Salió al parque y se puso en marcha a paso rápido. Llegaba ya a la empalizada e iba a tomar carrera para saltar, cuando retrocedió vivamente, con las manos en la cabeza, la mirada torva, casi sollozando.
—¡No puedo! —exclamó desesperado—. ¡Que se hunda Mompracem, que maten a mis tigres, que desaparezca mi poderío; yo permaneceré aquí!
Echó a correr por el parque como si temiera estar cerca de la empalizada y no se detuvo hasta llegar debajo de la ventana de su habitación. De un salto subió a las ramas de un árbol y de allí pasó al alféizar. Al encontrarse en aquella casa que había abandonado con la firme decisión de no volver a ella, un segundo sollozo se le escapó de la garganta,
—¡Ah! —exclamó—. ¡El Tigre de la Malasia está a punto de desaparecer!
Cuando al amanecer fue el lord a llamar a su puerta, Sandokán no había cerrado todavía los ojos.
Saltó del lecho y se vistió, se puso su kriss entre los pliegues de la faja y abrió la puerta.
—¡Aquí estoy, milord!
—No creí encontrarlo tan dispuesto, querido príncipe —dijo el inglés—. ¿Cómo se siente? —Tan fuerte que sería capaz de arrancar un árbol. —Entonces, vamos a reunirnos con los seis valientes cazadores que nos esperan en el parque, impacientes por encontrar el tigre que mis ojeadores han correteado hacia un bosque.
—¿Viene con nosotros lady Mariana?
—¡Naturalmente!
Sandokán ahogó un grito de alegría.
—¡Vamos, milord! —dijo—. ¡Tengo ansias de encontrar al tigre!
El lord le entregó una carabina.
Tome usted, príncipe —le dijo—. A veces una bala vale más que el kriss mejor templado.
Bajaron al parque donde se hallaban los demás cazadores; cuatro colonos de los contornos y un elegante oficial de marina.
Al verlo, Sandokán experimentó por él una antipatía violenta. Este lo miró de un modo muy extraño y, aprovechando un momento en que nadie le prestaba atención, se acercó al lord y le dijo:
—Creo haber visto antes a este príncipe malayo.
—¿Donde?
—No lo recuerdo bien, pero estoy seguro.
—Se equivoca, amigo mío.
—Ya lo veremos, milord.
—Así será. ¡A caballo, señores! Cuidado con el tigre, que es muy grande y tiene unas garras feroces.
—Lo mataré de un solo balazo y ofreceré la piel a lady Mariana —dijo el oficial.
—Pienso matarlo antes que usted, señor —dijo Sandokán.
—Ya lo veremos, amigos —terció el lord—. Ahora, ¡a caballo!
El grupo se dividió para registrar en varias direcciones un bosque que se extendía hasta la costa. Sandokán, que montaba un animal muy fogoso, se internó por un sendero estrecho y se lanzó audazmente hacia la espesura, pues quería ser el primero en descubrir a la fiera.
—¡Vuela! —exclamó espoleando con furia al animal—. ¡Tengo que demostrarle a ese oficialillo impertinente de lo que soy capaz! ¡No será él quien ofrezca la piel del tigre a lady Mariana, aunque tenga que hacerme triturar!
En ese momento resonó la trompa en medio del bosque.
—¡Descubrieron al tigre! —murmuró Sandokán—. ¡Vuela, caballo, vuela!
Como un relámpago atravesó una parte del bosque. De pronto escuchó un tiro a muy corta distancia, seguido de una exclamación cuyo acento le hizo estremecer. A escape galopó hacia el lugar donde resonara la detonación, y en medio de una pequeña explanada descubrió a Mariana, con la carabina humeante entre las manos. Se le acercó con un grito de alegría.
—¡Usted aquí sola! —exclamó.
—Y usted, príncipe ¿cómo ha llegado aquí?
—Seguía las huellas del tigre.
—También yo. Disparé contra la fiera, pero huyó sin que lograra tocarla.
—¡Gran Dios! ¿Por qué expone su vida enfrentando a ese animal?
—Para impedir que usted cometa la imprudencia de apuñalarlo con el kriss.
—Ha hecho mal, milady. Pero la fiera está todavía viva y mi kriss dispuesto a partirle el corazón.
—¡Usted no hará eso! Es valiente, ya lo sé; es fuerte y tan ágil como un tigre, pero una lucha cuerpo a cuerpo con la fiera podría serle fatal.
—¡Qué importa! Quisiera que me produjera tan crueles heridas que tuviera que estar en curaciones un año entero.
—¿Por qué? —preguntó sorprendida la joven.
—¿No sabe, milady —dijo el pirata acercándose más—, que mi corazón parece estallar cuando pienso que vendrá el día en que tendré que dejarla para siempre, para no volver a verla más? Si el tigre me hiere, permanecería bajo el mismo techo que usted, volvería a gozar de las dulces emociones que sentí cuando yacía herido en el lecho. ¡Sería feliz oyendo otra vez su voz, recibiendo sus miradas y sus sonrisas! Milady, usted me ha hechizado; presiento que no podré vivir lejos de usted. ¿Qué ha hecho de mi corazón, siempre inaccesible a todo afecto? Míreme, con sólo estar a su lado siento temblar mi cuerpo y la sangre me quema las venas.
Al oír tan apasionada e imprevista confesión, Mariana quedó muda; pero no hizo movimiento alguno por retirar las manos que el pirata estrechaba con frenesí.
—No se moleste si le confieso mi cariño —prosiguió el Tigre con voz que llegaba como una música al corazón de la huérfana—, si le digo que yo, aun cuando pertenezco a una raza de color, la adoro como una diosa, y que usted también algún día me querrá. ¡Tan poderoso es el amor que arde en mi pecho, que por usted sería capaz de luchar contra los hombres, contra el destino, contra Dios! ¿Quiere ser mía? ¡Yo la haré la reina de estos mares, la reina de la Malasia! Pida lo que quiera y lo tendrá. Tengo oro suficiente para comprar diez ciudades; tengo barcos, cañones, soldados, soy más poderoso de lo que pueda usted suponer.
—Pero, ¿quién es usted? —preguntó Mariana, aturdida por aquel aluvión de promesas y fascinada por esos ojos que parecían arrojar llamas.
—¿Quién soy? —exclamó el pirata—. En derredor mío hay sombras que por ahora es mejor no esclarecer. Dentro de esas tinieblas hay algo terrible. ¡Llevo un nombre que no sólo aterroriza a todos los pueblos de estos mares, sino que hace temblar al sultanato de Borneo, y hasta a los ingleses de esta isla!
—¿Y usted, que es tan poderoso, dice que me quiere? —murmuró la niña con voz ahogada.
—Tanto, que por usted me sería posible todo. La amo con ese amor que lleva a realizar milagros y delitos a la vez. Póngame a prueba; hable y le obedeceré como un esclavo. ¿Quiere que sea rey para darle un trono? ¡Lo seré! ¿Quiere que yo, que la amo hasta la locura, me vuelva a mis tierras? ¡Me iré, aunque tenga que condenar a mi corazón a un eterno martirio! ¿Quiere que me mate delante de usted? ¡Me mataré! ¡Hable, milady, hable!
—Pues bien, sí, ¡quiérame! —murmuró ella, que se sentía dominada por tanto amor.
El pirata dio un grito, uno de esos gritos que rara vez salen de una garganta humana. Casi al mismo tiempo resonaron dos o tres disparos.
—¡El tigre! —exclamó Mariana.
—¡Es mío! —gritó Sandokán.
Clavó las espuelas en el vientre del caballo y partió como un rayo, con los ojos encendidos y el kriss en la mano, seguido por Mariana, que se sentía atraída hacia aquel hombre que tan audazmente se jugaba la existencia para sostener una promesa.
Trescientos pasos más allá estaban los cazadores. Delante de ellos avanzaba el oficial de marina, apuntando con su fusil hacia un grupo de árboles.
Sandokán se tiró de la silla gritando: —¡El tigre es mío!
Él mismo parecía otro tigre. Daba saltos y rugía como una fiera.
—¡Príncipe! —gritó Mariana, que también descendió del caballo.
Pero Sandokán no oía a nadie en ese momento y continuaba adelantándose a la carrera.
El oficial, que lo precedía unos diez pasos, al oírlo acercarse apuntó rápidamente el fusil e hizo fuego sobre el tigre, que estaba al pie de un gran árbol, con las pupilas contraídas, abiertas las poderosas garras y dispuesto a lanzarse sobre cualquiera.
No se había disipado todavía el humo cuando se le vio atravesar el espacio con ímpetu tremendo y derribar al imprudente y poco diestro oficial.
Iba a volver a saltar para arrojarse sobre los cazadores, pero ya Sandokán estaba allí. Aferró firmemente el kriss, se precipitó sobre la fiera y antes de que ésta tratara de defenderse, la derribó en tierra y le apretó el cuello con tanta fuerza que ahogó sus rugidos. –
—¡Mírame! —dijo—. ¡Yo también soy un tigre! Grandes gritos acogieron la proeza. El pirata arrojó una mirada despectiva al oficial y se volvió hacia la joven, que permanecía muda de terror y de angustia, y le dijo con un gesto que hubiera envidiado un rey:
—¡Milady, la piel de este tigre es suya!
El almuerzo ofrecido por lord James a los invitados fue uno de los más espléndidos y alegres que se habían dado hasta entonces en la quinta.
Se brindó repetidas veces en honor de Sandokán y de la intrépida Perla de Labuán.
Al pasar las horas, la conversación se hizo animadísima; discutían acerca de tigres, cacerías, piratas, barcos. Únicamente el oficial de marina estaba silencioso y parecía muy ocupado en estudiar a Sandokán, pues no apartaba de él la vista ni un solo instante.
De pronto se dirigió al Tigre, que estaba hablando de la piratería, y le dijo con brusquedad:
—Dígame, príncipe, ¿hace mucho tiempo que llegó a Labuán?
—Hace veinte días —contestó el Tigre.
—¿Por qué razón no he visto en Victoria su barco?
—Porque los piratas me robaron los dos paraos que me conducían.
—¡Los piratas! ¿Lo atacaron los piratas? ¿Dónde?
—En las cercanías de las Romades.
—¿Cuándo?
—Pocas horas antes de mi arribo a estas costas.
—Seguramente se equivoca usted, príncipe, porque precisamente entonces nuestro crucero navegaba por esos parajes y no llegó a nosotros el eco de ningún cañonazo.
—Pudiera ser, porque el viento soplaba de Levante —contestó Sandokán, que principiaba a ponerse en guardia, sin saber adónde iba a parar el oficial.
—¿Cómo llegó usted aquí?
—A nado.
—¿Y no asistió a un combate entre un crucero y dos barcos corsarios, que decían que iban mandados por el Tigre de la Malasia?
—No.
—¡Es extraño!
—¿Usted pone en duda mis palabras? —preguntó Sandokán poniéndose de pie.
—¡Dios me libre de ello, príncipe! —contestó el oficial con ligera ironía.
—Baronet William —intervino el lord—, le ruego que no promueva una disputa en mi casa.
—Perdóneme, milord, no tenía esa intención —respondió el oficial.
—Entonces, no se hable más. Bajaron todos al parque.
—¿Me permite una palabra, milord? —dijo el oficial.
—Por supuesto.
El marino susurró al oído del lord unas palabras que nadie pudo oír.
—Está bien —contestó lord James—. ¡Buenas noches, amigos, y que Dios nos libre de malos encuentros!
Los cazadores montaron a caballo y salieron del parque galopando.
Después de saludar al lord, que se había puesto de muy mal humor, y de estrechar apasionadamente la mano de Mariana, Sandokán se retiró a su cuarto. Se paseó largo rato. Una inquietud inexplicable se reflejaba en su rostro, y sus manos atormentaban la empuñadura del kriss. Sin duda pensaba en el interrogatorio que le había hecho el oficial. ¿Lo habría reconocido, o era nada más que una sospecha? ¿Tramaba algo contra el pirata?
—¡Si me preparan una traición —dijo al fin Sandokán alzando los hombros—, yo sabré deshacerla! Nunca he tenido miedo a los ingleses. Descansemos y mañana ya veré qué es lo que hay que hacer.
Se echó en la cama sin desnudarse, puso el kriss al lado, y se durmió tranquilamente con el dulce nombre de Mariana en los labios.
Despertó al mediodía, cuando ya el sol entraba por las ventanas.
Le preguntó a un criado dónde estaba el lord, pero le contestó que había salido a caballo antes del amanecer, en dirección a Victoria. Tal noticia lo dejó estupefacto.
—¿Se ha marchado sin haberme dicho nada anoche? —murmuró—. ¿Se estará tramando alguna traición en mi contra? ¿Y si esta noche volviera como enemigo? ¿Qué debo hacer con ese hombre que me ha cuidado como un padre y que es el tío de la mujer a quien adoro? ¡Ah, qué bella estaba Mariana la tarde en que intenté huir! ¡Y yo trataba de alejarme para siempre de ti, cuando tú me amabas ya! ¡Extraño destino! ¿Quién hubiera dicho que yo amaría a esa mujer? ¡Y cómo la amo! ¡Por esa mujer sería capaz de hacerme inglés, me vendería como esclavo, dejaría para siempre la borrascosa vida de aventurero, maldeciría a mis tigrecillos y a ese mar que domino y que considero como la sangre de mis venas!
Inclinó la cabeza y se sumergió en un mundo de pensamientos. Pero volvió a levantarla, con los dientes apretados y los ojos despidiendo llamas.
—¿Y si rechaza al pirata? —exclamó—. ¡No es posible, no es posible! ¡Aunque tenga que poner fuego a Labuán, será mía!
Bajó al parque y empezó a pasearse, dominado por una intensa agitación.
Mariana apareció caminando por un sendero.
—Lo buscaba, mi heroico amigo —dijo ruborizada. Se acercó un dedo a los labios como para recomendarle silencio, lo cogió de una mano y lo condujo a una pérgola.
—Escuche —dijo aterrada—. Ayer dejó usted escapar unas palabras que han alarmado a mi tío. Tengo una sospecha que usted debe arrancarme del corazón. Dígame, si la mujer a quien ha jurado amor le pidiera una confesión, ¿se la haría?
El pirata se hizo atrás bruscamente. Pareció que vacilaba bajo un terrible golpe.
—Milady —dijo al cabo de algunos instantes de silencio, y cogió las manos de la joven—, por usted lo haré todo. Si debo hacerle una revelación dolorosa para ambos, la haré. ¡Se lo juro!
Mariana levantó sus ojos hacia él. Sus miradas se cruzaron, suplicante la de ella, brillante la del pirata.
—No me engañe, príncipe —dijo Mariana con voz ahogada—. Quienquiera que sea, el amor que ha encendido en mi corazón no se apagará nunca. ¡Rey o bandido, lo amaré igual!
Un profundo suspiro salió de los labios del pirata.
—¿Quieres saber mi nombre?
—¡Sí, tu nombre!
—Escucha, Mariana —dijo Sandokán, como si hiciera un esfuerzo sobrehumano—, hay un hombre que impera en este mar que baña las costas de las islas malayas, que es el azote de los navegantes, que hace temblar a las gentes, y cuyo nombre suena como una campana funeral. ¿Has oído hablar de Sandokán, el Tigre de la Malasia? ¡Mírame a la cara: el Tigre soy yo!