No tenía por qué condenarse. Todavía no se había acercado a él el verdadero agente de Mardonio. Así que, aunque era cierto que Sicino procuraba fijarse en todo lo que hacía y decía su patrón, como no le había entregado esa información a nadie, no podía afirmarse que fuese de verdad un espía ni un traidor.
—Sicino, es para hoy.
Sicino se dio cuenta de que se había vuelto a quedar pensando con la boca abierta, y la cerró.
—Perdona, señor.
Temístocles le palmeó la espalda.
—No te preocupes, no pasa nada —le dijo, mientras ambos caminaban hacia la nave del almirante espartano—. ¿Sabes, Sicino? A veces pienso que vivimos una época tan dura como la edad de hierro que cantaba Hesíodo:
El anfitrión no respeta al huésped, ni el amigo al amigo. Los hijos desprecian a sus padres en cuanto se hacen viejos. No hay reconocimiento para el hombre justo ni para el honrado ni para el que cumple su palabra. El malvado intenta dañar al virtuoso con palabras retorcidas y falseando los juramentos.
En tiempos así, es reconfortante tener al lado a un sirviente fiel como tú. —Temístocles se detuvo un momento frente a él y le miró a la cara—. No he sido justo al llamarte «sirviente». Pese a que hemos nacido en pueblos destinados por la voluntad de los dioses a ser enemigos, ambos hemos compartido peligros y penurias, y tú has protegido a los míos con lealtad.
—Gracias, señor —balbuceó Sicino, tratando de hurtar la cara. Temístocles le agarró la barbilla y le obligó a mirarlo. Sus ojos eran tan oscuros y grandes como los del propio Mitra. A Sicino se le hizo un nudo en la garganta.
—Pase lo que pase y hagas lo que hagas, Mitranes hijo de Bagabigna, quiero que sepas que no te considero un sirviente, sino un amigo.
Temístocles se dio la vuelta por fin y siguió caminando.
Menos mal,
pensó Sicino, porque se daba cuenta de que se le había subido la sangre al rostro y debía tener las mejillas de color púrpura.
La reunión se celebró en la cubierta de la nave insignia de Euribíades, la
Clitemnestra.
Dos pelotones de soldados espartanos formaban un cordón a ambos lados del trirreme. Con todo, era difícil que los curiosos que se arremolinaban por allí cerca no se enteraran de lo que se debatía, puesto que los griegos no tenían precisamente la costumbre de discutir en voz baja. De todos modos, esta vez el almirante espartano parecía decidido a poner orden.
—¡Juro por Cástor y Pólux que al que tome la palabra sin mi permiso le abro la cabeza con mi bastón! —dijo, enarbolando el arma de la amenaza.
Aquella cubierta tan alargada y estrecha no parecía el mejor lugar para celebrar una junta de generales. Sobre todo teniendo en cuenta que eran veintiuno, más un número casi igual de asistentes o guardaespaldas como Sicino. Euribíades presidía desde el sillón de trierarca. Los demás estaban de pie, empezando por Temístocles, a la derecha del espartano. Como había poco sitio, Sicino se había quedado detrás de su patrón, en una plataforma más baja entre el codaste y el puesto del trierarca. Gracias a sus dos metros de estatura, la cabeza le quedaba casi a la altura de la de Temístocles y podía verlo y escucharlo todo.
Pensó que ojalá Apolonia le hubiera permitido acompañarla a Egina. Cuando estaba con ella y con sus hijas todo era mucho más fácil. Se sentía útil protegiendo a las crías, y también a Nesi y a la propia Apolonia. Además, era divertido oír las carcajadas de Italia cuando la encaramaba a sus hombros o la volteaba en el aire —Síbaris aún era demasiado pequeña para esos juegos tan bruscos—. Sobre todo, estaba más relajado porque no tenía que memorizar todo lo que decían. Si algún día aparecía el misterioso agente de Mardonio y le exigía el informe, ¿cómo iba a importarle lo que hicieran una mujer y sus tres hijas?
Se dio cuenta de que llevaba un rato despistado y trató de aguzar el oído. De momento, parecía que los generales respetaban el turno de palabra, lo que le permitía enterarse. Aunque ya llevaba trece años en Grecia, seguía aturullándose cuando hablaban muy rápido o todos a la vez, y también cuando utilizaban juegos de palabras que no captaba. Aunque, si había de ser sincero, en su propio idioma también se le escapaban muchas sutilezas.
Quien tenía la palabra era Temístocles, que insistía en que la flota de la Alianza debía combatir allí mismo y no retirarse. Los griegos estaban muy preocupados porque la víspera habían divisado una polvareda al norte, por la zona de Eleusis, donde se encontraba uno de sus santuarios más importantes. Allí llevaban a cabo unos rituales tan secretos que todo aquel que los divulgase era condenado a muerte. Al parecer, tenían relación con unos
daevas
femeninos, y también con el infierno. Aunque no fuesen diosas auténticas, a Sicino le infundían bastante respeto aquellos misterios. Nunca dejaba de pensar en lo cerca que había estado de precipitarse desde el puente de Chinvat hacia las tinieblas eternas.
Los vigías apostados en la zona norte de Salamina habían informado de que esa polvareda se debía a que un enorme ejército se estaba desplazando por el camino que corría por la costa norte del golfo de Eleusis, en dirección al Istmo. Temístocles calculaba que debía ser una división, compuesta por veinte
hazarabam.
Sicino estaba de acuerdo, pues sabía que por caminos tan estrechos veinte mil hombres podían formar una columna de marcha tan larga que parecerían muchísimos más.
Escilias, el buceador de bigotes tiesos que su patrón había traído consigo de la batalla del norte, decía que no tenían que preocuparse tanto, que sólo era una maniobra de distracción, porque ni a Jerjes ni a Mardonio se les ocurriría separar el ejército de la flota. Sicino no estaba tan convencido. La
Spada
llevaba conquistando países desde los tiempos de Ciro sin ayuda de barcos.
Adimanto, el general de Corinto, de pie a la izquierda de Euribíades, tampoco creía que se tratara de una diversión. Aquel hombre de rostro flaco y ojos rasgados como los de un zorro no le caía bien a Sicino, pero reconocía que sus palabras tenían su lógica.
—Debemos acudir a defender el Istmo cuanto antes. Aquí estamos bloqueados sin hacer nada, mientras nuestros hermanos que defienden la muralla corren peligro. Tenemos que ir a ayudarles y juntar fuerzas con ellos. Por separado somos más débiles.
—¿Nuestros hermanos? —dijo Temístocles—. ¿Me estás pidiendo que acuda corriendo a ayudar a los mismos hombres que no se han molestado en venir a Atenas, que se han negado a salirle al encuentro al bárbaro para impedir que quemara nuestra ciudad?
—Tiene la palabra Adimanto. No le interrumpas —le advirtió Euribíades.
—Gracias —dijo el corintio—. En cuanto a lo que estaba diciendo, todos podéis comprender que aquí no avanzamos nada y que la situación está estancada. Nos encontramos hacinados desde hace más de veinte días en esta isla, donde apenas hay agua potable para todos, sólo porque Temístocles insiste en que este estrecho
podría
ser el mejor sitio para combatir contra la flota enemiga.
—Lo es. Salta a la vista —dijo Temístocles.
—Guarda silencio —ordenó Euribíades—. No habrá más avisos.
A Sicino le extrañaba la actitud de su patrón. Temístocles siempre se mostraba paciente y comedido con todo el mundo, y más dado a escuchar que a interrumpir a los demás. Pero ahora la voz le temblaba de indignación.
Debe estar así de alterado por lo de
Apolonia,
pensó. A veces, aunque no fuese muy observador, sabía darse cuenta de esas cosas. Además, comprendía a su patrón, porque a él también le apenaría perder a una mujer como Apolonia.
—No seré yo quien contradiga a mi ilustre colega, aunque él no sepa respetar el turno de palabra de los demás —dijo Adimanto sin dignarse mirar a Temístocles—. Pero precisamente porque salta a la vista que el estrecho de Salamina es un buen sitio para combatir, a los persas no se les ocurrirá entrar en él. Jerjes no tiene la menor intención de combatir aquí. ¡Incluso ha intentado la locura de atacarnos por tierra tendiendo un terraplén desde el continente hasta la isla!
Sicino no pensaba que fuese ninguna locura. Jerjes, que había perforado la península del Atos, habría sido bien capaz de conseguirlo de no ser por los trirremes cargados de arqueros que acosaban a sus zapadores y le obligaron a renunciar a su empeño.
—Por eso quiero que sometamos a votación mi propuesta —prosiguió Adimanto—. Antes de que a los persas se les ocurra cerrarnos el canal que hay entre Salamina y Mégara, debemos zarpar y reagrupamos junto al Istmo, en el puerto de Cencres.
Todos,
incluso los atenienses.
—¡No pienso consentir que se cometa esa traición!
Adimanto, que seguía sin mirar a Temístocles, gritó incluso más que él. Tenía una voz penetrante y clara, muy difícil de acallar.
—¡Y propongo también que en esa votación no participe este hombre que no deja de interrumpirme! Aquí estamos reunidos representantes de ciudades libres y que aún existen, y por eso tenemos derecho a votar. ¡Temístocles es un apátrida! —Se volvió hacia el mar y señaló al otro lado del estrecho, donde seguían elevándose espirales de humo de las ruinas de Atenas—. ¡Por pura envidia de los que todavía tenemos patria, no descansará hasta que los persas arrasen nuestras ciudades como han hecho con la suya!
—¡Te exijo que retires esas palabras ahora mismo! —exclamó Temístocles, agarrando a Adimanto del brazo para que se volviera hacia él. Euribíades se levantó del asiento e interpuso el bastón entre ambos.
—Toma la palabra cuando te corresponda, Temístocles.
—Hay infamias que deben responderse en el momento.
—¿Sabes lo que les pasa a los que salen antes de tiempo en las carreras?
—Dímelo tú —respondió Temístocles, rechinando los dientes.
—¡Que los jueces los azotan por adelantarse!
—Seguro que los espartanos nunca os adelantáis. Por eso nunca llegáis a tiempo a ningún sitio —contestó Temístocles.
El almirante levantó el bastón para pegarle. Sicino se preguntó si debía defender a su patrón en esa circunstancia. Pero antes de que pudiera intervenir, Temístocles detuvo la muñeca de Euribíades y la apretó con tanta fuerza que las venas de la mano del espartano se hincharon como sogas.
—Golpéame luego si quieres, pero ahora escucha lo que tengo que decir.
Le soltó con brusquedad, y el general espartano se sentó con la boca abierta, sin acertar a decir nada. Temístocles se dirigió a Adimanto, señalándolo con el dedo índice.
—Infeliz, si nosotros hemos abandonado nuestras casas y nuestras murallas es porque creemos que no vale la pena convertirse en esclavos por defender cosas que no tienen vida. Pero, a cambio, poseemos la ciudad más poderosa de Grecia. ¿Sabes cuál es esa ciudad? Los doscientos trirremes con los que vamos a rechazar al invasor. ¡Con vuestra ayuda o sin ella! Ya habéis permitido que Jerjes arrasara nuestra ciudad. Ahora, como por segunda vez os vayáis y nos traicionéis, no tardarán en enterarse todos los demás griegos de que los atenienses poseemos una ciudad libre que no es inferior en nada a la que hemos abandonado. ¡Y mucho menos a la tuya!
Después se dirigió a todos.
—Esto es lo que os digo,
hermanos
griegos. Si os dejáis llevar por los consejos de Adimanto y las dudas de Euribíades, ocasionaréis la ruina de toda Grecia. Pero no será con nuestra ayuda. Si decidís que la flota se retire al Istmo, no contéis con nosotros. Porque recogeremos enseguida a nuestras mujeres y a nuestros hijos y nos trasladaremos en masa al sur de Italia. Hay un lugar llamado Siris mucho más fértil que cualquier tierra de Grecia, y los oráculos nos han recomendado que fundemos allí una colonia. Luego, cuando todos estéis bajo la bota del Gran Rey, incluidos los espartanos, os acordaréis con nostalgia de nuestros doscientos barcos. ¡Pero entonces será demasiado tarde!
Durante unos segundos nadie contestó. Aprovechando aquel silencio, Temístocles se volvió hacia Sicino y le dijo:
—¡Nos vamos!
—Esto es un desastre. Esta guerra me recuerda cada vez más a la revuelta jonia. Al final, acabaremos como en la batalla de Lade.
Temístocles, Euforión y Mnesífilo estaban recostados en sendos divanes. Sicino había preferido sentarse en un arcón, pues ninguno de los taburetes que había en aquella casa le parecía seguro para su peso. Era una cena temprana. Aún quedaban un par de horas de luz.
Cuando abandonaron la reunión, Temístocles estaba tan furioso que le dijo a Sicino que no quería saber nada de la guerra ni de la flota ni de los condenados griegos. En vez de regresar a Cicrea, la bahía donde estaban varados los barcos atenienses, había tomado el camino que subía al promontorio de Cinosura y llevaba a la casa de Clístenes. Pero antes le encargó a Sicino que buscara a Euforión y Mnesífilo.
—Diles que necesito hablar con mis amigos.
Después, cuando Sicino se disponía a dejar a los tres hombres a solas, Temístocles le dijo:
—He dicho «mis amigos». ¿Es que no recuerdas la conversación que hemos tenido antes? Quiero que cenes con nosotros.
Sicino se quedó, sintiéndose a medias halagado y a medias culpable. Fue una comida sencilla y frugal: queso, pan de cebada, aceitunas y anchoas en salazón. Con más de cien mil personas en la isla, había que economizar provisiones. De momento seguían llegando barcos con víveres de Egina y Trecén. Pero algunos de ellos ya habían sido atacados por los trirremes persas, y mucho se temía Sicino que no tardarían en pasar hambre. Lo cual le preocupaba bastante.
—¿Por qué has dicho lo de Lade? —le preguntó Mnesífilo a Temístocles.
—¿Estuviste en esa batalla? —dijo Euforión—. Creo que fue la mayor mierda de todas las mierdas.
—No, no estuve —respondió Temístocles— . Pero conozco a varios marineros que sí combatieron allí. Los aliados griegos desplegaron más de trescientas naves contra los persas, igual que nosotros. Y también tenían su propio Temístocles: un hombre que entendía de mar, que intentaba convencer a todos de que había que entrenar las maniobras y tomarse la guerra en serio..., y al que nadie hacía caso, como a mí.
—¿No era un focense? —dijo Mnesífilo.
—Dionisio de Focea, sí. Ese hombre se empeñaba en algo inaudito. Quería que sus tripulaciones se adiestraran todas las mañanas. Por las tardes, además, les obligaba a quedarse a bordo de los trirremes hasta que oscurecía por si se producía un ataque enemigo. ¡Disciplina, lo que más nos gusta a los griegos! Casi tanto como la unión.