Al morir Darío, el trono pasó a su hijo Jerjes.
Heródoto,
Historias
, VII, 4
Subida al trono de Jerjes
Jerjes el rey dice: Mi padre fue Darío. El padre de Darío se llamaba Histaspes, y el padre de Histaspes se llamaba Arsames. Tanto Histaspes como Arsames seguían vivos en la época en que Ahuramazda hizo rey de esta tierra a mi padre Darío, pues así era su deseo. Cuando Darío se convirtió en rey, construyó muchos y magníficos palacios.
Jerjes el rey dice: Otros hijos tenía Darío. Pero mi padre Darío me nombró a mí el más grande por detrás de él, pues así lo quiso Ahuramazda. Cuando mi padre Darío dejó vacante el trono, por voluntad de Ahuramazda yo me convertí en rey sobre el trono de mi padre. Cuando me convertí en rey, construí muchos y magníficos palacios. Los que había construido mi padre, ésos los conservé, y aún construí otros edificios. Lo que yo construí y lo que mi padre construyó, todo eso lo hicimos gracias al favor de Ahuramazda.
Xpf 15-43. Inscripción grabada por Jerjes en Persépolis
483 A. C.
—H
as elegido un momento interesante para visitar Babilonia —dijo Izacar—. Pero también complicado. Temístocles asintió y bebió un trago de cerveza. Habría preferido el vino de Lesbos que él mismo había traído a Babilonia y del que había regalado dos cántaros al banquero judío. Pero no quería desairar a su anfitrión, ya que allí la cerveza era la bebida del país. El auténtico vino se pagaba cinco y hasta diez veces más caro que en Grecia y era un lujo que sólo se encontraba en las mesas de los nobles. En una taberna le habían servido a Temístocles un extraño sucedáneo de palmera que le habían querido hacer pasar por caldo de uva y cuyo sabor dulzarrón prefería olvidar. En cambio, la cerveza de cebada germinada que le había ofrecido la hija de Izacar no estaba mal. Dejaba en la boca un curioso regusto amargo que, combinado con el sabor salado de las almendras, resultaba satisfactorio y abría el apetito.
Los dos hombres estaban sentados en el terrado de la casa que era a la vez hogar y banco de Izacar. Empezaba a caer la tarde y los rayos del sol arrancaban destellos rojos y dorados a los ladrillos esmaltados de Etemenanki. La gran torre escalonada donde los babilonios adoraban a su propio Zeus, al que llamaban Marduk, se alzaba a un kilómetro de allí, pero incluso a esa distancia su altura empequeñecía la de todos los demás edificios.
Los esclavos habían recogido el toldo azul y blanco, pues se hallaban en el mes babilonio de tebetu, aún quedaba bastante para que llegara la primavera y se agradecía que el sol caldeara la piel.
Aunque en aquella enorme ciudad el invierno era suave si se comparaba con las terribles heladas que había sufrido Temístocles en las tierras altas de Armenia y Capadocia, y mucho más seco.
En realidad, allí todas las estaciones eran secas. Resultaba sorprendente que, con las pocas lluvias que recibía, Babilonia fuese una auténtica despensa de cereales y hortalizas para el Gran Rey Jerjes. La clave estaba en aprovechar las aguas que alimentaban las fuentes de los dos grandes ríos en las montañas del norte, y los babilonios lo hacían a conciencia. Temístocles, al bajar por el Éufrates, había observado cómo los campesinos trabajaban sin cesar con espuertas y cigoñales para dragar el lodo de la red de canales que irrigaban los campos y mantener así constante el flujo de agua.
Su esclavo Sicino opinaba que los babilonios eran gente blanda, como el barro que utilizaban para construirlo todo. El joven persa defendía la teoría de que los hombres son como el país que habitan. Por eso les tenía cierto respeto a los griegos, que vivían entre montes y pedregales. Pero, claro, en su visión no dejaban de ser muy inferiores a los persas, ya que las montañas a cuyo pie moraban, los Parnasos, Himetos y Taigetos, eran vulgares colinas comparadas con los altísimos picos del Elburz o los Zagros.
Temístocles escuchaba con paciencia los discursos patrióticos de Sicino, sin molestarse en recordarle que, para ser tan superiores a los griegos, los persas se habían llevado un buen correctivo en Maratón. En cuanto a los babilonios, Temístocles pensaba que la molicie que aparentaban era engañosa. Nadie blando podría convertir en un vergel un país donde apenas llovía y, de hecho, había visto carnes fibrosas y músculos abultados entre los agricultores que trabajaban semidesnudos de sol a sol. Mientras descendían por el Éufrates, Temístocles se había dado cuenta de que aquél era un mundo artificial, una tierra conquistada al desierto a fuerza de brazos. En el momento en que los babilonios dejaran de drenar sus canales y permitieran que el lodo colmatase las acequias, estaba seguro de que el país de los dos ríos no tardaría ni diez años en convertirse en un erial.
Sí, Mesopotamia era un país extraño, al menos para un ateniense como él. No podía haber nada más diferente de Grecia. Junto al río el paisaje era verde, por las palmeras, álamos y tamariscos que sombreaban las orillas. Un poco más allá, se veía oscuro, casi negro, en los campos que dormían su sueño invernal esperando a que el trigo y la cebada brotaran en primavera. Pero más allá, donde el río dejaba de dominar el paisaje, la tierra se convertía en una llanura ocre, parda y gris, sin montes que quebraran la monótona línea del horizonte. Muchos días, incluso sin horizonte, pues el aire poseía una peculiar turbidez que ofuscaba la mente tanto como los ojos. Y, según el guía que los había llevado en la balsa de cuero, era mucho peor en verano, cuando el suelo se calentaba tanto que parecía hervir en charcas inexistentes y hacía rielar el aire sobre el llano.
La primitiva intención de Temístocles había sido llegar hasta Susa por el Camino Real, saliendo de Sardes. Como campeón que pretendía ser de toda Grecia para la guerra que se cernía en el horizonte, tenía que conocer bien el poder y las maneras del adversario, y no se fiaba de más ojos ni oídos que los suyos. De paso, le venía bien alejarse por unos meses de la asfixiante política ateniense y dejar que el pueblo, que últimamente lo había visto muy a menudo encaramado a la tribuna de oradores, se aburriese de la adusta honradez de Arístides y lo añorase a él un poco.
También le convenía alejarse de su hogar. O, mejor dicho, de sus hogares. Cuando Apolonia y él empezaron a acostarse, lo hacían con tanta discreción que Arquipa no se enteró o fingió no enterarse. Pero una vez que Apolonia quedó embarazada, su esposa se lo tomó mucho peor de lo que Temístocles se esperaba, sobre todo teniendo en cuenta que llevaban seis años sin yacer juntos.
Cuando amenazó con sacarles los ojos a ella y a la criatura que naciera, Temístocles no tuvo más remedio que trasladar a Apolonia a sus oficinas del Pireo y convertir éstas en una casa.
La situación era todavía demasiado reciente, pero Temístocles confiaba en que cuando regresara a Atenas ya se habría calmado un poco. No temía los arrebatos de Arquipa, pero resultaba difícil convivir con ella en la casa de Melite. Su esposa se pasaba los días sin decir nada, con el ceño y los labios fruncidos, excepto los días en que el ciclo lunar le empeoraba aún más el humor. Entonces rompía a llorar y le reprochaba que había sacrificado su juventud y su belleza por él sin obtener nada a cambio. En la casa del Pireo disfrutaba de algo más de paz, pero a veces Apolonia lo miraba como si hubiera hecho algo malo o le debiese algo, aunque ni a ella ni a su hija Nesi, a la que Temístocles había adoptado, les faltaba nada. Y mucho menos le iba a faltar a la pequeña Italia.
De modo que, entre las ganas de respirar aire fresco lejos de Atenas y el deseo de emular a Ulises y ver tierras nuevas, Temístocles se había lanzado a una aventura de la que, si lo pensaba con una dracma de sensatez, ignoraba si volvería. Viajaba bajo el nombre de Pisindalis, mercader de Halicarnaso. Para disimular, se había dejado la barba más larga y redonda y vestía ropas carias.
Igual que Sicino. Pese a sus protestas, no le había permitido que se pusiera pantalones. Temístocles estaba convencido de que era mejor hacerlo pasar por cario, porque ¿cómo explicar en tierras persas que tenía como esclavo, precisamente, a un cautivo de guerra persa?
—Sé que es difícil pedir a un hombre que se acerque a su hogar y no lo visite, y más duro incluso pedirle que después vuelva a alejarse de él —le había dicho Temístocles cuando todavía estaban en Grecia—. Pero si me acompañas en el viaje de ida y vuelta a Susa, te prometo que en cuanto regresemos a Atenas te concederé la manumisión. Después, además del peculio que hayas ahorrado, te daré un viático de mil dracmas para que vuelvas a tu casa.
Era una oferta más que generosa, por la que muchos ciudadanos libres habrían hecho cola en la puerta de su casa durante toda la noche. Pero Temístocles necesitaba a Sicino tanto por su conocimiento del terreno como por sus puños, que lo convertían en un ejército de una persona. Con él no le hacía falta nadie más, y era mucho más sencillo pasar desapercibidos y moverse con libertad y soltura siendo dos viajeros que diez.
Cuando Temístocles le pidió que le jurara por su divinidad alada que no lo abandonaría en tierras de Persia, Sicino le contestó:
—Un
Mazdayasna
no puede jurar, señor. No hay peor pecado para los creyentes que la mentira.
Si te juro por Ahuramazda que no te voy a abandonar, él pensará que mi fe está flaqueando y me castigará.
Temístocles aceptó. Creía conocer al joven persa y confiaba en que, una vez dada una palabra, no la quebrantaría, no sólo porque su religión le prohibía mentir, sino también por su natural falta de doblez. Durante el camino, sin embargo, más de una vez se preguntó si no estaba cometiendo un error. Invirtiendo la situación, era como si un agente persa pretendiera infiltrarse en Atenas acompañado por un prisionero de guerra ateniense. Una imprudencia del tamaño del Hecatompedón. Sicino podía denunciarlo a las autoridades, cobrar una recompensa por entregar a un espía y reunirse con su familia. Todo de un solo golpe.
Al menos, Temístocles tenía una ventaja. Atenas era pequeña, tanto que él prácticamente conocía a todos los ciudadanos. En cambio, el Imperio Persa era enorme. Parecía improbable que Sicino se encontrara con algún conocido, ya que su familia moraba al sur del Caspio, una región a la que Temístocles no pensaba acercarse.
Era precisamente la vastedad de los dominios del Gran Rey lo que más había impresionado a Temístocles. Una cosa era oír hablar de la extensión del imperio o utilizarla como recurso retórico para inculcar el miedo en los atenienses. Otra bien distinta suponía viajar día tras día por el Camino Real, atravesar valles, ríos, montañas nevadas y desiertos de sal y, sin embargo, saber que apenas se habían acercado a su destino. Cuando por fin llegaron al Éufrates habían recorrido ya mil doscientos kilómetros, cinco veces la distancia que separaba Atenas de Esparta. Y les quedaba un trayecto aún más largo para llegar a Susa.
A Temístocles le desesperaba la lentitud de la caravana en la que viajaban. Por si el paso no fuera parsimonioso de por sí, tenían que salirse de la calzada cada vez que se cruzaban con viandantes provistos de salvoconductos reales, con tropas de la
Spada,
el ejército imperial, o con los mensajeros que pasaban como exhalaciones en sus caballos. Por eso, cuando se enteró de que podían llegar hasta Babilonia en barca, no se lo pensó dos veces. Además, por el río no había apenas control. Aunque Temístocles se había agenciado un salvonducto para recorrer el Camino Real, cada vez que los soldados o los funcionarios de las postas imperiales inspeccionaban las tablillas de su documentación se le encogía el estómago pensando que podían descubrirlo o que Sicino era capaz de cometer alguna indiscreción.
Los naturales de las tierras altas de Armenia viajaban a Babilonia en unas embarcaciones redondas construidas con cuadernas de sauce y casco de cuero impermeabilizado con brea. Muchos de esos coracles eran individuales, pero los había tan grandes que transportaban incluso burros. Los armenios bajaban por el río aprovechando la corriente y, una
vez
llegados a Babilonia, vendían no sólo la carga con la que querían comerciar, sino hasta la madera de las cuadernas y, si se terciaba, el cuero. Luego regresaban río arriba a pie o a lomos de sus acémilas en un viaje mucho más lento y penoso, pero con la alegría de la ganancia y de haber pasado unos días disfrutando de los placeres que ofrecía Babilonia.
Así pues, Temístocles y Sicino habían emprendido la travesía por el río acompañando a un convoy de veinte barcas. Una vez que aprendieron a manejar los remos del coracle, viajaron con bastante comodidad, pues el Éufrates, al contrario que su hermano el Tigris, era relativamente tranquilo. En sólo diez días habían llegado a Babilonia con las tinajas de vino que habían comprado en Lesbos como mercancía y a la vez excusa para el viaje.
Ahora, al presentarse ante Izacar para venderle el vino y, de paso, entregarle un mensaje de su primo Jenocles, el banquero del Pireo, Temístocles se había enterado de que el propio Jerjes entraría en la ciudad ese mismo día. Un golpe de suerte; podría ver al Gran Rey, aunque fuese de lejos. Y aprovecharía para averiguar si era cierto que Jerjes seguía adelante con los preparativos de la nueva campaña contra Grecia que su padre estaba organizando cuando murió dos años y medio antes.
—Sí, es un momento complicado —repitió Izacar—. Ya has visto que la ciudad está tomada por la
Spada
.
Mientras remaba Eufrates abajo, Temístocles había oído hablar de una revuelta en Babilonia. No se la había tomado muy en serio, porque en las tierras del imperio, como correspondía a su extensión, los rumores eran aún más abundantes, diversos y disparatados que en Atenas. Pero al llegar supo que esta vez no andaban descaminados. Aprovechando que Jerjes estaba sofocando una rebelión en Egipto —los egipcios parecían tener la costumbre de sublevarse una vez por reinado—, un tal Belshimanni se había proclamado «Rey de Babilonia y Rey de las Tierras».
—Esta revuelta no ha sido más que una parodia. Los babilonios ya no somos un pueblo de soldados —dijo Izacar. Aunque de sangre judía, también se consideraba babilonio. Cuando Ciro liberó a los hebreos y les dio permiso para regresar a su país, el abuelo de Izacar había preferido los refinamientos y las oportunidades de negocio que ofrecía Babilonia en lugar de volver a las asperezas de su tierra natal.
Aquel Belshimanni, siguió explicándole Izacar, era un funcionario al servicio de los persas al que ya no le bastaba con el oro que se le quedaba entre los dedos y había decidido que quería más dinero. Los sacerdotes del templo de Marduk, el más importante y poderoso de Babilonia, lo habían apoyado porque les preocupaba el puritanismo religioso de Jerjes. El nuevo rey profesaba la religión de Ahuramazda con mucho más fervor que su padre y parecía dispuesto a combatir como paladín de Arta, la verdad, y erradicar del mundo a las que denominaba «las fuerzas de la mentira».