En esos enfrentamientos, los barcos fenicios demostraron su superioridad sobre los griegos. Aunque estaban tan cargados de soldados como ellos y eran más altos y pesados por tener balaustradas y cubiertas completas, maniobraban con superior pericia y se movían con más rapidez. Sabedores de que sus infantes de cubierta, iranios armados con arcos, eran más eficaces a distancia que en el combate cuerpo a cuerpo, rehuían el abordaje siempre que podían y buscaban dañar los barcos griegos con sus espolones. También practicaban la arriesgada y difícil maniobra de lanzarse de frente a por un barco enemigo, esconder los remos, virar en el último momento y pasar rozando el casco del adversario. Con ello no sólo le rompían la mayoría de los remos de un costado, sino que también arrancaban los toletes y desgajaban trozos de madera de las portillas. Los propios remos, al partirse, herían a los hombres que los manejaban. A unos les rompían los dientes, a otros les fracturaban los dedos o las costillas, y algunos remeros morían al recibir el golpe de una empuñadura de remo en el cráneo.
Sólo la escuadra
Erictonia,
donde formaba la
Artemisia,
pudo afirmar que su duelo con los fenicios había acabado en empate. El héroe del día era Clinias, trierarca de la
Perséfone,
que había logrado echar a pique un trirreme asiático y capturar otro. Pero las demás escuadras habían sufrido más bajas de las infligidas al enemigo.
Los peores daños los habían sufrido en los flancos de la formación. Allí la flota persa hizo valer su superioridad numérica desplegándose en cuarto creciente y recurriendo a maniobras envolventes, de modo que muchos trirremes de la Alianza se vieron atacados por dos y hasta por tres enemigos. En el ala derecha, la escuadra ateniense
Cécrope
había perdido quince de sus treinta barcos en la naumaquia contra los fenicios, y en la izquierda los egipcios habían causado grandes estragos en la flota del Peloponeso.
Por suerte, pasada la media tarde, el etesio empezó a soplar con cierta fuerza y a arrancar espuma de las crestas de las olas. Los almirantes persas debieron temer que se levantara un ventarrón como el que en los días anteriores había hecho naufragar a parte de su flota de transporte y, puesto que eran ellos quienes estaban más lejos de su base en Afetas, dieron orden de retirarse. Luego, tras hacer el recuento de bajas, Temístocles comprendió que esa decisión los había salvado. Pues aún quedaban un par de horas de luz y el viento amainó enseguida.
Sobre el puente de la
Artemisia,
tras escuchar el relato del desastre final en las Termópilas, Temístocles le resumió a Cimón el resultado de la batalla naval. A proa sonaban los martillazos de los carpinteros que estaban ensamblando el espolón de una nave jonia capturada al enemigo.
—Entre trirremes hundidos e inutilizados, hemos perdido setenta barcos. Según el último recuento faltan casi diez mil hombres. Supongo que algunos llegarán nadando a lo largo de la noche, pero me temo que serán pocos. Entre los muertos están los generales de las tribus Antióquide y la Hipotóntide.
—¿Cuántos barcos hemos apresado?
—Treinta. Y si los trierarcas con los que he hablado no mienten, hemos echado a pique veinticinco más.
—En ese caso hemos perdido la batalla por cincuenta y cinco barcos contra setenta. Puede considerarse casi un empate.
—Si los persas no hubieran decidido retirarse por el viento, su flota habría rodeado a la nuestra y nos habrían aniquilado como hicimos nosotros con ellos en Maratón. Los fenicios y los egipcios han demostrado que son mejores marineros que nosotros —reconoció Temístocles con toda crudeza—. Y quitarle setenta barcos a una flota de trescientos no es lo mismo que restarle cincuenta y cinco a otra que dispone de más de seiscientos. Con un par de «empates» como éste, no nos quedará más remedio que huir a Italia o rendirnos a Jerjes.
Cimón, que había agachado la cabeza al comprender la gravedad de la situación, miró a Temístocles con un destello de furia en los ojos.
—¡Eso nunca! Leónidas no se merece que hables así.
Temístocles pensó que, aunque hubiera empuñado un remo ante la asamblea ateniense, en el fondo de su corazón Cimón seguía siendo un aristócrata al que conmovía más el sacrificio de trescientos hoplitas en el campo de batalla que la muerte casi anónima de diez mil hombres en las aguas del Egeo. Al fin y al cabo, desde su punto de vista, muchos de ellos eran ciudadanos pobres o esclavos y sus vidas no tenían el mismo valor.
Con un suspiro, Temístocles se levantó del asiento. Al hacerlo se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo.
Me estoy haciendo mayor para la guerra,
pensó.
—Era una forma de hablar, mi querido Cimón. Cuando toda Grecia le haya entregado a Jerjes el agua y la tierra que tanto ansía, yo se la seguiré negando aunque me quede solo en mi empeño.
—Hermosas palabras, Temístocles. Pero tal vez te quedes solo de verdad. ¿Cómo vas a convencer a nuestros aliados de que vuelvan a enfrentarse con la flota persa si ya han comprobado que es superior a la nuestra?
—Algo habrá que inventar. Por tierra es imposible detener a Jerjes. Ni siquiera un paso como las Termópilas lo ha frenado, y no podemos contar con que los espartanos nos ayuden a defender Atenas. Hemos empleado todos nuestros recursos en la flota. Ya es demasiado tarde para apostar por otra cosa.
—Pues me temo que tu apuesta no funcionará. Los fenicios llevan surcando los mares desde mucho antes de la guerra de Troya. Tú pretendías convertir a los atenienses en marinos expertos en menos de tres años. Era imposible que saliera bien.
Gracias por tus ánimos,
pensó Temístocles, pero se ahorró el sarcasmo.
Cuando Cimón lo dejó solo, Temístocles descubrió que aún no habían acabado sus problemas.
Aunque no tenía hambre, se disponía a bajar a tierra para cenar algo. En ese momento vio que Andrónico se acercaba a la escalerilla de la
Artemisia.
No lo acompañaba ninguno de los hombres de su tribu, tan sólo Telo; el pancraciasta era protección más que suficiente para cruzar el campamento de noche.
Quiero hablar contigo, Temístocles.
—Sube.
Telo se quedó jugando a los dados con un grupo de remeros. Temístocles pensó que no le vendría mal que se organizara una pelea, algo que solía ocurrir en esas partidas, y que sus hombres apuñalaran al esclavo de Andrónico. Pero mucho se temía que antes de meterse en problemas con el pancraciasta preferirían dejarse ganar.
Los peldaños de madera crujieron bajo el peso de Andrónico. Temístocles volvió a sentarse en su puesto de trierarca y, sin invitar al general a tomar asiento, puesto que no había ningún otro en la cubierta, lo animó a que hablara.
—Vengo a hacerte un favor, Temístocles —le dijo Andrónico.
—Te lo agradezco de antemano. Soy todo oídos.
—Tu prestigio no está en su momento más alto. Hasta la chusma de remeros en la que siempre te has apoyado piensa que has cometido un error atacando a los persas.
—Sé que eres de los que se han quedado en tierra con las naves de reserva, Andrónico. Pero puedes preguntarle a cualquiera, y te dirá que los persas venían a atacarnos a nosotros. La prueba es que hemos combatido más cerca de Artemisio que de Afetas.
Andrónico barrió ese argumento con un gesto de la mano y entornó los ojos.
Ah, siempre tan
despectivo,
pensó Temístocles.
—Me es indiferente. La cuestión es que cuando volvamos a Atenas te vas a encontrar con problemas. Y esos problemas tienen un nombre.
—¿Cuál?
—Arístides. Ahora que su primo Leócrates ha muerto, están pensando en nombrarlo general de la tribu Antióquide.
—Es una irregularidad. No se pueden nombrar nuevos generales hasta el verano que viene.
Andrónico se encogió de hombros.
—En la guerra se cometen muchas irregularidades. Ya sabes lo voluble que es la plebe. Muchos se están arrepintiendo de haber votado el destierro de Arístides. Piensan que si el Justo está al mando —Andrónico pronunció el apodo con sonsonete burlón—, los dioses favorecerán más nuestra causa. Así que se está hablando de revocar tu nombramiento de autócrator para dárselo a él.
Aunque la noche era cálida, un escalofrío recorrió la espalda de Temístocles.
—¿Cuál es el favor que me propones, Andrónico?
—Apoyarte en la junta de generales. Argumentaré que tus decisiones han sido correctas y que debes seguir siendo el autócrator.
—¿Cuánto me va a costar esta vez?
—Nada que no puedas pagar, Temístocles. Sé que cuando llegamos a Artemisio, los eubeos te regalaron treinta talentos de plata para que convencieras a Euribíades y a los generales de las demás ciudades de que no abandonaran la isla.
—Eso es absurdo. No íbamos a abandonar Eubea en ningún caso. —
Al menos, hasta que cayeran las Termópilas,
añadió para sí—. Nadie me ha entregado treinta talentos de plata, ni diez, ni cinco.
—Es curioso que digas «cinco». Aseguran que, precisamente, de esos treinta le entregaste cinco a Euribíades. Y que los llevó escondidos bajo el escudo ese amigo tuyo que parece poseído.
Aunque aquel rumor mezclaba mentiras con una información muy concreta y veraz, Temístocles miró a los ojos a Andrónico y, sin hacer el menor movimiento con las manos para no traicionarse, le dijo:
—Eso es falso.
—¿También es falso que le diste otros tres talentos al general corintio?
Temístocles aguantó de nuevo sin pestañear y respondió:
—Tan falso como lo primero.
O alguien espiaba sus movimientos con mucha habilidad, o él estaba volviéndose demasiado torpe. Porque, de nuevo, el dardo de Andrónico había acertado en el blanco. Era cierto que le había enviado a Adimanto el equivalente en oro a tres talentos de plata escondidos dentro de una cesta de comida.
Empezaba a sospechar la identidad de quien propalaba esas habladurías y las mezclaba con informaciones veraces. Al parecer, las traiciones no tenían fin. Pero ya se enfrentaría a ese problema en su momento. Ahora tenía otro entre manos.
—Lo siento, Temístocles, pero no te creo —dijo Andrónico—. Sé que el soborno es una de tus habilidades.
La única habilidad que posees tú es aceptarlo,
pensó Temístocles.
—Quiero mi parte por apoyarte en la junta. Cinco talentos.
—¿Estás...?
—Espera, Temístocles. No he terminado. También quiero mi parte por no denunciarte ante el consejo y la asamblea por corrupción. Otros cinco talentos. Diez en total. A ti aún te quedarán otros doce de los que te entregaron los eubeos, no te quejes.
—Veo que sabes sumar.
—Los quiero en oro. Es más discreto y más fácil de transportar. Temístocles asintió.
—Ahora te daré dos, pero tendrá que ser en plata. El resto te lo entregaré cuando estemos en Atenas.
—No me convence.
—Tendrá que convencerte. Si te entrego ahora todo, ¿quién me garantiza que después no me traicionarás y votarás a favor de Arístides?
—¿Y quién me garantiza a mí que me darás los otros ocho talentos?
Temístocles se levantó y desenfundó su espada. Andrónico retrocedió, malinterpretando sus intenciones. Durante un instante, Temístocles disfrutó de su gesto de terror. Después se pasó el filo de la espada por la palma de la mano izquierda y dejó que unas gotas de sangre cayeran sobre la cubierta.
—Te juro por Gea, Poseidón y Urano estrellado, por Hécate y Perséfone, por las aguas de la Estigia y el Aqueronte, por los cabellos serpentinos de las Erinias y la terrible mirada de las tres Gorgonas que yo mismo iré a llevarte a tu casa esos ocho talentos antes de que acabe la próxima luna llena. De lo contrario, que mis sesos se esparzan por el suelo como esta sangre y que Apolo y Ártemis aniquilen a mis hijos con sus flechas igual que hicieron con los hijos de Níobe.
Andrónico tragó saliva y se quedó callado unos segundos. Después dijo:
—Terrible juramento has hecho en verdad, Temístocles. Aceptaré tu palabra. Pero antes de que zarpemos para Atenas quiero esos dos talentos que me has prometido.
—Descuida. Los tendrás.
Cuando ya estaba bajando la escalerilla, Andrónico se acordó de algo y se volvió.
—Esto no afecta a nuestro otro trato, por supuesto. Mi renta anual por lo de Delfos no tiene nada que ver con este asunto —dijo con una sonrisa cruel.
—Sanguijuela asquerosa —murmuró Temístocles, apretando los dientes.
Andrónico se llevó a su esclavo, que se fue tan contento con los óbolos que había ganado como su amo con la promesa de los talentos. Temístocles había perdido el poco apetito que le quedaba. Se quedó sentado en su sillón, con la mirada baja. La luz plateada de la luna recortaba su silueta en la tablazón de la cubierta. La silueta de un hombre derrotado.
¿Podían ir peor las cosas? Cuando su ecónomo se enterara de que a los ocho talentos que había gastado en sobornos había que sumar otros diez, se llevaría las manos a la cabeza. Había cometido el error de dejarse extorsionar una vez por Andrónico, de mostrarse débil ante él. Aquel hombre no dejaría de chantajearlo. Además tenía a alguien muy cercano a Temístocles que le informaba de todos sus movimientos.
Pero cualquier situación era susceptible de empeorar, y él lo sabía. Aunque no se lo hubiera dicho Andrónico, Temístocles ya sospechaba que la muerte de Leócrates en combate le iba a acarrear perjuicios. Con el generalato de la tribu Antióquide vacante, ¿quién podría evitar que eligiesen a Aristides para el puesto? Y el Justo no era hombre que se dejara sobornar.
No podía acabar bien lo que tan mal había empezado. Primero, la ingratitud de Cimón. Luego, lo de Apolonia. Temístocles sabía que, cuando regresara a Atenas, ella no estaría en la casa del Pireo para recibirlo. Como tampoco estarían Italia ni Síbaris.
De pronto se sintió débil y los ojos se le empañaron. De haberlo visto su madre, lo habría abofeteado como hizo cuando tenía nueve años y volvió llorando de la escuela de Fénix. Pero su madre no estaba, ni allí ni en Atenas. Lo que quedaba de ella sólo era un cascarón cada vez más vacío que en tiempos se había llamado Euterpe.
Se enjugó una lágrima y tragó saliva. No podía mostrarse débil. Él era Temístocles, hijo de Neocles. Aún demostraría a los eupátridas y a toda Grecia que podía hacer grandes cosas.
Pero ¿qué grandes cosas? Sus trirremes, los barcos con los que llevaba tantos años soñando y que al fin había logrado construir, habían sido derrotados por los enemigos. Tenía que reconocerlo: los fenicios, y también los egipcios, los superaban. Sus naves eran más rápidas, más maniobrables. No porque estuvieran mejor construidas, sino por lo que acababa de recordarle Cimón.