Sandokán intentó un último golpe. Dirigió el fuego de sus cañones sobre la nave almirante y una granada de veintiún kilos, lanzada por Giro Batol con un mortero, le abrió en la proa un enorme boquete. El buque se inclinó sobre un costado y se fue a pique rápidamente. La escuadra suspendió durante algunos minutos el fuego, pero en seguida lo reanudó con mayor furia y avanzó hasta colocarse a cuatrocientos metros de la isla.
Media hora después volaba un polvorín, que terminó de deshacer las ya caídas trincheras, enterrando entre sus escombros a doce piratas y veinte indígenas.
—¡Sandokán! —gritó Yáñez, corriendo hacia el pirata que estaba apuntando su cañón—. ¡Estamos perdidos!
—¡Es verdad! —contestó el Tigre con voz ahogada.
—¡Ordena la retirada antes que sea demasiado tarde!
Sandokán miró las ruinas que lo rodeaban, en medio de las cuales solamente tronaban ya dieciséis cañones y veinte culebrinas. Miró luego hacia la escuadra. Un parao anclaba ya al pie de la gran roca y su tripulación se disponía a desembarcar. La partida estaba perdida.
Reunió todas sus fuerzas para pronunciar una palabra que nunca había salido de sus labios, y ordenó la retirada.
En el momento en que los sesenta tigres sobrevivientes se convencían de la pérdida de Mompracem y, con lágrimas en los ojos y destrozado el corazón, se ponían a salvo en los bosques, el enemigo desembarcaba dirigiéndose con la bayoneta calada hacia las trincheras, donde creía que iba a encontrar todavía a los piratas.
La estrella de Mompracem se había extinguido para siempre.
A pesar de haber perdido para siempre su poderío, su isla, su mar, todo, Sandokán conservaba en aquella retirada una calma verdaderamente admirable. Sin duda había previsto el próximo fin y se había habituado a la idea, con el consuelo de que después de tanto desastre le quedaría siempre su adorada Perla de Labuán. Sin embargo, en su rostro se veían huellas de una emoción muy grande, que en vano se esforzaba por ocultar.
Acompañado de sus piratas, llegó en breve al lugar donde se encontraba Mariana. La joven se arrojó en los brazos de Sandokán, que la estrechó con inmensa ternura contra su pecho.
—¡Vayámonos, Mariana, el enemigo no está lejos! Es probable que todavía tengamos que enfrentar una lucha sangrienta.
En lontananza se oían los gritos de los vencedores y se divisaba el resplandor de una luz intensa, señal clara de que la aldea había sido entregada a las llamas.
A las once de la noche llegaron al lugar donde estaban anclados los tres paraos.
—¡Pronto, embarquemos! —dijo Sandokán—. ¡Los minutos son preciosos!
Los piratas se embarcaron con lágrimas en los ojos. Treinta tomaron ubicación en el parao más pequeño; los restantes, parte en el de Sandokán y parte en el de Yáñez, que conducía los inmensos tesoros del Tigre.
Al levar anclas, vieron a Sandokán llevarse las manos al corazón.
—¡Todo ha concluido para el Tigre de la Malasia! —murmuró.
Pero en seguida gritó con energía:
—¡A alta mar!
Llevaban ya recorridos cinco kilómetros, cuando un grito de rabia estalló a bordo de los paraos. En medio de las tinieblas habían aparecido las luces de dos cruceros.
—¡También en el mar me persiguen esos malditos! —exclamó Sandokán, estrechando las manos de Mariana—. ¡Tigres, aquí están los leones que se nos echan encima! ¡Arriba todos con las armas en la mano!
No se necesitaba más para animar a los piratas, que ardían en deseos de venganza.
—Mariana —dijo Sandokán a la joven que miraba aterrada los dos puntos luminosos que brillaban en el mar—, vete a tu camarote y no tengas miedo.
—No tema, milady —dijo un viejo jefe malayo—. La noche es muy oscura y no llevamos faros encendidos. Es imposible que nos hayan visto. Sé prudente, Tigre, si podemos evitar un combate, ganaremos la batalla.
—¡Sea! —contestó Sandokán después de algunos instantes de reflexión—. Por el momento dominaré mi ira y trataré de huir, pero ¡ay de ellos si intentan seguirme!
A una orden de Sandokán el parao viró de bordo y se dirigió a las costas meridionales de la isla, donde había una bahía bastante profunda para alojar a la pequeña flotilla. Los otros dos paraos se apresuraron a seguir la maniobra, pues habían comprendido el plan de Sandokán. El viento era favorable, y había por tanto la posibilidad de que los barcos llegaran a la bahía antes de que despuntara el sol.
—¡Eh, hermano! —dijo al poco rato una voz proveniente del segundo parao.
—¿Qué pasa, Yáñez? —preguntó Sandokán.
—Me parece que los cruceros se disponen a cortarnos el camino.
—Entonces han notado nuestra presencia.
—Eso temo, Sandokán. Te aconsejo que nos dirijamos mar adentro e intentemos el paso por entre el enemigo. Mira, se separan para dejarnos al medio. Quieren atacarnos en pleno mar.
—¡Quieren batalla! —dijo Sandokán—. ¡Pues bien, la tendrán!
Durante veinte minutos los tres veleros continuaron avanzando para huir de la encerrona. De pronto vieron que nuevamente viraban los cruceros.
—¡Nos alcanzan! —exclamó Yáñez—. Son una corbeta y una cañonera.
—¡Vete a tu camarote, Mariana! —dijo Sandokán—. Dentro de poco caerá una granizada de balas sobre el puente. En ese momento resonó un cañonazo y una bala horadó dos velas.
—¡A tu camarote! —gritó Sandokán y cogió entre sus vigorosos brazos a Mariana y la llevó abajo.
—¡No te alejes de mi lado! —suplicó la joven—. ¡Tengo miedo por ti, Sandokán!
—¡Voy a enfrentar mi última batalla, a guiar una vez más a la victoria a los tigres de Mompracem!
—¡Déjame estar junto a ti! ¡Yo te defenderé contra las armas de tus enemigos!
—¡Me basto yo para arrojarlos al mar!
El pirata se soltó de los brazos de Mariana y se precipitó por la escalera, gritando:
—¡Adelante, mis valientes! ¡El Tigre de la Malasia está aquí!
La batalla arreciaba por ambas partes. La cañonera había atacado al parao del portugués, pero llevaba la peor parte. La artillería de Yáñez la tenía muy a maltraer. Por ese lado la victoria no ofrecía dudas. Pero la poderosa corbeta se había echado encima de los paraos de Sandokán, haciendo estragos entre los piratas. La presencia del Tigre no pudo cambiar el resultado de la lucha.
Era imposible resistir tanta metralla. Unos minutos más y los dos pobres paraos quedarían reducidos a la nada.
Con una mirada, Sandokán comprendió la gravedad de la situación.
Desenvainando la cimitarra, gritó:
—¡Arriba, tigres, al abordaje!
La desesperación centuplicaba las fuerzas de los piratas. Descargaron de un solo golpe los dos cañones y las culebrinas para limpiar de fusileros las amuras, y en seguida lanzaron las grapas de abordaje.
A la cabeza de sus veinte seguidores, mientras Yáñez hacía saltar la cañonera de una granada en la santabárbara, Sandokán subió como un toro herido al abordaje sobre el puente del barco enemigo.
Chocó contra los marineros y los rechazó hasta la popa, pero por la proa irrumpió otra columna de hombres guiados por un oficial, a quien Sandokán reconoció de inmediato.
—¡Ah! ¿Eres tú, Rosenthal? —exclamó precipitándose sobre él.
—¿Dónde está Mariana? —preguntó el oficial.
—¡Tómala! —gritó Sandokán.
Con un golpe de cimitarra lo derribó y, arrojándose encima de él, le hundió el kriss en el corazón. Pero casi en el mismo momento recibió un golpe de mazo en la cabeza, haciéndolo caer.
Cuando volvió en sí, todavía medio atontado por el terrible golpe recibido, Sandokán se encontró encadenado en la bodega de la corbeta. Primero se creyó víctima de una pesadilla, pero el dolor que lo martirizaba, y sobre todo las cadenas que lo sujetaban, lo devolvieron a la realidad.
—¡Prisionero! —exclamó apretando los dientes e intentando romper los hierros—. ¿Qué pasó? ¿Me vencieron otra vez los ingleses? ¡Condenación! ¿Qué será de Mariana? ¡Quizás esté muerta!
Un tremendo espasmo le oprimió el corazón.
—Mariana! —gritó desesperado—. ¡Yáñez, mi buen amigo! ¡Inioko! ¡Tigres! ¡Nadie contesta! ¿Han muerto todos? ¡No, es imposible! ¡Sueño, o estoy loco!
Miró con espanto a su alrededor.
—¡Todos muertos! —exclamó con angustia—. ¡Solamente yo sobrevivo a tanto horror! ¡Mejor sería que hubiera caído yo bajo el plomo de esos asesinos y que me hubiera hundido con mi barco!
Con un nuevo ataque de locura y desesperación se arrojó del entrepuente, sacudiendo con fuerza las cadenas y gritando:
—¡Mátenme! ¡El Tigre de la Malasia ya no puede vivir!
De pronto se detuvo al oír una voz que decía:
—¡El Tigre de la Malasia! ¿Está vivo todavía el capitán?
Sandokán miró en derredor.
Una linterna, suspendida de un clavo, iluminaba escasamente el entrepuente, pero bastaba para distinguir a una persona. Descubrió una forma humana acurrucada cerca de la carlinga del palo mayor.
—¿Quién habla del Tigre? —preguntó la voz. Sandokán se estremeció y un relámpago de alegría brilló en sus ojos. Aquella voz no le era desconocida.
—¿Eres tú, Inioko? —balbuceó.
—¿Aquí me conocen? ¡Entonces no estoy muerto! El hombre se levantó y sacudió sus cadenas.
—¡Inioko! —exclamó Sandokán.
—¡El capitán! —exclamó el otro.
Cayó el pirata a los pies del Tigre, repitiendo:
—¡El capitán! ¡Mi capitán! ¡Lo lloré por muerto! Inioko era el comandante del tercer parao. Como todos los dayacos, llevaba los cabellos largos y los brazos y piernas adornados con gran número de brazaletes de cobre y bronce. Al ver a Sandokán, lloraba y reía a un tiempo.
—¡Vivo! ¡Qué felicidad que usted se libró de tanta matanza!
—¿Es que han muerto todos los valientes que arrastré conmigo al abordaje?
—¡Ay de mí, sí, todos!
—¿Y Mariana? ¿Murió al hundirse el parao? ¡Dímelo, Inioko!
—No, ella está viva.
—¡Vive! —gritó Sandokán loco de alegría—. ¿Estás seguro?
—Sí, mi capitán. Usted ya había caído, pero cuatro compañeros y yo resistíamos todavía, cuando vimos que los ingleses traían al puente de esta nave a lady Mariana. Lo llamaba a usted, mi capitán.
—¡Maldición! ¡Y yo sin poder correr en su ayuda! ¿Sigue a bordo?
—Sí, Tigre.
—¿No la han transbordado a la cañonera?
—La cañonera navega ahora bajo el agua.
—¿La echó a pique Yáñez?
—Sí, capitán.
—¿Entonces Yáñez vive también?
—Poco antes que me trajeran aquí vi a gran distancia su parao que huía a velas desplegadas.
—Y de los nuestros, ¿no huyó ninguno?
—Ninguno, capitán —contestó Inioko, suspirando.
—¡Muertos todos! —murmuró Sandokán—. ¿Viste caer a Singal, el más valiente y el más viejo de mis piratas, y a Sangau, el león de las Romades?
—Sí, capitán.
¡Qué carnicería! ¡Pobres compañeros!
Sandokán calló, y se sumergió en dolorosos recuerdos. Aun cuando se creía muy fuerte, se sentía aplastado por aquel desastre, que le costaba la pérdida de su isla, la muerte de todos los que hasta entonces lo siguieran en cien batallas, y la separación de la mujer amada.
Sin embargo, en un hombre de su temple, tal pesadumbre no podía durar mucho. Se puso de pie de un salto, con la mirada brillante.
—¿Crees, Inioko, que Yáñez nos siga?
—Estoy convencido, mi capitán. El señor Yáñez no nos abandonará en la desgracia.
—¡Eso creo yo también! —exclamó Sandokán—. Otro en su lugar huiría con las inmensas riquezas que lleva en su parao, pero él no lo hará. Me quiere demasiado para traicionarme.
—¿Y qué sacamos con eso, capitán?
—¡Nos escaparemos, Inioko!
El dayaco lo miró preguntándose si no había perdido el juicio el Tigre.
—¡Escaparnos! —exclamó—. Ni siquiera tenemos un arma, y estamos encadenados.
—Tengo un medio. Cuando un hombre muere a bordo, ¿qué se hace con él?
—Se le mete en una hamaca con una bala de cañón y se le envía a hacer compañía a los peces.
—Lo mismo harán con nosotros.
—¿Quiere que nos suicidemos?
—Sí, pero volviendo a la vida.
—Tengo mis dudas, Tigre.
—Te digo que despertaremos vivos y libres en el mar.
—Si usted lo dice, tengo que creerlo.
—Todo depende de Yáñez. Si sigue a la corbeta, tarde o temprano nos recogerá. Y después volveremos a Mompracem o a Labuán para rescatar a Mariana.
—Pero dudo un poco, capitán. Piense que no tenemos ni un kriss. Y además estamos encadenados.
—¡Encadenados! —gritó Sandokán—. ¡El Tigre de la Malasia puede hacer pedazos los hierros que lo tienen prisionero!
Retorció con furia los eslabones, y dando un tirón irresistible los abrió y arrojó lejos la cadena.
—¡Ya está libre el Tigre! —dijo.
Casi al mismo tiempo se levantó la escotilla y crujió la escala bajo el peso de algunos hombres. Eran tres: uno era un teniente, probablemente el comandante de la nave; los otros dos eran marineros.
A una señal de su jefe, los marineros armaron las bayonetas y apuntaron sus carabinas a los dos piratas. —Le advierto, señor teniente —dijo con desdén Sandokán—, que no me hacen temblar sus fusiles.
—Es sólo una precaución.
—¿No ve que estoy desarmado?
—Pero no encadenado, por lo que veo.
—No soy hombre que pueda tener largo tiempo prisioneras las muñecas.
—Vengo a ver si necesita que lo curen.
—No estoy herido.
—Creo que recibió un mazazo en el cráneo.
—Pero el turbante amortiguó el golpe.
—¡Qué hombre! —exclamó el teniente con sincera admiración—. Me ha enviado una dama a saber de usted.
—¿Mariana? —gritó Sandokán.
—Sí, lady Guillonk. La salvé en el momento en que el parao iba a sumergirse. Permítame aconsejarle que la olvide. ¿Qué esperanza queda para usted?
—Es verdad. ¡Estoy condenado a muerte! ¿Adónde me conduce?
—A Labuán.
—¿Me ahorcarán?
El teniente permaneció en silencio.
—Puede usted decírmelo, no tengo miedo a la muerte.
—Lo sé. Es usted el hombre más valiente de Borneo.
—Entonces, dígamelo.
—Sí, lo ahorcarán.
—Hubiera preferido el fusilamiento.
—Yo no sólo hubiera respetado su vida, sino que le hubiera dado un mando en el ejército de la India —dijo el teniente—. Hombres tan audaces son muy raros hoy en día.