—Ésta es la Tercera Puerta —señaló Efialtes más a la derecha, casi en el borde de la artesa—. Es aún más angosta que la Segunda.
—¿Nos darás alguna buena noticia? —dijo Histaspes, uno de los hermanos de Jerjes—. Eso quiere decir que cuando consigamos desalojar a los griegos de su posición, todavía tendremos que pelear en otro desfiladero.
—La ventaja que tiene para vosotros es que la montaña que la cierra es mucho menos escarpada y podríais acribillarlos desde las alturas con vuestras flechas —respondió Efialtes—. Si los espartanos han decidido hacerse fuertes en la Segunda Puerta es porque allí tienen su flanco bien protegido por el monte.
El pico que se alzaba sobre las fuentes termales, el Calídromo, tenía más de mil metros de altura y se levantaba en farallones casi verticales por la vertiente norte. Era impensable apostar arqueros allí, a no ser que tuvieran alas en las manos y garfios en los pies.
—Pero sí tengo buenas noticias que daros —prosiguió Efialtes. Su dedo trazó una línea desde Traquis hacia abajo.
—Hay un camino, la senda Anopea, que remonta el curso del río por aquí. Hay que subir bastante, pero es practicable. Después tuerce hacia el este —su dedo giró en ángulo recto a la derecha—. Pasa por unas vaguadas situadas bajo la cima del Calídromo y —su dedo giró de nuevo— desciende hacia el mar más allá de la Tercera Puerta. Si lleváis a vuestros soldados por la senda Anopea, rodearán la posición de los espartanos sin que éstos se enteren y aparecerán justo en su retaguardia. Los tendréis rodeados, y sin escapatoria.
Todos se volvieron a mirar a Jerjes. Pero el Gran Rey no hizo el menor gesto.
—¿Cuántas tropas crees que tienen los espartanos? —preguntó Mardonio, dirigiéndose a Damarato.
La montaña cortaba la visual entre ambos campamentos. Ni los griegos podían saber cuántos eran los persas ni al contrario.
—En la ciudad hay unos ocho mil ciudadanos espartanos —contestó el antiguo rey—. De ellos, habrán enviado a las Termópilas a cinco mil. Vendrán acompañados por periecos y por aliados del resto del Peloponeso. Calculo que puede haber treinta o cuarenta mil hombres.
—Tantos no caben en el desfiladero, ni son necesarios para defenderlo —dijo Mardonio—. Seguro que tienen batallones aquí en la Tercera Puerta, donde termina esa senda, y también en las alturas, repartidos por todos los pasos de montaña. Antes que mandar a nuestros hombres a una muerte segura en una celada, prefiero que sigan luchando de frente. Tarde o temprano venceremos a esos hombres por agotamiento.
—Si nuestra flota no aparece a tiempo con provisiones, seremos nosotros quienes nos agotemos antes —intervino Artemisia. Efialtes la miró con sorpresa. Ya le había extrañado encontrar a una mujer en aquella reunión, y sin duda le asombraba aún más que se atreviera a hablar. Pero los demás ya estaban acostumbrados.
Lo cierto era que en la llanura donde estaban acampados no disponían de alimentos suficientes para la enorme hueste del Gran Rey. La flota que traía víveres desde Macedonia debería haberse reunido con ellos ya. Pero acababan de sufrir varios días seguidos de mal tiempo que habían obligado a los barcos a permanecer varados en la costa de Tesalia. Una de las naves correo les había informado de que la tempestad había echado a pique a un buen número de transportes, mientras que otros habían sufrido graves daños.
—¿Y qué hacemos entonces, Mardonio? ¿Quedarnos clavados aquí? —dijo Hidarnes—. ¿Sigo mandando a mis hombres hasta que los perdamos a todos?
—Confiad en Ahuramazda.
Todos se volvieron hacia el Gran Rey. Se había levantado del sitial y se disponía a volver al interior de la tienda. Eso significaba que daba por levantada la reunión, sin que se hubiera decidido nada. Hubo algunos bufidos de impaciencia y frustración apenas reprimidos.
—Él nos infundirá valor y, sobre todo, nos iluminará con su conocimiento —prosiguió Jerjes—. Mañana se decidirá lo que se tenga que decidir.
Cuando Artemisia salía de la tienda, Mitradates se acercó a ella. —Quiere verte.
No hizo falta que dijera más. Artemisia se volvió hacia Alexias, que la aguardaba con un piquete de soldados, y le dijo que dejara tan sólo cinco hombres y regresara con los demás a su sector del campamento. Después, permitió que el eunuco la guiara a la parte trasera de la tienda. La noche estaba cerrándose ya. Una luna casi llena brillaba sobre las aguas del golfo Malíaco, aunque a ratos quedaba oculta por nubes dispersas. Al menos el cielo se veía más despejado que en los últimos días, en los que habían sufrido un pequeño invierno incrustado en pleno verano. Muchos soldados arrastraban toses y catarros por culpa de los gélidos aguaceros.
Cuando el Gran Rey partió de Macedonia, Artemisia había decidido acompañar al ejército de tierra. Le había dado muchas vueltas a aquello tras su desagradable e inquietante conversación con Esquines. Éste seguía con la flota como huésped del licio Damasitimo, y Artemisia prefería no tener más encuentros con él. Así que, ya que poseía contingentes propios tanto en la marina como en el ejército, se había decantado por viajar con este último. Sabía que tal vez estaba cometiendo un error, porque siempre conviene tener cerca a los enemigos, pero cualquier decisión parecía peligrosa.
A Jerjes debió complacerle su elección, pues desde que salieron de Macedonia la había llamado en tres ocasiones. Considerando que traía consigo a su esposa y al menos a diez concubinas, resultaba halagador. Tal vez lo que buscaba el Gran Rey no era simple placer, sino compañía: después de hacer el amor, en lugar de despedir a Artemisia como, según le constaba, hacía siempre con las mujeres de su harén, se quedaba hablando con ella. La segunda noche se había explayado tanto que casi les amaneció. El hombre que compartía con ella el lecho era otro Jerjes, un Jerjes que expresaba en voz alta buena parte de lo que callaba durante el día.
Artemisia sabía de sobra que los rumores sobre su relación corrían por todo el campamento. Gracias a ellos, muchos de los generales la trataban con más respeto, o al menos con mayor precaución. Pero ella sentía que caminaba por el filo de una espada. Hacía siete noches que Amestris la había invitado a cenar. La esposa de Jerjes se había mostrado amable, considerando la sequedad de su carácter, pero cada vez que le daba a probar un manjar nuevo, Artemisia se preguntaba si iba a ser el último bocado que comería en su vida. Sí, el catador lo probaba todo delante de la reina y ésta comía del plato antes de pasárselo a Artemisia, pero ¿quién les impediría echar veneno sólo en una parte de la bandeja? Por si acaso, al volver a su propia tienda, Artemisia se había hurgado en la garganta con una pluma de ganso para producirse arcadas hasta que por fin logró vomitar todo lo que había cenado.
Ahora, mientras se dejaba llevar por un pequeño laberinto de biombos y cortinas, pensó que al menos Amestris dormía en otra tienda, a más de un kilómetro de allí. Ignoraba si la esposa de Jerjes se sentía físicamente celosa de ella o tan sólo se trataba de una cuestión de poder e influencia. Pero si su destino llegaba a depender alguna vez de la voluntad de aquella mujer, sabía de sobra que estaba perdida.
Jerjes la estaba esperando. Artemisia tuvo que someterse de nuevo al mismo ritual que en los jardines de Babilonia, pues era inconcebible que el Gran Rey se desnudara sin ayuda. Pero esta vez los eunucos los dejaron solos y pudieron hacer el amor en la relativa intimidad que brindaban aquellas paredes de tela.
Cuando terminaron, Jerjes pidió a Artemisia que le echara vino en la copa. Ella le sirvió sin sentirse menoscabada por ello, pues sabía que entre los persas el puesto de copero real se consideraba uno de los más altos honores. Concentrada en no verter el vino en la penumbra de la alcoba, no se dio cuenta de que Jerjes había sacado un objeto de debajo de su almohadón. Luego vio que lo acariciaba con las yemas de los dedos y lo miró con curiosidad.
Era la máscara de oro.
Artemisia contuvo el aliento.
Esquines ha hablado
, pensó. Estaba perdida.
«No quedará prueba alguna de que tú y yo hayamos tenido el menor trato»
, le había dicho Patikara en Maratón. En su momento, Artemisia se aseguró de ello recurriendo al asesinato. ¿Quién impediría ahora al rey recurrir al mismo procedimiento?
—Los hombres están muriendo delante de mis ojos —dijo Jerjes, sin apartar la mirada de la máscara—. Yo no puedo hacer nada.
Artemisia volvió a respirar. No se trataba de una amenaza, sino de una confesión. Su vida no corría peligro. Al menos de momento.
—La guerra es cruel e imprevisible, mi señor —dijo, ya que parecía que se esperaba una respuesta de ella.
—Ese reyezuelo está desafiando mi poder. —Artemisia vio cómo los músculos de sus sienes se tensaban, pero, aun así, Jerjes no subió la voz—. Está enfangando mi prestigio delante de los persas y los demás súbditos de mi imperio. El corazón me pide montar mi corcel y salir al campo de batalla para barrer a esos seguidores de la mentira.
—¡No puedes hacer eso, mi señor! —dijo Artemisia, comprendiendo por qué el rey había sacado la máscara.
Se dio cuenta de que le había contradicho abiertamente y se llevó la mano a la boca. Jerjes la miró por fin a la cara.
—He sido demasiado atrevida, mi señor...
—Sólo una mujer atrevida puede mandar tropas para el rey de Persia. Quiero que hables con sinceridad. Eres mi amiga.
—Con tu amistad me honras más de lo que soy capaz de expresar, mi señor. Si he hablado con tanta osadía es porque creo que no debes correr el riesgo de bajar al campo de batalla.
—Leónidas está combatiendo junto a sus hombres.
—Él lo hace a la manera griega, mi señor. Pero sólo es un pequeño gobernante. Tú eres el Rey de Reyes, y por cada súbdito que obedece a Leónidas tú tienes diez mil.
—Ciro también era Rey de Reyes y batallaba a lomos de su caballo.
—¡Él no era tan grande como tú, mi señor! —Artemisia observó una sonrisa casi imperceptible bajo la barba de Jerjes.
Cuanto más poderoso es uno
, pensó,
mejor funciona el halago
. Debía recordar esa lección y aplicársela a sí misma—. Tu noble antepasado estaba empezando a conquistar un imperio y tenía que correr grandes riesgos.
—Es cierto que él no gobernaba tierras tan vastas como yo.
—Tus hijos son muy jóvenes, mi señor, y no hay nadie a tu alrededor que tenga tu talla. Si algo te pasara, tu imperio se hundiría en el caos. Yo misma te lo oí decir. Sólo debe haber un monarca bajo el sol de Ahuramazda. Y ese monarca eres tú, el hombre más poderoso de la tierra.
Pero Jerjes no se dejó convencer tan fácilmente.
—Si soy tan poderoso, ¿cómo es que no puedo hacer lo que quiero? ¿De qué sirve el poder si no puedo ejercer mi voluntad?
Más tarde Artemisia pensaría que tal vez el rey sólo quería un poco de comprensión, y que si le hubiera dado la razón, al menos en parte, le habría bastado para conformarse esa noche, pues no era hombre que faltara a sus deberes. Pero en aquel momento pensó que Jerjes estaba hablando como un niño antojadizo. ¿Qué pasaría si se dejaba llevar por su capricho, cabalgaba a la batalla y moría? ¿Qué sería entonces del medio millón de personas que había puesto en movimiento desde Asia y que ahora empezaban a adentrarse en terreno enemigo?
—El poder conlleva responsabilidad, mi señor —dijo, tratando de contener su irritación—. Yo sólo gobierno una pequeña ciudad, y lo hago en tu nombre. Pero por culpa de ese gobierno no soy tan libre como querría.
—Según tus palabras, yo debo ser el menos libre de los hombres —dijo Jerjes en tono amargo.
—Tal vez sea así, mi señor. Tus hombros cargan más responsabilidades que los de nadie. Me temo que debes seguir actuando como hasta ahora y dejar que tus hombres luchen por ti.
—¿Cuando llegue el momento, Artemisia, dejarás que tus hombres luchen por ti mientras los observas desde la distancia?
Ella tragó saliva.
—Yo no soy nadie a tu lado, mi señor. Mi muerte no significaría gran cosa. La tuya supondría una catástrofe para el mundo. Y recuerda que yo soy uno de tus hombres. Yo combato por ti, y me siento honrada por ello.
Jerjes sonrió. En sus ojos brilló una chispa de picardía, algo poco habitual en él.
—En ese caso, demuéstrame ahora tus aptitudes para la lucha, Artemisia.
Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que se había hecho de día. Se incorporó bajo la sábana y miró a su lado. Jerjes no estaba. Era la primera vez que Artemisia amanecía en la cama real, y se preguntó si no habría roto, sin darse cuenta, algún protocolo que ignoraba.
—El Gran Rey se ha levantado temprano para hacer sacrificios al sol naciente —dijo Mitradates. Debía llevar un rato allí, pero, como no se movía, ella no había reparado en su presencia.
Qué más da que me vea desnuda
, pensó Artemisia. El eunuco debía conocer ya de memoria cada lunar de su cuerpo. Se levantó de la cama y dejó que la ayudara a vestirse, mientras se maldecía por haberse quedado dormida en la cama de Jerjes. Pero era comprensible, porque la sesión nocturna había sido agotadora. Le dolían los muslos y las caderas, y sentía maceradas otras partes de su cuerpo.
—El Gran Rey se ha levantado de un humor excelente —dijo el chambelán mientras le cerraba los broches del quitón sobre los hombros. Artemisia malinterpretó una alusión sexual en sus palabras, pero el eunuco se apresuró a añadir—: Alguien le ha traído buenas noticias.
—¿Qué noticias son ésas, noble Mitradates?
—Discúlpame, señora, pero no seré yo quien prive a su majestad del placer de contártelas en persona.
Me está bien empleado por preguntar
, pensó Artemisia. Como buen funcionario de palacio, Mitradates experimentaba un placer malsano en demostrar que poseía más información que nadie y en ocultarla o dosificarla con racanería.
Cuando salió de la tienda, los hombres que había dejado allí para que la esperaran se acercaron a recibirla. Tenían aspecto de haber dormido en el suelo, pero ahora se los veía alerta. O más bien, pensó con inquietud, alarmados.
—Mi señora —dijo uno de ellos—. Los nuestros van a combatir. —¿Cómo?
—Han recibido orden de entrar en el desfiladero y atacar la posición espartana. Ya deben estar allí.
—¡Por los perros de Hécate! ¿Por qué no me habéis avisado? —dijo Artemisia, mientras se dirigía a su propia tienda dando zancadas que sus soldados apenas podían seguir.