Mientras se alejaba, Sicino pensó que el tendero y el crío habían tenido mucha suerte de dar con él ahora que se había vuelto virtuoso y pacífico. Cuando era más joven, al primero le habría roto todos los dedos, y al segundo lo habría estampado contra un árbol de una patada en el trasero. Y al pensar en su transformación rememoró por orden, como hacía siempre, las circunstancias que lo habían llevado a cambiar.
Cuando tenía dieciocho años —de eso hacía diez—, aún era un hombre libre que se llamaba Mitranes y no se tomaba demasiado en serio las enseñanzas de Zaratustra que le había inculcado Bagabigna, su padre. A decir verdad, no les hacía ningún caso. A esa edad había dado el estirón definitivo, y aunque su padre y sus hermanos eran muy altos, él se había convertido en un gigante de casi dos metros y una fuerza descomunal, capaz de tumbar a un caballo agarrándolo de las orejas. Vivían en una fortaleza a cuyo señor servía Bagabigna como vasallo, y bajo el castillo había una aldea, y no muy lejos un parque de caza. Sicino usaba el castillo para meterse en peleas de las que sus rivales siempre salían con algún hueso roto, la aldea para fornicar con todas las muchachas que se ponían a tiro y de las cuales preñó a más de una, y el parque para alancear fieras, pues era tan fuerte que prefería matarlas de cerca que dispararles con el arco. Pero el día en que cumplió veinte años, su padre, harto de sus desmanes, lo obligó a alistarse en las fuerzas del príncipe Mardonio, que iban a combatir en la lejana Jonia para aplastar a los rebeldes.
Como militar, Sicino aún había descuidado más las enseñanzas del profeta. En el ejército había súbditos de todo el imperio y cada uno traía consigo sus dioses y sus demonios. Incluso entre los soldados persas eran minoría los que seguían la verdadera fe de Ahuramazda. Arrastrado por las malas compañías, Sicino se había olvidado de las escasas normas que todavía seguía, había cometido todo tipo de impurezas y se había olvidado de rezar las cinco veces preceptivas delante del fuego sagrado.
Su primer castigo había venido precisamente del fuego. La revuelta de los jonios ya había sido aplastada, y ahora el ejército de Mardonio estaba remontando la costa de Asia Menor para cruzar a Europa, subyugar el norte de Grecia y, si era posible, llegar hasta Atenas y castigarla por el incendio de Sardes. Se hallaban a la altura de la isla de Lesbos cuando Sicino y sus nueve compañeros de
dathabam
cenaban en la playa, alrededor de una hoguera, poco antes de oscurecer.
El cielo estaba encapotado, pero no llovía ni se había escuchado ningún trueno que sirviera de advertencia. De pronto, un gran destello cegó a Sicino, y después todo se sumió en la negrura.
Cuando abrió los ojos, se encontró rodeado por soldados de su misma compañía que lo miraban con asombro. Sicino se levantó aturdido y descubrió que había caído un rayo sobre el grupo. Los otros miembros de su decuria yacían muertos, algunos con quemaduras que les cruzaban el cuerpo de arriba abajo y que habían desgarrado y ennegrecido sus ropas; otros, simplemente fulminados por el fuego celeste, con los ojos todavía abiertos en un último gesto de estupor.
Era tan sorprendente que hubiera sobrevivido, que lo llevaron a presencia de Mardonio, jefe de la expedición. Éste interrogó a Sicino, le palpó los músculos como quien examina a un caballo y le miró la quemadura violácea que le había dejado el rayo en la cara. Después ordenó que lo asignaran como infante de marina a un trirreme fenicio.
—Es más duro que un ariete —comentó Mardonio—. Cuando salte al abordaje, veréis cómo todos esos griegos se tiran solos al agua de puro miedo.
Los persas no poseían flota propia, pues las costas de su país eran inhóspitas, una línea quebrada de acantilados abruptos que no invitaban a volverse hacia el mar. Darío confiaba para su armada en otros pueblos de tradición marinera, como los fenicios, los egipcios o los chipriotas. Pero, para garantizarse la lealtad de sus tripulaciones, los treinta soldados armados que servían en cubierta eran siempre iranios, bien fuesen persas, medos o sacas. Muchos de aquellos soldados se mareaban en cuanto se levantaba algo de oleaje y la mayoría ni siquiera sabían nadar. Sicino pagó a un jonio para que le enseñara mientras recorrían la costa de Tracia, pues la idea de ahogarse le horrorizaba.
El barco al que le destinaron era una nave más ancha y con el bordo más alto que los trirremes griegos, y tenía una cubierta completa, provista de una balaustrada que, cuando iban a entrar en combate, protegían con escudos. Pero, pese a que las naves fenicias eran más altas y pesadas, cuando sorprendían en las aguas a algún barco griego casi siempre se las arreglaban para capturarlo.
Los marineros semitas sabían bogar con tal destreza que las palas de sus remos hendían el agua todas a la vez, sin levantar apenas espuma, y cuando el mar estaba tranquilo conseguían que el barco se deslizara silencioso y recto como un cuchillo.
Aunque ahora, diez años después, le parecía mentira haber sido tan obtuso, en aquel momento Sicino no se había tomado la caída del rayo como un aviso del cielo, sino como una buena señal de la fortuna. ¿Para qué iba a cambiar de vida? Así que mientras sirvió en la marina siguió dedicándose a fornicar cada vez que le surgía la ocasión, a beber como un pez, a jugar a los dados y a ser tan matón como antes.
El segundo castigo, por tanto, le vino de las aguas. La flota de Mardonio, que constaba de trescientas naves de guerra y otros tantos barcos de transporte, estaba doblando el monte Atos, un sobrecogedor promontorio sin playas ni radas que se levantaba a dos mil metros sobre el Egeo. Su señor Temístocles, más entendido en las cosas del mar, le había dicho que aquella roca inmensa creaba su propio régimen de vientos y corrientes, y que allí las aguas eran tan profundas que resultaba imposible alcanzar el fondo con una plomada, por larga que fuese la soga.
Fue entonces cuando la furia de los elementos se desencadenó sobre ellos. En pleno día, el cielo se volvió negro, el viento empezó a mugir y las olas se levantaron como una manada de caballos encabritados. Sicino vio cómo a su alrededor la tormenta empujaba otras naves contra la mole del monte Atos y las desguazaba como cascarones. Su propio trirreme se precipitaba contra el acantilado. Las velas eran inútiles y los remos azotaban el aire más veces que el agua. El piloto se desgañitaba, gritando a la tripulación que tensara los cables que ceñían el casco de la nave, cuando un golpe de mar hizo que uno de los remos maestros le golpeara en la boca y le saltara todos los dientes. El pánico se desató en el barco, los remeros aporreaban abajo por salir de la bodega y en la cubierta los soldados se aferraban a las jarcias y los balaustres para no caer por la borda. Sicino, comprendiendo que si seguía en el trirreme estaba perdido, se quitó el caftán y la coraza de escamas y se arrojó al agua. Después nadó todo lo que pudo para alejarse de allí, y no tardó en oír por encima del bramido de la tempestad un crujido prolongado y doliente cuando el barco fenicio se descuajaringó contra las rocas.
Sicino logró llegar hasta un tablón suelto, un resto del codaste de otro barco, y se aferró a él.
Durante un largo rato luchó por mantenerse a flote y tragó tanta agua como para llenar un barril.
Pero, por fin, la tormenta amainó de forma casi tan repentina como había estallado, y el pálido creciente de la luna brilló sobre el mar.
Pero aquella noche infernal no había terminado. Poco antes de que saliera el sol aparecieron los monstruos marinos. Sicino aún tenía clavados los gritos de los otros hombres que se mantenían a flote no muy lejos de él y que en vano se pedían auxilio unos a otros mientras las mandíbulas de las bestias los devoraban.
«¡Mi pierna!»
, gritaba uno, y otro respondía
«¡Mi brazo!»
o emitía algún gorgoteo inarticulado antes de hundirse. Sicino trató de salir del agua encaramándose al tablón, pero su corpachón era demasiado grande para él y bastante tenía con no hundirlo. Una piel áspera como lija le rozó la pierna, y al sentir el contacto del monstruo Sicino gritó como los demás. Después, unas mandíbulas de hierro se cerraron sobre su espinilla y le clavaron la tela de los pantalones en la propia carne. La bestia tiró, y de haber dado con un hombre menos fuerte que él tal vez le habría arrancado de cuajo media pierna. Sicino metió las manos en el agua y aporreó una cabeza afilada, tanteando en su piel rugosa encontró un ojo y clavó los dedos en él. La criatura sacudió la cabeza y apretó las mandíbulas. La desesperación multiplicó incluso más las enormes fuerzas de Sicino, que hundió los dedos hasta notar que algo tibio y viscoso reventaba bajo ellos, y entonces tiró y arrancó el ojo aplastado del monstruo, que por fin abrió las mandíbulas, lo soltó y se alejó de él.
Cuando por fin amaneció, Sicino comprobó que la corriente lo había llevado hacia el este, y que la masa del Atos quedaba ya lejos, a su derecha. Había pecios dispersos hasta donde le alcanzaba la vista. Luego supo que en aquella tormenta se había perdido la mitad de la flota persa y que Mardonio había tenido que renunciar a su invasión. Aquello le costó el favor de Darío; aunque, por lo que contaban, ahora había vuelto a recuperarlo con Jerjes.
Unas horas después, cuando creía que ya moriría de agotamiento y de sed, lo recogió una nave griega. Al darse cuenta de que Sicino era persa, la primera idea que tuvieron fue matarlo. Pero al ver su tamaño y su musculatura, el capitán del barco dijo que de ningún modo iba a perder el dinero que podía sacar por un espécimen como ése. Luego descubriría Sicino que el fletador de aquella nave era el propio Temístocles.
Sicino podría haber ido a parar a muchos sitios, pero el destino, o el sabio señor Ahuramazda, le deparó el peor de todos: las minas del Laurión, en el Ática. Allí los hombres profanaban a la vez todos los elementos. La tierra, que taladraban con túneles y pozos para arrancarle sus frutos. El agua, que ensuciaban usándola para lavar el mineral en grandes mesas de piedra provistas de embudos. El fuego, con el que calentaban los grandes hornos de piedra y arcilla donde vertían el mineral y lo fundían para separar la escoria del plomo y, sobre todo, de la plata, el metal que en realidad buscaban.
De aquellos hornos brotaba un humo mefítico y negro. Sicino había visto cómo los esclavos que llevaban un tiempo trabajando allí respiraban con silbidos tan agudos como los de los propios fuelles que manejaban. Una noche, cenando, vio cómo uno de ellos se desplomaba vomitando sangre por la boca y las narices y moría a sus pies. Pero él habría preferido trabajar en los hornos mejor que en las galerías. En ellas el fuego de las antorchas enrarecía el aire y su resina no conseguía disimular el olor a excrementos y orines, pues los esclavos trabajaban en turnos agotadores y no les dejaban salir ni siquiera a hacer sus necesidades. El polvo se incrustaba en los pulmones día tras día y por mucho que uno tosiera era imposible sacarlo de allí. Pero lo peor era la sensación de ahogo y opresión constantes.
Si la primera vez lo había atacado el fuego del cielo y la segunda el agua del mar, ahora el tercer castigo le llegaba de la tierra, que se estaba convirtiendo en su tumba en vida. Eso hizo pensar a Sicino que debía haber cometido pecados terribles, y se prometió que si alguna vez salía de allí, adoraría al Sabio Señor como le había enseñado su padre y se convertiría en buen creyente y mejor persona.
Pero aún tendría que sufrir la última prueba.
Había pasado casi un año allí, aunque él había perdido la cuenta del tiempo, cuando se produjo un pequeño seísmo, el mismo que había deteriorado la estructura del Hecatompedón. Sicino estaba encorvado en una galería, acarreando un enorme canasto con casi cien kilos de mineral para llevarlo hasta la polea que lo subiría a la superficie. Entonces sintió cómo el suelo se movía bajo sus pies, oyó gritos de terror junto a él y vio cómo un puntal de madera se partía a su lado.
Luego recordaba haber estado en un extraño limbo, rodeado de oscuridad. Pasado un tiempo indeterminado, una luz brillante apareció ante él, y un rostro barbudo lo miró con gesto severo.
—No has sido fiel al Sabio Señor —le dijo aquella presencia borrosa. Entonces supo Sicino que se hallaba en Chinvat, el puente que daba paso a la otra vida, y que aquel rostro era el del juez Mitra. Y sintió que la superficie del puente se estrechaba bajo sus pies, como les sucedía a las almas impuras—. Has profanado los elementos, has creído en la mentira y tú mismo la has esparcido.
—Perdóname, por favor —gimió Sicino—. ¡No dejes que mi cuerpo se pudra en la tierra! El puente se había encogido ya tanto que Sicino tenía que poner un pie delante de otro para no precipitarse en las tinieblas eternas que lo esperaban abajo. Pero la expresión de Mitra se dulcificó un instante.
—Está bien, Sicino. Tienes otra oportunidad. Aprovéchala para purificar tu espíritu y compórtate a partir de ahora como un auténtico
Mazdayasna.
Sé humilde y sirve con rectitud a tu nuevo señor.
Y no mientas más.
Luego el rostro dejó de sonreír y le miró con preocupación, y gritó algo que Sicino apenas entendió, porque todavía no chapurreaba más que algunas palabras griegas que había aprendido tratando con los jonios de la flota. La cara de Mitra se había transformado en la de un hombre de ojos oscuros que decía todo el rato:
«¡Está vivo, está vivo!»
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Ese hombre era Temístocles, que, por aquel entonces, poseía una concesión en el Laurión.
Temístocles lo sacó de la mina para llevárselo a su propio hogar en Atenas, pues decía que el hecho de que hubiera sobrevivido a un derrumbamiento que había costado la vida a quince hombres era una señal del cielo. Desde entonces, Sicino trataba de servirle con la humildad y rectitud que le había ordenado el juez Mitra.
A veces servir a Temístocles le suponía un conflicto, porque su señor no era seguidor de Ahuramazda ni respetaba siempre la verdad. Ahora, por ejemplo, viajaba con nombre falso y decía que no era ateniense. Pero el propio Temístocles le había dado una solución.
—Tú, cuando te pregunten, no entiendes nada. Sacudes la cabeza y te llevas una mano al oído, hasta que se aburran de repetirte las cosas y te dejen en paz.
En cierto modo era una trampa, porque fingir que no entendía algo cuando sí lo había entendido era mentir. Pero Temístocles le insistía en que no.
—Mentir es decir lo contrario de lo que se piensa o se sabe. ¿Te das cuenta? La palabra «decir» es fundamental en la definición de mentira. Si no dices nada, no puedes mentir.