Frente a ellos se divisaba la escarpada línea de la costa de Afetas, con la que ya se habían familiarizado tras las batallas de los dos días anteriores. Pero ahora había algo nuevo. Temístocles entrecerró los ojos para ver mejor y consiguió distinguir por delante del litoral una línea oscura de la que el sol arrancaba reflejos dispersos.
La flota enemiga. Esta vez los almirantes persas se habían adelantado en lugar de esperar a recibir un nuevo ataque. Y, a juzgar por la separación entre un extremo y otro de la formación, que parecía abarcar todo el horizonte, esta vez traían muchos barcos.
Más bien todos los barcos,
pensó.
—Hoy no va a ser igual —dijo su piloto, volviéndose hacia él—. Debe haber por lo menos mil trirremes.
—Déjalo en la tercera parte, Heráclides —respondió Temístocles para evitar que cundiera la alarma entre la tripulación.
Conforme ambas flotas se acercaban, calculó que, si bien Heráclides había exagerado, era fácil que los barcos persas los duplicaran en número. Venían contra ellos más de quinientos trirremes, acaso seiscientos.
Recordó las palabras de Euribíades.
Podemos perder toda la flota en un solo día.
—¿De qué país son los que tenemos enfrente? —gritó Temístocles, dirigiéndose al oficial de proa, que gozaba de una vista digna del argonauta Linceo.
—¡Creo que fenicios!
—¡Excelente! Los mejores rivales para la mejor escuadra de toda la flota griega.
Estaba lejos de sentir lo que decía, pero había que animar a la tripulación. Ambas flotas acudían al choque como falanges, pero en vez de pisotones y cánticos se oía el rumor de los arietes cortando el agua, el poderoso y acompasado chapoteo de los remos y los penetrantes silbidos de las flautas. Nadie hablaba. En otras ocasiones los remeros entonaban canciones de boga, pero ahora sólo se oían sus jadeos. Debían estar atentos a las órdenes de maniobra, que en la sentina resultaban difíciles de escuchar, ya que la aglomeración de cuerpos y vigas de madera ahogaba los sonidos.
Los hoplitas, aunque impacientes por entrar en acción, seguían agazapados en el sitio para no perturbar las maniobras. Euforión, sentado en la cubierta de estribor, era el único que no conseguía estarse quieto. Al menos no movía las piernas: sus tics en aquel momento se reducían a atusarse las plumas del penacho. Los diez infantes que no pertenecían a la dotación de la
Artemisia
y por tanto no conocían al Nervios habían estado riéndose de él desde que embarcaron. Pero ahora, bien fuera porque se habían acostumbrado ya a sus excentricidades o porque comprendían la gravedad de la situación, permanecían callados.
La flota persa se hallaba ya tan cerca que sus extremos se habían perdido de vista y la escuadra que tenían frente a ellos ocupaba todo el horizonte de Temístocles. Una de sus naves venía directa hacia la proa de la
Artemisia,
en rumbo de colisión frontal.
—Eso que lleva delante es un ídolo de oro macizo —dijo Fidípides—. Podemos sacar un buen botín de esto.
—¡No empieces a relamerte! —contestó Escilias. El buceador estaba sentado en la escalera de la pasarela central, a los pies del timonel—. ¡Si esa estatua fuera maciza, la nave se hundiría de proa! ¡Es sólo madera pintada!
Hasta entonces, los únicos enfrentamientos de Temístocles contra los fenicios habían consistido en acciones de piratería no demasiado heroicas. Pero conocía su maniobra favorita. El
diekplous.
Fingir una embestida frontal contra los barcos enemigos para, en el último momento, dar un bandazo y pasar entre ellos. De esa manera sus trirremes podían aparecer en la retaguardia de la formación, virar con rapidez y atacar las popas desguarnecidas del adversario.
Temístocles dio una orden al signífero. Éste izó un banderín azul sobre el asta que se levantaba por encima de la popa. El trirreme que navegaba tras ellos, el
Proteo,
viró unos metros a estribor para cerrar el hueco que quedaba entre la
Perséfone
y la
Artemisia.
La misma maniobra se repitió por las líneas de toda la flota ateniense.
—Intentad el
diekplous
ahora, cabrones —masculló entre dientes.
La nave fenicia estaba ya a menos de cien metros. Desde su proa, el rostro de su dios marino, Dagón, los miraba con odio. Si ninguno de los dos trirremes desviaba su rumbo, iban a chocar espolón contra espolón. El timonel se volvió hacia Temístocles.
—Creo que es el momento —le dijo.
—Pues hazlo.
Heráclides viró a babor y apuntó la proa hacia el barco que venía a la izquierda del trirreme fenicio, como si hubiera cambiado de presa. Durante unos instantes, la maniobra ofreció al ariete enemigo la amura y el costado de estribor de la
Artemisia.
Pero no era ésa la intención de Temístocles. Apenas unos segundos después, ordenó:
—¡Todo a estribor!
El piloto tiró de la caña que manejaba el timón derecho y empujó la vara del izquierdo. El cómitre, que estaba acurrucado en la pasarela junto a Escilias, gritó una orden al flautista y éste la transmitió a los remeros. Los de babor siguieron bogando, mientras que los de estribor levantaron las palas en el aire durante un instante, volvieron a clavarlas en el agua y ciaron invirtiendo el movimiento de sus brazos. Entre rociones de espuma, la
Artemisia
dio una guiñada a la derecha tan brusca que los hoplitas tuvieron que agarrarse al borde de la pasarela central para no resbalar, y la proa apuntó de nuevo al primer enemigo, ahora de través y no de frente.
—¡Magnífico! —exclamó Temístocles. Pocos barcos en la flota griega tenían remeros capaces de llevar a cabo esa maniobra en un espacio tan reducido.
Por desgracia, la tripulación del barco fenicio era tan competente como la de la
Artemisia
y su trierarca se anticipó a ellos maniobrando de forma casi simétrica. El ariete de Temístocles no se encontró con la amura del barco enemigo, como pretendía, sino con su espolón chapado en bronce. Aunque chocaron con cierto ángulo, el impacto sacudió a la
Artemisia
de proa a popa. Temístocles se había aferrado con fuerza a los brazos del sillón, pero, aun así, estuvo a punto de salir despedido y sintió cómo se le sacudían hasta los dientes, mientras que los infantes de cubierta rodaron sobre sus espaldas como tortugas indefensas.
Tras el horrísono crujido del choque se produjo un instante de silencio. Pero los hoplitas no tardaron en levantarse y, entre gritos de guerra, corrieron a defender la proa de la
Artemisia.
—¡Ciar! —ordenó Temístocles.
Aunque trataron de retroceder invirtiendo la remada, ambas naves habían quedado trabadas. Los hoplitas de la
Artemisia
se aglomeraron en la proa, al igual que los soldados del barco enemigo, lo que hizo que las popas de las dos naves se levantaran. Eso dificultó la tarea de ambos timoneles, que trataban de maniobrar para desenganchar los arietes mientras los cómitres gritaban órdenes a sus respectivos equipos de remeros. Empezó un extraño baile entre los trirremes en que a ratos parecían buscarse y a ratos rehuirse. Los infantes enemigos, persas y medos, disparaban flechas sobre todo lo que se movía sobre la cubierta de la
Artemisia,
y Fidípides y los escitas les respondían como podían. El propio Temístocles había abandonado su puesto de trierarca para cubrir al piloto con su escudo. En aquel momento, Heráclides era el hombre más valioso que tenía a bordo.
Por fin, cuando las proas se soltaron y los costados de ambas naves estuvieron lo bastante cerca, los marineros de la
Artemisia
saltaron fuera de la pasarela y lanzaron los garfios de abordaje. Una vez enganchados en la regala del barco fenicio, se refugiaron de nuevo en la relativa seguridad de la pasarela y desde allí tiraron de las sogas de los garfios. Ambos barcos empezaron a acercarse. Una vez abarloados, sería el momento de saltar al abordaje. Temístocles embrazó su escudo y acudió a la cubierta de babor junto con los demás hoplitas, cuyo peso había escorado la nave más de un palmo. Con el rabillo del ojo, Temístocles había visto que la
Perséfone
se estaba batiendo a estribor con otro enemigo, mientras que a babor, más allá de la nave fenicia, se libraban combates en condiciones similares.
Pero todo eso quedaba ya fuera de su control. De los elementos que provocaban el caos en una batalla campal, allí sólo faltaba el polvo. Pero, a cambio, el suelo que pisaban se movía como en un terremoto constante, lo que añadía el riesgo de caer por la borda al de ser herido por una flecha o lanza enemiga. Y el ruido era aún más ensordecedor. A los gritos de los hombres y el clangor de las armas se sumaban el grave y estremecedor rechinar de las naves que chocaban entre sí, los crujidos de los grandes maderos que se rompían bajo los espolones y los brutales chasquidos de los remos de abeto que se tronchaban como mondadientes. Todo ello acompañado por el aturdidor chapoteo de miles de palas golpeando las aguas y levantando chorros de espuma.
Los infantes aguardaban casi al borde de la cubierta el momento de saltar sobre la nave enemiga, encorvados tras sus escudos para protegerse de las flechas de los arqueros iranios. Ya habían disparado sus jabalinas y empuñaban las picas, más largas que las que se usaban en tierra para poder herir con ellas aunque las naves todavía no estuvieran borda contra borda.
Cuando ya casi tenían a los enemigos al alcance de sus lanzas, los marineros fenicios se colaron entre los soldados, provistos de hachuelas, y se dedicaron a cortar las cuerdas de los garfios.
—¡Hijoputas cobardes, no hagáis eso! —gritó Euforión.
—¡Vamos a por ellos! —exclamó un hoplita llamado Sofrón, colgándose el escudo del cuello.
—¡No seas loco! —le dijo Temístocles—. ¡Están demasiado lejos!
Los dos metros que separaban ambos barcos podían parecer una distancia corta, pero no para un hombre cargado con casi treinta kilos de armas. Sofrón saltó y logró tocar con la mano izquierda la regala del barco fenicio, pero después resbaló y cayó a plomo al agua.
Algunos marineros fenicios habían traído largos bicheros con los que empujaban el costado de la
Artemisia
para apartarla. Ya no quedaba ninguna cuerda que los uniera, y el trirreme se alejó de ellos; aunque antes los arqueros persas dispararon una andanada de flechas contra las portillas de los remeros. Por los gritos que subieron de la bodega, Temístocles se imaginó que habían alcanzado a varios talamitas.
A su izquierda oyó un chapoteo.
—¿Quién más ha caído al agua?
—¡Nadie! —le contestó Fidípides—. ¡Es Escilias, que se ha tirado!
Durante un instante, Temístocles pensó que era un momento muy extraño para desertar. Luego descubrió que el buceador había saltado por la borda atado a un grueso cabo enganchado a un puntal de la pasarela.
—¡Que dejen de bogar a babor! —gritó Temístocles, y el timonel transmitió su orden al cómitre.
Instantes después la cabeza de Escilias salió entre la espuma. Llevaba agarrado a Sofrón. Los marineros halaron la soga y ayudaron a salir del agua a ambos hombres.
Mientras Sofrón, al que Escilias había conseguido arrancar la coraza debajo de la superficie, tosía y escupía agua sobre la cubierta, Temístocles le dijo al buceador:
—Para ser un hombre casi rico, te arriesgas demasiado.
—¡No me gusta dejar que la gente se ahogue! ¡Es una muerte horrible! —contestó Escilias, atusándose el bigote. Usaba una grasa tan espesa que sus guías seguían tiesas incluso después de haberse sumergido.
—Eres un héroe, amigo. ¿Qué harás si caigo al agua yo, que te debo tanto dinero?
El buceador soltó una carcajada y le palmeó la espalda.
—¡Te arrancaré de las garras de Poseidón aunque tenga que clavarle su tridente en el culo!
A estribor, la
Perséfone
había conseguido hincar su espolón en el trirreme enemigo. Al apartarse ciando, el agua entró en la sentina de la nave, que empezó a escorarse con rapidez y acabó volcándose entre los gritos de pavor de sus remeros. Los hombres de la
Artemisia
aclamaron a sus compañeros de la
Perséfone,
y Temístocles saludó a Clinias con la mano.
El oficial de proa le comunicó que habían perdido el ariete en el choque con la nave fenicia. Eso los dejaba desarmados, y además había debilitado la estructura del barco.
—Deberíamos retirarnos, señor —le dijo el carpintero tras subir de la bodega—. Está entrando agua en el pantoque.
—¿Tanta como para hundirnos?
—De momento no, pero nos hará maniobrar más despacio. Además hemos perdido a cinco remeros de babor.
Los tripulantes ya sabían lo que tenían que hacer, de modo que Temístocles no malgastó el tiempo con instrucciones innecesarias. El cómitre repartió a los remeros para mantener la simetría de boga y los marineros tensaron los cables maestros para apretar las cuadernas. La única orden se la dio a Heráclides:
—¡Vira en redondo! ¡Volvemos a la playa!
—¿Nos retiramos del combate? —preguntó un hoplita.
—¡No! Hay muchos barcos intactos en la orilla. Vamos a tomar uno prestado.
Saber quién había vencido en una batalla naval resultaba más complicado que en una terrestre. El campo en que se libraba el combate era mucho más extenso, y la posibilidad de comunicarse de un extremo a otro, casi nula. Mientras combatió en las aguas de la zona central, primero con la
Artemisia
y luego con la
Tisífone,
Temístocles recibió la impresión de que el resultado estaba siendo parejo. Pero su campo de visión era limitado y en el caos de la batalla ignoraba lo que estaba pasando en otros lugares.
Sólo cuando toda la flota griega arribó a la playa y Temístocles recibió informes e inspeccionó en persona los daños empezó a hacerse una idea cabal de lo que había pasado. Y el panorama no era como para sentirse risueño.
A lo largo del día se habían librado cientos de duelos como el sostenido por la
Artemisia
con la primera nave fenicia. En la mayoría de los casos, los barcos chocaban en ángulos tales que prácticamente rebotaban unos contra otros y los espolones no llegaban a abrir grandes vías de agua en los cascos. Después, dependiendo de lo aguerridos que fueran los tripulantes y hoplitas y de la agresividad de los trierarcas y pilotos, los trirremes se abarloaban e intentaban abordarse mutuamente, o bien se esquivaban y se limitaban a dispararse flechas y jabalinas. Mientras no se llegara a luchar cuerpo a cuerpo, los infantes de cubierta, bien protegidos, apenas sufrían bajas en esos intercambios de proyectiles. Los talamitas, en cambio, pagaban el privilegio de bogar en la bancada superior y eran los que más heridas recibían a través de las amplias portillas, pues además los arqueros los buscaban a propósito. Casi desnudos como estaban, muchos de ellos morían sobre la empuñadura de madera o caían encima de sus compañeros de los bancos inferiores.