Los atenienses se jactaban de haber nacido de la tierra, fecundada por el semen de Hefesto cuando Atenea se lo limpió de la pierna con un trapo de lana y, asqueada, lo arrojó lejos de sí. Por eso estaban tan apegados al suelo. Era imposible convertirlos en marineros en tan poco tiempo. Se necesitaría una generación para obrar un milagro así. Temístocles estaba convencido de que si repetían diez veces la batalla que se había librado hoy, otras tantas saldrían derrotados.
En esta ocasión no conseguiría detener al corcel negro de Jerjes. La única alternativa que les quedaba a los griegos era morir o someterse.
Tenía toda la espalda empapada de sudor frío, y también las manos. Se levantó para dar un paseo hasta la proa. No quería hablar con nadie ni que sus hombres lo vieran así. Pero apenas había avanzado unos pasos cuando tuvo que agarrarse a la caña del timón. Estaba respirando muy rápido, en bocanadas casi espasmódicas que no lograba controlar. De pronto, los músculos del pecho se le contrajeron y experimentó un terrible dolor en el lado izquierdo, como si una garra de lobo se le estuviera clavando en el corazón. Trató de pedir ayuda, pero las palabras no le brotaron de la boca. Dio un traspiés y cayó por los escalones.
Es el final,
pensó, y durante un segundo rogó a los dioses que el ataque lo matara y no lo dejara convertido en un inválido como Clístenes. Después, su cabeza chocó contra los tablones de la pasarela central.
Cuando abrió los ojos vio sobre su cabeza un cielo negro. Se levantó con precaución. Estaba en una llanura blanca, cuajada de lirios y asfódelos que se extendían hasta difuminarse en la distancia. Pese a que no había luna y las estrellas se habían apagado, podía ver las flores, igual que se veía a sí mismo alumbrado por un resplandor que no provenía de ninguna parte y que tallaba las formas con perfiles cortantes.
Se volvió. A unos pasos acababa el prado y empezaba una playa que la luz fría teñía de azul. Se dirigió hacia ella y la arena crujió bajo sus pies descalzos. Las aguas oscuras lamían la orilla con suavidad. En aquel mar no había olas, y de su lisa superficie subían espiras de vapor blanquecino. A lo lejos se levantaban unos acantilados negros sobre los que volaban enormes sombras aladas.
Descubrió que no estaba solo en la playa. No había barcos, pero sí tripulaciones enteras esperando a que llegaran. Temístocles caminó ante aquella interminable fila. Había hoplitas con el escudo destrozado o la coraza agujereada por una espada enemiga, marineros y remeros con flechas clavadas en el cuerpo o en el cuello, otros con la cabeza rota por el golpe de un remo o un tablón.
Pero la mayoría de los hombres no presentaban heridas. Eran los ahogados, miles y miles de ellos, con el rostro hinchado y verdoso y los miembros tumefactos. Todos aquellos muertos aguardaban a que el barco de Caronte acudiera a recogerlos para llevarlos a la otra orilla.
Temístocles los conocía a todos. Ciudadanos de las diez tribus de Atenas y colonos de Salamina o de Eubea. Mientras pasaba delante de ellos recitaba sus nombres, los de sus padres y los de sus demos.
«Eufrosino hijo de Dión, del demo de Decelia. Ireneo hijo de Pirro, del demo de Mirrinunte. Hipómenes hijo de Pasión, del demo de Prospalta».
Pero eran muchos, demasiados. Quería saludarlos a todos, como si con ello pudiera devolverles la vida, o tal vez para demostrarles que no habían caído en el olvido, que existía al menos una persona que los recordaba. Apretó el paso y ya sólo pronunció sus nombres individuales.
—Eufrosino... Epígenes... Nicómaco... Carias... Artemón... Néstor... Filisto... Epígono... Euctemón... Epafrodito... Sóstrato... Nicias... Epicteto...
Algunos intentaban contestarle, pero tenían la lengua hinchada y de la boca les brotaban chorros de agua con algas verdes. Otros habían perdido los ojos y en sus cuencas anidaban pequeños cangrejos o anémonas.
Había saludado a más de cuatro mil ciudadanos cuando llegó a los extranjeros y los esclavos que también servían en la flota ateniense. A muchos los conocía de nombre. Otros sólo eran rostros para él, y se limitó a inclinar la cabeza ante ellos. Por último estaban los muertos de Mégara, Corinto, Calcis, Egina y las demás ciudades.
Cuando llegó al final de la fila, había contado nueve mil cuatrocientos veinte hombres. Una cosa era ver sus nombres tachados en los catálogos de las tribus o en las listas de embarque. Otra bien distinta desfilar ante esa multitud, contemplar sus rostros y saber que todos habían muerto el mismo día, en el curso de unas pocas horas.
Por su culpa.
Temístocles siguió caminando por la playa y los muertos quedaron atrás, esperando su último barco. Un árbol solitario se levantaba a unos pasos de la orilla, un alto ciprés de hojas blancas como la plata. Al pie del ciprés, un arroyo de aguas transparentes corría cantando como un cascabel, tal vez porque ignoraba que iba a morir unos metros más allá absorbido por la negrura del lago infernal.
Temístocles se agachó y metió los dedos en el riachuelo. Al atravesar la superficie, desaparecieron. No sólo de la vista. Cuando quiso tocar las piedras del fondo le fue imposible, como si su mano entera hubiera sido borrada de la existencia.
Sacó la mano del agua y volvió a sentirla, pero eso no fue un alivio. Acarició la lámina de oro que llevaba colgada al cuello y pensó en desplegarla. Pero no le hacía falta. Recordaba bien lo que había escrito en ella.
Allí se refrescan las almas de los muertos, ¡pero no se te ocurra beber de ella, pues son las aguas del Olvido! Más adelante encontrarás la laguna de la Memoria. Di a sus guardianes: «Hijo de Gea soy y de Urano estrellado. Seco estoy y de sed me muero. Dadme a beber las frescas aguas de la Memoria».
Temístocles no tenía ningún deseo de recordar más. De pronto comprendía que el olvido no era ningún mal, sino una bendición de los dioses, y que si bebía de las aguas del Leteo, aquellos miles de rostros, y los de los eretrios, y también el de Apolonia se borrarían de su mente.
Se tumbó junto al arroyo, apoyó ambas manos en la orilla y acercó los labios al agua.
—No hagas eso.
Temístocles se volvió. Una hermosa doncella, tan alta que casi le sacaba la cabeza, lo miraba con unos ojos grandes y tristes. Tenía un yelmo de bronce echado hacia atrás y empuñaba una larga lanza de fresno.
Temístocles se quedó arrodillado junto al riachuelo. El arrullo del agua seguía tentándolo, pero no se atrevía a desobedecer a la diosa.
—¿Por qué, señora? —preguntó.
—Lo sabes bien. Si lo haces, lo olvidarás todo. Quién era tu padre, cuál es tu ciudad. Cómo se llaman tus hijos. A qué mujer amas. Será como si nunca hubieras existido.
—Eso es lo que deseo, señora. Quiero beber las aguas del Leteo para olvidar el fracaso que ha sido mi vida. Me han derrotado.
—¿Derrotado? —Atenea sonrió con picardía y en las mejillas se le marcaron dos hoyuelos como los de Apolonia—. Astuto y artero ha de ser el que a ti te aventaje en tramar argucias, aunque sea un dios quien te salga al encuentro. Los dos sabemos de tretas, tú que ganas a todos los hombres en ardides y enredos, y yo que soy célebre entre los dioses por mi agudeza e ingenio. ¿Es que no reconoces a Palas Atenea, la hija de Zeus, que siempre te he ayudado y protegido en tus muchos trabajos? Ea, pues, soporta las aflicciones que padeces en tu casa por más que te duelan y aguanta en silencio tus muchas desgracias. Ahora, ¡despierta, Temístocles!
Cuando abrió los ojos, las estrellas volvían a lucir en una franja de cielo delimitada por las dos cubiertas de la
Artemisia.
Temístocles se incorporó y se tocó la cabeza. Le estaba saliendo un buen chichón sobre la oreja izquierda, pero no sangraba. El pecho le dolía todavía y el aire apenas entraba en sus pulmones. Pero se obligó a sí mismo a respirar hondo, cada vez más despacio, y el dolor fue cediendo.
Lo que acababa de sufrir no era un ataque como el de Clístenes. Comprendió que las garras que se habían clavado en su pecho no eran las de la muerte, sino las de Fobo, el pánico. Había cedido a él en un momento de debilidad, pero nadie lo había visto.
Salvo los muertos.
Se levantó y subió de nuevo a la cubierta, pensando en las palabras de Atenea. Eran casi las mismas, verso por verso, que le había dicho a Ulises cuando éste llegó en secreto a Ítaca. En aquel momento, el héroe estaba solo y tenía que enfrentarse a los orgullosos nobles que se habían apoderado de su palacio y trataban de quitarle a su mujer, Penélope. ¿Cómo había actuado el astuto Ulises?
Con cautela, paso a paso. Solucionando los problemas de uno en uno, confiando en quienes debía confiar, como su fiel porquerizo Eumeo, y utilizando a aquellos que lo querían traicionar, como el pérfido cabrero Melantio.
Así debía obrar él. En primer lugar, hizo que avisaran a Fidípides.
—Están cargando provisiones en la
Angelia
para llevar las noticias a Atenas —le dijo—. Quiero que vayas en ella. Tengo un recado que quiero que lleves, viejo amigo.
Cuando se despidió de Fidípides, se quedó pensando en los demás problemas. Con Andrónico ya trataría en su momento. Ahora, la guerra urgía más.
Divinal Salamina, tú aniquilarás a los hijos de las mujeres.
Si aún tenían una posibilidad de vencer a la flota persa era en los estrechos entre Salamina y el continente. Pero si los trirremes y las tropas de la Alianza se congregaban en ella, eso sería a cambio de abandonar la ciudad.
Atenas estaba condenada.
A
polonia se recostó en el diván a la manera de una cortesana. Se encontraba a solas con Mnesífilo, con quien tenía confianza, estaba cansada y, en cierto modo, ya le daba todo igual. Si lo pensaba bien, ¿acaso no era una especie de hetaira? ¿Qué diferencia había en Atenas entre una mujer como la célebre Targelia y una concubina como Apolonia? Ambas eran extranjeras. Sí, era cierto que Targelia ofrecía placer a muchos hombres y ella se lo brindaba sólo a uno. Pero eso podía cambiar.
¿Qué estoy pensando?
Se dijo que había bebido de más y dejó la copa sobre la mesita. Notaba las mejillas ardiendo y lo veía todo como a través de un fino velo blanco.
—¿No quieres más? —preguntó Mnesífilo.
—Ya no tengo sed —respondió ella.
Ella y las tres niñas se habían alojado en el domicilio de Mnesífilo. No muy lejos de allí estaba la casa de Temístocles, donde la propia Apolonia había vivido hasta que se mudaron al Pireo. Esa misma mañana había salido con Nesi y Sicino a buscar agua a la fuente, y en el camino se habían encontrado con Ilara y Soteris, dos esclavas de Arquipa que se alegraron mucho al verlas.
—Te echamos de menos —dijo Ilara, la mayor de las dos—. Y también a Nesi. ¡Cuánto ha crecido y qué guapa está! Dentro de un par de años tendrás que pensar en casarla, señora.
Nesi bajó la mirada y se ruborizó un poco. Por ser amable, Apolonia preguntó a las criadas por Arquipa. Ilara chasqueó la lengua y Soteris sacudió la cabeza.
—Cada día está peor, señora. Si sigue así, no creo que pase del invierno —dijo Soteris.
—No digas esas cosas —la regañó Ilara.
—¡Pero si es la verdad!
—¿Qué le ocurre? —preguntó Apolonia.
—Se ha obsesionado con que se está poniendo gorda como una vaca y apenas prueba bocado. Sólo bebe agua y come un cuenco de ensalada de berros y pepinos con un boquerón ahumado. ¡Al día!
—Pero ¿por qué hace eso? ¿Es verdad que ha engordado tanto?
—¡Quia! Si la vieras ahora, te daría pena, señora. Se le han quedado las muñecas tan finas como las de un bebé y le ha adelgazado tanto la cara que parece que los pómulos le van a rasgar la piel. Cuando la bañamos le podemos contar todas las costillas, pero ella se agarra un pellejo, se tira de él y nos dice: «¿Veis
cómo tengo razón? Mirad qué lorzas tengo».
—Vale ya, Soteris —dijo Ilara, y le tiró de la túnica—. Vamos, tenemos que llegar al puesto de Damo antes de que se quede sin pescado. Pero Soteris, antes de irse, besó a Apolonia y aprovechó para susurrarle al oído:
—Pronto serás nuestra señora. Tú te lo mereces mucho más.
Si Apolonia no tenía intención de regresar a la casa del Pireo, mucho menos pensaba volver a la de Atenas. Sabía que alojarse en el hogar de un viudo como Mnesífilo habría sido un escándalo si fuese la esposa de Temístocles. Pero, al fin y al cabo, sólo se trataba de su concubina. File, que hacía la compra en el Ágora, le había dicho que la gente no le daba importancia a su historia. Todo lo más, algunos afirmaban que Temístocles se había aburrido de su barragana y se la había pasado a su amigo. Como si Apolonia fuera un martillo o una sierra que se pudieran prestar a un vecino.
«Que digan lo que quieran»,
respondió ella. Pero aquel comentario se le había clavado como un puñal.
La casa de Mnesífilo no era ninguna mansión. Apolonia compartía alcoba con las dos pequeñas, mientras que Nesi tenía que dormir con File, la única criada que le quedaba de sus tiempos de Eretria. El aya Hedia había muerto cuatro años antes, y Arges, el último invierno.
A cambio estaba Sicino, que en aquella casa tan pequeña aún parecía más grande, y no tenía más remedio que acostarse en el patio. Temístocles se había empeñado en que se quedara con ellas en lugar de acompañarlo a él a Artemisio. Apolonia le había dicho:
—¿Por qué no te lo llevas contigo?
—Me importa más tu seguridad que la mía —contestó él.
—No quiero tus favores. ¡Llévatelo!
Pero Sicino se había quedado al final. Apolonia procuraba portarse bien con él, pues no tenía culpa de los pecados de su señor. Lo cierto era que se sentía mucho más protegida cuando las niñas y ellas salian a la calle acompañadas del gigantón persa. Y lo hacían a menudo, pues Apolonia sentía que le faltaba el aire y se le aceleraban los latidos del corazón encerrada entre las paredes de la casa de Mnesífilo. Aunque sabía de sobra que el problema no estaba en la casa, sino dentro de ella.
Sicino también acompañaba a Nesi cuando ésta bajaba al Pireo a ver a Euterpe. Sin ser su verdadera nieta, la visitaba más que los hijos varones de Temístocles, ya que iba a verla casi todos los días. Era una caminata de más de una hora de ida y otro tanto de vuelta. Pero a Nesi, que últimamente abusaba mucho de los dulces de miel, aquellos paseos le venían bien para no engordar.
A Apolonia le daba mucha pena no ver a Euterpe, pero ni quería regresar a aquella casa ni, por supuesto, se atrevía a traer a la madre de Temístocles con ellas. Nesi no entendía el porqué de esa situación.