—Lo dudo. Estoy seguro de que nos engañaría.
—No se atrevería. ¿Qué te parece si vamos a ver?
—No te fíes.
—Pero hay que hacer algo, amigo mío.
—Entonces déjame salir a mí.
—¿Y yo me quedo sin hacer nada?
—Si necesito ayuda, te llamaré.
Yáñez se quedó algunos minutos escuchando; después salió.
Algunos soldados registraban todavía, pero ya cansados, la intrincada maleza del parque. Otros habían salido, sin esperanzas de encontrar a los piratas cerca de la quinta.
—Esperemos —se dijo Yáñez—. Si en todo el día de hoy no nos encuentran, puede que se convenzan de que logramos escapar. Entonces esta noche saldremos de nuestro escondrijo y nos internaremos en la selva.
Iba a volverse cuando vio que avanzaba un soldado por el sendero que conducía al invernadero.
Se ocultó en medio de los plátanos y retrocedió rápidamente hasta reunirse con Sandokán. Este, al ver su rostro descompuesto, supo que algo grave pasaba.
—¿Te han seguido? —preguntó.
—Temo que me hayan visto. Un soldado se dirige a nuestro refugio.
—¿Uno solo?
—Sí, solo.
—¡Pues es el hombre que necesito!
—¿Qué quieres decir?
—¿Están lejos los otros?
—Cerca de la empalizada.
—Entonces cogeremos a este.
—¿Quieres perdernos, Sandokán?
—¡Necesito a ese hombre! ¡Pronto, sígueme!
Yáñez quiso protestar, pero ya Sandokán se encontraba fuera del recinto. De buena o mala gana, se vio obligado a seguirlo para impedir, por lo menos, que cometiera una imprudencia.
El soldado estaba a doscientos pasos; era muy joven, probablemente un soldado novato. Avanzaba silbando. Sin duda no había visto a Yáñez, pues de haber sido así, habría empuñado el arma y tomado precauciones. Ambos piratas se le echaron encima.
Mientras le Tigre lo asía por el cuello, el portugués lo amordazaba. Sin embargo, el soldado tuvo tiempo de dar un agudo grito.
—¡Pronto, Yáñez! —dijo Sandokán.
El portugués lo llevó rápidamente a la estufa. Sandokán se le reunió muy inquieto. Había visto a varios soldados correr hacia aquel lugar.
—¿Habrán visto que capturamos a este hombre? —preguntó Yáñez palideciendo.
—Por lo menos deben haber oído el grito que dio.
—¡Entonces estamos perdidos! Me parece que ya vienen.
No se equivocaba el portugués. Algunos soldados llegaban ya al escondite.
—Sí, dejó el arma, lo que significa que lo sorprendieron y se lo llevaron —dijo uno.
—Me parece imposible que los piratas estén todavía aquí y que se hayan atrevido a dar un golpe tan audaz —decía otro—. ¿No será una broma de Barry?
—No me parece un momento oportuno para divertirse.
—Yo creo que los piratas lo asaltaron.
—¿Pero dónde quieres que estén escondidos? Registramos todo el parque sin encontrar el menor rastro.
—¿Serán de verdad dos espíritus del infierno que pueden esconderse donde quieran?
—¡Eh, Barry! —gritó una voz—. ¡Deja de hacer bromas pesadas o te doy de latigazos!
Naturalmente, nadie contestó. El silencio confirmó a los soldados que a su compañero le había sucedido una desgracia.
—Entremos al invernadero —dijo uno de acento escocés.
Al oír estas palabras, ambos piratas se sintieron invadidos por una viva inquietud.
—Prepararé una bonita sorpresa a los chaquetas rojas —dijo Sandokán—. Tú te pones cerca de la puerta y le partes el cráneo al primer soldado que pretenda entrar.
Yáñez cargó su carabina y se tendió entre las cenizas.
—¡Será una magnífica sorpresa! —repitió Sandokán—. Esperemos el momento oportuno para aparecer. Los soldados habían entrado ya y removían con rabia los tiestos y cajones de plantas, maldiciendo al Tigre de la Malasia y a su compañero.
Como no encontraron nada, pusieron los ojos en la estufa.
—¡Por mil gaitas! —exclamó el escocés—. ¿Habrán asesinado a nuestro compañero y lo habrán escondido ahí dentro?
—Vayamos a ver —dijo otro.
—Despacio, camaradas —advirtió un tercero—. La estufa es bastante grande para que pueda esconderse en ella más de un hombre.
Sandokán apoyó los hombros contra las paredes y se dispuso a dar una embestida tremenda.
—¡Yáñez —dijo—, disponte a seguirme! —¡Estoy dispuesto!
Al oír Sandokán que se abría la portezuela, se alejó algunos pasos.
En seguida se escuchó un sordo crujido, e inmediatamente cedieron las paredes ante aquel empuje vigoroso.
—¡El Tigre! —gritaron los soldados.
Entre las ruinas apareció de improviso Sandokán, con la carabina empuñada y el kriss entre los dientes. Disparó sobre el primer soldado que vio delante, se arrojó con ímpetu terrible encima de los otros, derribó a dos, y huyó seguido de Yáñez.
El espanto que experimentaron los soldados al ver aparecer al temido pirata fue tal, que ninguno pensó en hacer uso de las armas.
Cuando, repuestos de la sorpresa, quisieron tomar la ofensiva, era demasiado tarde.
Los dos piratas, sin hacer caso de las notas de trompeta que salían de la quinta ni de los disparos de los soldados esparcidos por el parque, se perdieron en la espesura de la maleza.
Corriendo a toda velocidad llegaron en menos de dos minutos a lo más espeso del bosque.
Los soldados del invernadero se lanzaron fuera gritando a voz en cuello y haciendo fuego en medio de los árboles.
Los de la quinta sospecharon que sus compañeros habían descubierto al Tigre de la Malasia, y corrían hacia la empalizada.
—¡Demasiado tarde, queridos míos —dijo Yáñez—, llegaremos nosotros primero!
—Entremos al bosque, allí les haremos perder nuestro rastro.
La selva estaba a dos metros de distancia. En ella se ocultaron.
Pero a cada paso que daban la marcha se hacía más difícil. Por todas partes surgían enormes árboles que alzaban su grueso y nudoso tronco a una altura extraordinaria, y se deslizaban, entrecruzadas como boas monstruosas, miles de raíces. Subían y bajaban agarrados a los troncos y ramas.
Perdidos en aquella espesísima selva que en realidad podía llamarse virgen, se encontraron muy pronto en la imposibilidad de seguir avanzando.
—¿Adónde vamos, Sandokán? —preguntó Yáñez—. No sé por dónde pasaremos.
—Imitemos a los monos —dijo el Tigre de la Malasia.
—Tienes razón, así perderán nuestro rastro. ¿Y podremos orientarnos después?
—Ya sabes que los borneses no perdemos nunca la buena dirección. Nuestro instinto de hombres de los bosques es infalible.
—¿Habrán entrado ya en esta parte de la selva los ingleses?
—Lo dudo, Yáñez —respondió Sandokán—. Si nos cansamos nosotros, que estamos habituados, ellos no habrán podido dar ni diez pasos. Sin embargo, procuremos alejarnos pronto, porque el lord tiene perros que podrían alcanzarnos.
Asidos a los árboles, los dos piratas escalaron la muralla vegetal con una agilidad que daría envidia a los mismos monos.
Pasaban de planta en planta, de árbol en árbol sin poner jamás el pie en falso.
Así recorrieron unos seiscientos metros y se detuvieron entre las ramas.
—Aquí podemos reposar algunas horas —dijo el Tigre—. Estamos en una ciudadela perfectamente rodeada de bastiones.
—Pienso que tuvimos bastante suerte para huir de aquellos tunantes, hermanito. Encontrarnos en una estufa con ocho o diez soldados en derredor y poder salvar la piel, es un verdadero milagro.
—Así es, pero temo que este éxito nuestro decida al lord a buscar asilo en Victoria. ¡Es preciso encontrar a nuestros hombres!
—Sandokán, ¿quieres que te dé un consejo?
—Habla.
—En lugar de intentar el asalto de la quinta, esperemos a que salga el lord. Ya verás cómo no está mucho tiempo en estos lugares.
—¿Pretendes atacar la escolta en el camino?
—Sí, en medio de los bosques. Porque un asalto puede ser largo y costar sacrificios enormes.
—Me parece un buen consejo.
—Puesta en fuga la escolta, raptaremos a Mariana y nos volveremos de inmediato a Mompracem.
—¿Y el lord?
—Lo dejaremos que se vaya adonde quiera. ¿Qué nos importa?
—No se irá a ninguna parte, Yáñez. No nos dará un momento de tregua y lanzará contra nosotros todas las fuerzas de Labuán.
—¿Y eso te inquieta?
—¡El Tigre de la Malasia no tiene miedo de esas gentes! Tendremos que enfrentar numerosos ejércitos poderosamente armados y decididos a conquistar mi isla.
Pero allí encontrarán lo que no esperan. Bastará que yo envíe emisarios a las demás islas de Borneo para que lleguen por docenas los paraos.
—Lo sé muy bien.
—Como ves, Yáñez, si quiero puedo desencadenar la guerra.
—Pero no lo harás, Sandokán. Cuando tengas a Mariana, no volverás a preocuparte de Mompracem ni de sus tigrecitos, ¿no es verdad?
Sandokán no contestó.
—Mariana tiene mucha energía y combatiría intrépidamente al lado del hombre que ama, pero no será nunca la reina de Mompracem, ¿no es así, Sandokán?
También esta vez el pirata guardó silencio.
—¡Tristes días se preparan para Mompracem! —continuó Yáñez—. Dentro de poco la formidable isla habrá perdido su prestigio y sus terribles tigres habrán desaparecido. En fin, poseemos tesoros cuantiosos y podemos ir a gozar de una vida tranquila en cualquier ciudad opulenta del extremo Oriente.
—¡Calla, Yáñez! —dijo Sandokán con voz sorda—. Tú no puedes saber qué les reserva el destino a los tigres de Mompracem.
—Puedo adivinar.
—Podrías equivocarte.
—¿Qué piensas?
—No puedo decirlo todavía, esperemos los acontecimientos. ¿Qué te parece si nos ponemos en marcha ya? Creo que allá abajo se aclara un poco la espesura.
—Vamos.
Se cogieron de las lianas y se dejaron caer al suelo. Pero no era fácil salir de la selva.
—¿Hacia dónde iremos, Sandokán? —preguntó de pronto Yáñez, que no veía ni el sol para orientarse a través de aquella espesura.
—Te confieso que no sé hacia qué lado ir —contestó Sandokán—. Pero me parece ver un senderillo. Quizás nos conduzca fuera de...
—Un ladrido, ¿oíste?
—Sí.
—¡Los perros nos han descubierto! En lontananza resonó otro ladrido.
—¿Será sólo un perro o vendrá seguido de hombres? —dijo Yáñez.
—Puede que lo siga otro perro; un soldado no podría andar por este laberinto. Esperaré al animal y lo mataré.
—¿De un tiro?
—El disparo nos descubriría. Empuña tu kriss, Yáñez, y esperemos.
Un enorme perro de formidables mandíbulas y dientes agudísimos apareció en medio de una mata de césped.
Al ver a los piratas se detuvo un momento, los miró con sus ojos que parecían brasas y se lanzó adelante con un rugido aterrador.
Sandokán se había arrodillado, con el kriss en posición horizontal, en tanto Yáñez cogía la carabina por el cañón para servirse de ella como de una maza.
Dando un brinco el perro cayó sobre Sandokán y trató de apresarlo por la garganta. Pero si aquella bestia era feroz, el Tigre de la Malasia no lo era menos.
Rápido como el rayo adelantó la mano derecha, y la hoja del kriss desapareció casi por completo entre las fauces del animal. Al mismo tiempo Yáñez le descargaba tal mazazo que le hundió el cráneo.
—¡Ya tiene bastante! —dijo Sandokán mirando al perro agonizante.
—¡Vayámonos! ¡Corramos por el sendero!
A cada momento tropezaban con grandes arañas de desmesuradas dimensiones, multitudes de lagartos volantes y serpientes que se alejaban lanzando silbidos amenazadores.
Al cabo de un par de horas descubrieron un pequeño torrente de agua negra.
—¿Aprovechemos este paso? —propuso Yáñez. Asegurémonos de que el agua no sea muy profunda. El portugués cortó una rama y la sumergió en la corriente.
—No es profunda —dijo. Y descendieron al agua.
—¿Se ve algo? —preguntó Sandokán.
—Me parece que allá abajo veo un poco de luz. Caminaron con dificultad a causa del escurridizo limo del fondo del arroyo, del que emanaban nauseabundos olores.
—¡Alguien se acerca! —exclamó de pronto Sandokán. Un potente mugido, que acalló el canto de los pájaros y las risas de los monos, resonó bajo la bóveda de verdura.
—¡En guardia, Yáñez! —dijo Sandokán—. ¡Hay un orangután al frente!
—¡Y otro enemigo, peor quizás!
—¿Qué dices?
—Mira en aquella rama que atraviesa el riachuelo. Sandokán se empinó y lanzó una rápida ojeada.
—¡Un orangután de una parte y una pantera, de la otra! ¡Vamos a ver si son capaces de cerrarnos el paso! ¡Prepara el fusil y estemos dispuestos a todo!
Frente a los piratas estaban dos formidables enemigos. No demostraban intención de atacar a los hombres, porque se dirigían con rapidez uno contra otro como si quisieran medir sus fuerzas. Uno era una espléndida pantera de la Sonda; el otro, un orangután temible por sus fuerzas prodigiosas y su ferocidad.
La pantera, seguramente hambrienta, se quedó en una rama que caía sobre el riachuelo formando una especie de puente. Era una fiera bellísima, de un metro y medio de largo.
Su adversario, muy feo, mediría un metro cuarenta de estatura y unos brazos que no bajaban de dos metros y medio. Su cara larga y arrugada tenía aspecto feroz, especialmente sus ojillos. Estos monos no gustan de la compañía; generalmente evitan encontrarse con los hombres y con los otros animales, pero si se los irrita o se les amenaza son terribles y casi siempre triunfan a causa de su gran fuerza.
—Creo que asistiremos a una lucha a muerte —dijo Yáñez.
—Por ahora no quieren nada con nosotros —contestó Sandokán—. Pero después tendremos que hacer frente al vencedor.
—Es probable que para entonces esté en malas condiciones como para poder impedirnos el paso.
—¡Mira, la pantera se impacienta!
—Y el mono ya no aguanta las ganas de romperle las costillas.
—Carga tu fusil, Sandokán, nunca se sabe lo que puede suceder.
Un rugido espantoso siguió a sus palabras. El orangután había llegado al colmo de la rabia. Al ver que la pantera no se decidía a abandonar la rama, se adelantó amenazador, golpeándose el pecho que resonaba como un tambor.
Al verlo acercarse, la pantera se recogió como preparándose para dar un salto, pero no parecía tener mucha prisa.