Yo tengo su sable
, se dijo, pero aquello no lo consoló. No le hacía falta la dioptra para distinguir la mole gris de la Acrópolis. Allí, tras derribar el Hecatompedón, estaban erigiendo un Partenón, un nuevo templo en mármol del Pentélico, una ofrenda para Atenea en agradecimiento por la victoria de Maratón. ¡Cuánto mejor no honrarían a la diosa construyendo una flota que se enfrentara a la del Gran Rey! Temístocles seguía pensando que Atenas podía equipar hasta doscientos trirremes, tal vez más si incorporaba a los extranjeros que vivían en la ciudad y en el Pireo, y también a los esclavos.
Y aun así, seguiría siendo una cifra ridícula para enfrentarse a Jerjes. ¿Cómo convencer a los atenienses de la amenaza, cómo describirles la magnitud del poder que había conocido sin que lo tildaran de embustero? ¿Qué decirles del ejército que había visto entrar desfilando en Babilonia? Cincuenta mil hombres de infantería, el doble que en Maratón, y diez mil de caballería. Y Jerjes seguía haciendo levas.
No se trataba sólo del número, sino de una organización que los griegos no podían comprender. Lo único que hacían unidos era participar en las Olimpiadas, y eso cada cuatro años, atravesando senderos de cabras para cruzar el Peloponeso. En cambio, gracias al Camino Real y las demás calzadas de la red imperial, el poder Aqueménida extendía sus tentáculos con facilidad a través de miles de kilómetros. Esas extensiones eran inconcebibles para sus compatriotas; la mayoría no se habían alejado en su vida a más de un día de camino del lugar donde habían nacido.
Volvió a pensar en la cantidad de barcos que se estaban construyendo para la campaña contra Grecia. En Biblos los había visto de lejos, pues los fenicios eran muy celosos de sus secretos, pero calculó que había por lo menos treinta navíos a punto de ser botados en los arsenales. ¿Cuántos no se estarían fabricando en las atarazanas de Tiro y Sidón, que eran más grandes todavía? Tampoco descansaban los astilleros de Chipre, y era de suponer que lo mismo pasaba con los de Egipto, pues los daricos del Gran Rey estaban inundando de oro toda la costa este del Mediterráneo.
Mientras su barco sobrepasaba el malecón que cerraba el puerto, la mente de Temístocles seguía haciendo planes y números. Si Jerjes se decidía a enviar dos flotas imperiales, cada una con trescientos barcos de guerra, los griegos deberían oponerle otros seiscientos trirremes para luchar en igualdad de condiciones. Pero eso suponía equiparlos con más de ciento veinte mil hombres entre remeros, tripulantes y hoplitas de cubierta. Conocía al resto de los griegos. Jamás lo conseguirían. Como mucho, reunirían la mitad, y eso contando con ciudades como Corinto, Calcis o Mégara. Los espartanos le tenían más alergia al mar que los persas y sería difícil contar con ellos.
Ya había llegado la primera primavera. Jerjes había dicho que en tres más estaría en Atenas. Parecía un largo plazo, pero Temístocles, que acababa de cumplir los cuarenta años, sabía lo rápido que vuela el tiempo cuando uno lo quiere detener. Por eso no dejaba de cavilar sobre la guerra que se avecinaba. Seiscientos barcos eran imposibles, tenía que renunciar a esa idea. Pero si al menos contara con trescientos... En ese caso tendría que atraer a Jerjes a alguna trampa, buscar aguas estrechas donde la superioridad numérica no contase.
Siempre hay que proteger los flancos, se dijo, recordando Maratón
.
¿Qué sentido tenía pensar en todo eso? No había dinero. Atenas poseía ahora poco más de setenta naves, pero la mitad de ellas llevaban tantos años navegando que muchas piezas tenían holgura y otras estaban podridas y perforadas por la broma. No había forma de que los cascos se secaran del todo, y muchos barcos de guerra se estaban volviendo lentos como gabarras. Para construir doscientos trirremes más, necesitaría un presupuesto de otros tantos talentos. Eso suponía más de cinco toneladas de plata. Las minas del Laurión no producirían tanto ni en quince años.
Con lo fácil que era para Jerjes disponer de dinero. Qué diferencia entre las riquezas que había visto en el Imperio Persa y la modestia de Atenas, donde una simple copa de plata era un objeto que se pasaba de padres a hijos con veneración. Y además estaba la cuestión de la autoridad, de esa voluntad única que lo movía todo y agitaba los hilos. Cuando Jerjes levantaba un dedo en Susa, sus hombres se ponían a trabajar en Sardes, en Tiro o en Menfis sin rechistar.
No caigas en la trampa. Eso es tiranía. Clístenes no te nombró heredero de su legado para que lo echaras a perder. Tendrás que hacer el milagro de convencer a los atenienses
.
Un milagro. Eso era lo que hacía falta si su ciudad tenía que sobrevivir al sueño megalómano de Jerjes.
Al desembarcar, lo primero que hicieron él y Sicino fue visitar la mesa donde Jenocles seguía ejerciendo de cambista. El judío le dio un abrazo y le dijo que se alegraba mucho de verlo de vuelta. Temístocles estudió sus gestos y el tono de su voz con atención. Sus efusiones parecían sinceras. Tal vez fuese inocente de la traición que le habían preparado entre su primo Izacar y Esquines. Al fin y al cabo, con la muerte de Temístocles podría haber ganado algún dinero, pero no habría heredado su negocio. Tenía más dinero a nombre de Grilo que de Jenocles, y tesoros consagrados en otros lugares, como Delfos, a los que sólo podían acceder miembros de su familia.
Descartó la idea. Jenocles no lo había traicionado. El judío parecía de un humor excelente.
—Tenemos buenas noticias. ¡Qué digo buenas! ¡Magníficas! Poco después de irte tú, se descubrió una nueva veta de plata en las minas de Maronea. Ya ha dado más de cincuenta talentos, y aún saldrá mucho más.
No era extraño que el banquero estuviese contento, pues precisamente tenía un contrato de arrendatario en Maronea, uno de los distritos del Laurión. Temístocles también podría haber ganado una buena suma, pero había vendido sus participaciones tras el derrumbamiento del que sólo se salvó Sicino.
—Pasado mañana la asamblea se va a reunir para aprobar un decreto de Epicides —continuó Jenocles.
—¿Qué se le ha ocurrido? —preguntó Temístocles, enarcando una ceja. Epicides era uno de sus títeres en la asamblea, un batanero que había progresado en política gracias a que seguía sus dictados. Al parecer, ahora pretendía tener iniciativa propia.
Cuando el amo no está, los esclavos bailan, se dijo Temístocles
.
—Va a proponer que todos los ciudadanos se repartan el dinero que corresponde al erario público, a razón de diez dracmas por cabeza al año. —Eso es una miseria.
—Para ti puede serlo, Temístocles. Pero para muchos ciudadanos de la cuarta clase, equivale al salario de quince o veinte días. Así que imagínate lo contentos que se van a poner.
—Sigue siendo una miseria. Hace falta tener las miras cortas para proponer algo así. Ya le diré yo cuatro palabras a Epicides.
De repente, el ábaco de la cabeza de Temístocles empezó a funcionar. Aquello era una señal de los dioses, el milagro que estaba pidiendo un momento antes, cuando el barco entraba al Pireo. Allí, en esas nuevas vetas del Laurión, estaba su flota. Pero ¿cómo persuadir a los atenienses, ciudadanos humildes que sólo probaban la carne cuando había sacrificios, que comían más pan negro que blanco y estrenaban un manto nuevo cada cinco años, para que renunciaran a esas monedas de plata contante y sonante? Y aún más, para que lo hicieran ante la amenaza de un rey al que creían derrotado y que moraba a más de tres meses de viaje de Atenas.
Haz libres a todos los atenienses y los harás invencibles, le había dicho Clistenes antes de morir
.
Pero si quería hacerlos libres y evitar que cayeran en la esclavitud del Gran Rey, antes tendría que manipularlos. Por suerte, él no era seguidor de Ahuramazda como Sicino, porque iba a tener que mentir bastante.
El decreto naval de Temístocles...
... Otro consejo de Temístocles había prevalecido antes. Los atenienses, al ver que el tesoro público disponía de una gran cantidad de dinero procedente de las minas del Laurión, estaban a punto de repartírselas a razón de diez dracmas por cada ciudadano. Pero Temístocles los convenció para que renunciaran a ese reparto y, con el dinero, procediesen a construir doscientas naves para la guerra que los enfrentaba entonces contra la isla de Egina.
Heródoto,
Historias
, VII, 144
Si bien existía la costumbre de repartir entre todos los atenienses los ingresos de las minas de plata del Laurión, se atrevió a dirigirse él solo al pueblo para decirle que no había más remedio que olvidarse del reparto y, con este dinero, equipar trirremes para la guerra contra los eginetas.
En aquel entonces, este conflicto era el más virulento de los que había en Grecia. Los eginetas, gracias al gran número de naves que poseían, eran dueños del mar.
De esta forma le fue más fácil a Temístocles persuadir a los atenienses. Para hacer sus preparativos, en vez de enarbolar el argumento del Gran Rey ni de los persas —estando tan lejos, no temían que fuesen a volver—, manipuló de forma oportuna la irritación y la enemistad que sentían los ciudadanos contra los eginetas. [...] En poco tiempo convenció y forzó a la ciudad para que se volviera hacia el mar con el argumento de que si a pie no eran capaces de enfrentarse siquiera con los vecinos, en cambio con la fuerza que iban a obtener gracias a los barcos podrían defenderse de los bárbaros y conseguir la hegemonía de Grecia.
Plutarco,
Vida de Temístocles
, IV
Preparativos de Jerjes
Jerjes empezó a ordenar que se construyeran barcos en todas las tierras costeras que le estaban sometidas: Egipto, Fenicia, Chipre, Cilicia, Panfilia y Pisidia, y además de éstas, también Licia, Caria, Misia, la Tróade, las ciudades del Helesponto, Bitinia y el Ponto. En los tres años que duraron sus preparativos consiguió tener listas más de mil doscientas naves. En esto le ayudó su padre Darío, que antes de su muerte había hecho grandes preparativos; pues Darío, tras la derrota de las tropas de Datis en Maratón, estaba furioso con los atenienses que lo habían vencido. Pero la muerte había interrumpido sus planes.
Cuando todo estuvo listo para la campaña, Jerjes ordenó a sus almirantes que reunieran la flota en Cime y en Focea, y él mismo, tras reunir a todas las fuerzas de infantería y caballería de sus satrapías, partió desde Susa. Cuando llegó a Sardes, envió heraldos a Grecia con la orden de recorrer todas las ciudades y exigir a los griegos que le ofrecieran agua y tierra. Después, tras dividir su ejército, envió en vanguardia el número de hombres suficientes para construir un puente sobre el Helesponto y para excavar un canal al pie del monte Atos. Pretendía con ello no sólo que el paso de sus tropas fuera menos largo y más seguro, sino también aterrorizar a los griegos con la increíble magnitud de sus preparativos.
Diodoro Sículo,
Biblioteca histórica
, XI
LA INVASIÓN
E
l día en que Cimón cumplía treinta años empezó con una agradable sorpresa. Aún estaba dormido cuando notó que algo cálido y suave se colaba bajo las sábanas de su cama. Al reconocer la piel desnuda de Elpinice sobre la suya, se hizo el dormido. Ella le besó suavemente las mejillas y los párpados, y le olisqueó el cuello. Después se subió a horcajadas sobre él y se dedicó a acariciarle el pecho y el vientre con las puntas de sus largos cabellos negros. El cosquilleo era tan exquisito que resultaba casi insoportable, y Cimón tuvo que hacer un esfuerzo para no abrir los ojos y renunciar al juego de fingirse dormido. Ella siguió bajando y sus cabellos le rozaron las ingles y los muslos. Luego, para su sorpresa, Elpinice tomó su miembro en su boca y se dedicó a hacerle unas diabluras con los labios y la lengua a las que jamás antes se había atrevido. Cuando Cimón le agarró la cabeza para que lo dejara, pues quería poseerla de una vez, ella le apartó las manos y siguió lamiendo y besando hasta que él no pudo aguantar más.
—Feliz cumpleaños —le dijo luego, apoyando la barbilla en su pecho.
Estaban casi a oscuras. La alcoba no tenía ventanas y Elpinice había cerrado la puerta al entrar. La única luz provenía de una lamparilla de aceite. A su tenue resplandor, Cimón estudió las sombras y los perfiles del rostro que adoraba y que a veces odiaba. Se miró en aquellos ojos verdes, tan rasgados que parecían pérfidos incluso cuando no lo pretendían, y acarició con el pulgar los carnosos labios que se habían atrevido a impudicias impropias de una dama ateniense. Elpinice tenía veintitrés años, seis menos que él, pero su piel era tan blanca y lisa que parecía más joven.
Se corrigió. No eran seis años menos. Desde hoy eran siete.
—¿Te ha gustado? —¿Dónde has aprendido eso? —preguntó Cimón, algo escandalizado. Elpinice nunca dejaba de sorprenderlo.
—Dicen que es una especialidad de las mujeres lesbias. Hoy quería darte placer sólo a ti.
—Muy bien, pero ahora me toca corresponderte —dijo Cimón, aventurando una mano entre los muslos de ella. Elpinice le agarró la muñeca y le detuvo. Para ser una mujer, tenía mucha fuerza. Debía de haberla heredado de su padre.
—Oh, oh. No es buen día para eso. Hoy no toca.
Cimón comprendió. Ella estaba en esos días del mes en que el deseo le producía más dolor que placer. Sin embargo, se había metido en su cama desnuda y le había hecho algo que, sin duda, tenía que haberla excitado, y por tanto le habría dolido. Al pensar en el pequeño sacrificio que había hecho ella, la quiso incluso un poco más y se lo demostró besándola y mordisqueando con suavidad sus gruesos labios.
Entonces se le ocurrió un pensamiento travieso.
—¿Sabes una cosa? Eso no sólo lo saben hacer las mujeres lesbias.
—¿Ah, no? ¿Es que alguien más te lo ha hecho a ti? —Me temo que sí.
—¿Y quién ha sido esa zorra? —Hummm... Déjame pensar. Una jonia.
—¿Qué jonia? —Creo que se llamaba Targelia.
—¡No! ¡Ésa no! —dijo Elpinice, arañándole el pecho con la uña y abriendo mucho los ojos con fingida furia.
A los dos les gustaba y excitaba ese juego. Ella, por supuesto, no pretendía que Cimón dejara de acostarse con otras mujeres, del mismo modo que tampoco podía impedir que, de vez en cuando, acariciara los muslos de algún bello efebo. Pero Cimón también permitía que ella se concediera sus propios escarceos y placeres, y eso resultaba más inusitado. Prefería que Elpinice fuera tan libre y sensual como una espartana, no una mujer timorata y sumisa al estilo de las esposas atenienses.