas en su cuerpo para levantar primero una pierna y luego la otra e incorporarse por sí solo. Artemisia se dijo que había dado por derrotado al ateniense antes de tiempo. Tal vez no había que medir a un hombre por cómo se arrodillaba, sin por cómo se levantaba después.
—¿Es verdad eso? —dijo Jerjes—. Tradúcele la pregunta, Artemisia.
—No es necesario, mi señor —contestó ella—. Sospecho que sabe persa.
—Pues responde tú mismo, ateniense. ¿Es verdad eso? Temístocles le aguantó la mirada y dijo con voz ronca:
—Sí. Soy Temístocles, hijo de Neocles el ateniense y Euterpe la caria.
—¿Qué hace alguien como tú espiando en vez de enviar a sus criados? Eso no es propio de un noble. ¿O es que también te lavas y planchas la ropa tú mismo? Mardonio y los soldados se rieron. Al parecer encontraban muy gracioso el comentario de su rey.
Pero Temístocles contestó:
—El blasón de mi escudo es un dragón negro con alas.
Artemisia no comprendió aquella absurda respuesta y la atribuyó a un delirio causado por el dolor. Pero los ojos de Jerjes se abrieron un instante, lo que para quien controlaba tanto su voz y sus ademanes equivalía casi a un gesto de estupor. Algo le había sorprendido en las palabras del ateniense.
Artemisia lo comprendió de pronto. Temístocles había necesitado aún menos que ella para descubrir que Jerjes era el guerrero de la máscara de oro. Los dos hombres se conocían. ¿Qué contacto podía haber existido entre ambos, aparte de la entrevista entre las legaciones persa y ateniense antes de la batalla? En aquella breve reunión, ninguno de los dos había pronunciado palabra.
Otra cosa era lo que pudiese haber ocurrido entre ellos en el campo de batalla.
Artemisia pensó que Temístocles se acababa de condenar a sí mismo al insinuar al rey que conocía su secreto. Pero Jerjes la sorprendió.
—Mardonio —dijo el rey—, no es éste un hombre al que se deba torturar como a un vulgar esclavo. Me desagrada ver lo que han hecho con sus manos.
El general agachó la cabeza, y su barba roja y tiesa se dobló sobre el pecho de su casaca con un crujido.
—Mi señor, lamento mi error.
—Era evidente que no lo lamentaba en absoluto, pero acataba la reconvención de Jerjes por disciplina—. Se hará todo lo posible para que este hombre se restablezca.
—No es necesario torturar a los espías, mi buen Mardonio. Eso lo hace quien tiene algo que esconder, no nosotros. Lo que queremos no es ocultar nuestro poder, sino que todos lo pregonen por las siete regiones para que comprendan que no tienen más remedio que someterse a él.
—Sí, mi señor.
Los soldados habían soltado a Temístocles. Artemisia temió que se desplomara, pero su primo consiguió aguantar en pie, con los brazos caídos y las manos pegadas a los muslos. No quería ni pensar en qué dolor debía estar sufriendo. De imaginárselo, le daban ganas de gritar y morderse sus propios dedos.
—Mírame y escucha, ateniense —dijo Jerjes.
—Sí —contestó él, y tras vacilar unos segundos añadió—: Mi señor.
—Cuando mis médicos te curen las manos, te daré una escolta para que regreses a tu ciudad. Allí podrás hablar con los atenienses y decirles que deben estar preparados. Cuando llegue esta primavera, contad tres años más. Entonces, cuando la golondrina anuncie la cuarta primavera, disponeos a ver a Jerjes en Atenas acompañado de los hijos de los persas.
—En ese caso, señor, permíteme que vuelva cuanto antes a Atenas, aunque mis manos no hayan sanado, para que podamos hacer unos preparativos dignos de tu grandeza.
Dicho de otra manera podría haber parecido jactancia o insolencia, pero Temístocles imitaba muy bien el acento enfático del rey. El persa, con su potente sonoridad, sus sílabas abiertas y sembradas de
aes
y rotundas
emes
, era aún más apropiado que el griego para el tono solemne ya épico-ateniense. Jerjes asintió, aparentemente complacido con las palabras.
—Cuando llegue el momento, mis enviados volverán a Grecia para pediros el agua y la tierra. Esta vez no osaréis cometer ninguna impiedad.
—No, mi señor.
—Pero Ahuramazda hará que vuestro corazón se endurezca y rechazaréis someteros a mi autoridad.
¿Estaba sugiriendo lo que quería o simplemente describiendo lo que iba a pasar? Artemisia no salía de su asombro. Era como si escuchase al oráculo de Dídima hablar por la boca de Jerjes.
—Ocurrirá como tú dices, mi señor —dijo Temístocles, que al contestar así estaba obedeciendo la voluntad de Jerjes y al mismo tiempo oponiéndose a ella.
—Debe haber un solo señor bajo el sol de Ahuramazda. Debe reinar la armonía en las siete regiones hasta que llegue el día de la Separación. Pero antes de que se alcance la paz Aqueménida, ha de librarse una gran guerra, la mayor que el mundo haya visto, para que los valientes prueben en ella su valía.
La mayor guerra que el mundo haya visto
.
Artemisia comprendía ahora lo que había hecho Patikara en Maratón, y también lo que pretendía hacer en Grecia. Aquel hombre alto y fuerte y de luenga barba no era más que un niño en cuyas manos había recaído un gran poder. Un crío grande que, como su hijo Pisindalis, jugaba con innumerables soldaditos de madera y los sacrificaba en una partida que en realidad no libraba contra los griegos, sino contra la sombra gigantesca de su padre.
Un niño, pero también un dios. Poderoso, noble y caprichoso a la vez, como Zeus.
—Llevaos al ateniense de aquí y atendedlo bien. No le privéis de nada de lo que quiera saber.
Cuanto más conozcan nuestros enemigos de nosotros, más nos temerán —dijo Jerjes, y escondió las manos en las mangas de su caftán indicando que daba por terminada aquella improvisada audiencia.
Los soldados volvieron a agarrar por los codos a Temístocles, que hizo un rictus y se mordió los labios. Artemisia pensó que debía bastar con que le tocaran cualquier parte de los brazos para que el dolor de las uñas arrancadas le subiera hasta la nuca y le hiciera chillar. Los ojos de Temístocles estaban secos, pero los de Artemisia se llenaron de lágrimas por él.
Antes de que se lo llevaran, su primo hizo un último esfuerzo.
—Mi señor, te prometo que Atenas estará preparada para ofrecerte la guerra que tú quieres y mereces. Yo mismo me encargaré de ello..., y volveré a detenerte.
—¡Insolente! —exclamó Mardonio—. Nadie ha detenido nunca a mi señor.
Jerjes hizo un ademán para que se llevaran al ateniense de una vez, como si no diera importancia a sus palabras. Pero Artemisia se dio cuenta, por un leve gesto de sus ojos, de que lo que había dicho Temístocles significaba para él algo muy concreto y personal. Cada vez estaba más convencida de que algo había ocurrido entre ellos durante la batalla de Maratón, pero sospechaba que nunca llegaría a saberlo.
Cuando los soldados arrastraron a Temístocles fuera de aquel atrio, Artemisia vio que tenía la espalda surcada de profundos verdugones rojos y le sorprendió todavía más que no se hubiera derrumbado ante Jerjes. Pensó que acababa de yacer con un dios entre los mortales, un guerrero de imponente figura, un rey que gobernaba las vidas de millones de súbditos. Pero de los dos hombres que se habían enfrentado allí esa noche, no tenía dudas de cuál era el más grande.
A
pesar de su empeño por salir de Babilonia cuanto antes, Temístocles tuvo que guardar cama varios días, alojado en unos aposentos contiguos al primer patio del palacio real. Uno de los médicos de la familia imperial, el griego Jenófanes, le estaba curando las heridas de la espalda y los dedos. Era hijo del célebre Demócedes de Crotona, que había servido durante muchos años a Darío y salvado la vida a la madre de Jerjes.
Mientras Temístocles convalecía, Sicino recibió orden de presentarse ante Mardonio. Los soldados que le trajeron la citación lo guiaron a las afueras de la ciudad, a una explanada junto al Éufrates que servía de pastizal y de campo de adiestramiento para los jinetes. Mardonio y otros nobles del ejército estaban practicando el tiro con arco. Habían clavado en el suelo tres dianas seguidas, cada una más pequeña que la anterior. La primera tenía casi el tamaño de un hombre, la segunda era como un escudo griego y la tercera no medía más que una cabeza. Cada participante en el juego pasaba cabalgando por delante de ellas y tenía que disparar sobre la marcha y acertar en las tres. Eran buenos jinetes y grandes arqueros, y al principio, todos conseguían clavar sus flechas en las dianas. Pero después tenían que avivar el ritmo, siguiendo el compás que les marcaban los demás jaleándolos a la voz de
Ió, ió, ió, ió
y batiendo las palmas cada vez más rápido. Conforme los caballos aceleraban, apenas les daba tiempo a sacar la flecha de la aljaba y empulgar, así que acababan disparando al mundo más que a las dianas y marraban el blanco. Quien fallaba quedaba eliminado y se sumaba al alegre coro que marcaba el ritmo de los supervivientes en el juego.