Sandokán (4 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

BOOK: Sandokán
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—¡Mariana! —exclamó leyendo—. ¿Qué querrá decir esto? ¿Es un nombre, o una palabra que yo no comprendo?

Se sintió agitado por una emoción desconocida para él. Algo muy dulce conmovió el corazón de aquel hombre, ese corazón de acero, siempre cerrado hasta para las emociones más violentas.

El libro estaba cubierto de caracteres finos y elegantes, pero no pudo comprender palabra alguna, aun cuando se asemejaban a los de la lengua del portugués Yáñez. Cogió con delicadeza la flor y la contempló largo rato. La olió varias veces, procurando no estropearla con sus dedos que nunca tocaron otra cosa que la empuñadura de la cimitarra. Experimentó de nuevo una sensación extraña, un estremecimiento misterioso. Casi con pesar colocó la flor entre las páginas y cerró el libro.

Lo hizo muy a tiempo; el picaporte de la puerta giró y entró un hombre.

Era un europeo, a juzgar por el color de su piel. Parecía tener unos cincuenta años, era de alta estatura, ojos azules, y en sus modales se advertía el hábito del mando.

—Me alegra verlo tranquilo. Ya llevaba tres días sin que el delirio lo dejara un solo momento.

—¡Tres días! —exclamó Sandokán estupefacto—. ¿Hace tres días que estoy aquí? ¿No es un sueño?

—No es un sueño. Está con personas que lo cuidarán con afecto y harán todo lo posible por restituirle la salud.

—¿Quién es usted?

—Soy lord James Guillonk, capitán de navío de Su Majestad la Reina Victoria.

Sandokán dominó un sobresalto y no dejó traslucir el odio que sentía contra todo lo inglés.

—Le doy las gracias, milord —dijo—, por cuanto ha hecho por mí, por un desconocido que podría ser un enemigo mortal.

—Era mi deber recoger en mi casa a un pobre hombre herido quizás mortalmente. ¿Cómo se siente ahora?

—Me siento bastante fuerte ya y no tengo ningún dolor.

—Me alegro. ¿Quién lo hirió de ese modo? Además de la bala que se le extrajo del pecho, tenía el cuerpo lleno de heridas de arma blanca.

Aun cuando Sandokán esperaba esa pregunta, no pudo menos de estremecerse. Pero no perdió la serenidad. —Me veo en un apuro para decirlo, pues no lo sé —contestó—. Vi un grupo de hombres que caía durante la noche sobre mis barcos, subían al abordaje y mataban a mis marineros. ¿Quiénes eran? Repito que no lo sé, porque al primer encuentro caí en el mar cubierto de heridas.

—Sin duda lo atacaron los Tigres de la Malasia —dijo lord James.

—¡Los piratas! —exclamó Sandokán.

—Sí, los de Mompracem, porque hace tres días merodeaban por las cercanías de la isla, pero los destruyó uno de nuestros cruceros. ¿Dónde lo asaltaron?

—En los alrededores de las Romades.

—¿Llegó a nado a nuestras costas?

—Sí, agarrado a un fragmento de uno de los barcos. ¿Dónde me encontró usted?

—Tendido en una playa, presa de un delirio terrible. ¿Adónde se dirigía cuando lo asaltaron?

—Iba a llevar unos regalos al sultán de Verauni, de parte de mi hermano, el sultán de Shaja.

—¡Entonces usted es un príncipe malayo! —exclamó el lord tendiéndole la mano, que Sandokán estrechó después de una breve vacilación.

—Sí, milord.

—Estoy muy contento de haberle dado hospitalidad. Y, si no le desagrada, iremos juntos a saludar al sultán de Verauni.

—Sí, y...

Se detuvo y alargó el cuello al oír un rumor lejano. De fuera se oían los acordes de una mandolina, tal vez la misma que oyó antes.

—¿Quién toca? —preguntó presa de una viva agitación cuya causa no podía explicarse—. Me gustaría conocer a la persona que toca tan bien. Su música me llega al corazón y me hace experimentar una sensación nueva para mí.

El lord le hizo una seña para que se acostara y salió. Sandokán sentía que la emoción volvía a apoderarse de él con más fuerza. El corazón le latía con violencia y su cuerpo temblaba, sacudido por extraños movimientos nerviosos.

—¿Qué me sucede? —se preguntaba—. ¿Me vuelve el delirio?

Vio entrar al lord, pero no venía solo.

Detrás de él se adelantaba una hermosísima criatura. Al verla, Sandokán no pudo contener una exclamación de sorpresa y de admiración.

Era una jovencita de diecisiete años, de estatura pequeña, pero muy esbelta y elegante, con la cintura tan estrecha que una sola mano suya podía abarcarla. Su piel era rosada y fresca como rosa recién abierta, sus ojos azules como las aguas del mar, sus rubios cabellos parecían una lluvia de oro.

El pirata sintió un estremecimiento que le llegó hasta el fondo del alma. Aquel hombre tan fiero, tan sanguinario, se sintió fascinado, por primera vez en su vida, ante aquella flor que surgía bajo los bosques de Labuán. Su corazón ardía y le pareció que corría fuego por sus venas.

—¿Se siente mal? —le preguntó el lord.

—¡No! ¡No! —contestó vivamente el pirata.

—Entonces, permítame que le presente a mi sobrina, lady Mariana Guillonk.

—¡Mariana Guillonk! —repitió Sandokán, con voz sorda.

—¿Qué le halla de extraño a mi nombre? —le preguntó sonriendo la joven—. ¡Cualquiera diría que le ha sorprendido!

Sandokán no había sentido nunca una voz tan dulce en sus oídos acostumbrados al estruendo de los cañones y a los gritos de muerte de los combatientes.

—Es que creo haberlo oído antes —dijo con voz alterada.

—¿A quién? —preguntó el lord.

—En realidad, lo leí en ese libro que está ahí, y me había imaginado que debía ser el de una criatura muy hermosa.

—¡Usted bromea! —dijo ella ruborizándose.

De pronto el pirata, que no apartaba los ojos del rostro de la niña, se enderezó bruscamente.

—¡Milady!

—¡Dios mío! ¿Qué le pasa? —dijo ella acercándose.

—Usted tiene otro nombre infinitamente más bello que el de Mariana Guillonk.

—¿Cuál? —preguntaron a un tiempo el lord y su sobrina.

—¡No puede ser otra más que usted la que todos los indígenas llaman la Perla de Labuán!

El lord hizo un gesto de sorpresa y una profunda arruga surcó su frente.

—Amigo mío —dijo—, ¿cómo es posible que usted lo sepa, si viene de la lejana península malaya?

—No lo escuché en Shaja —contestó Sandokán, que por poco se traiciona—, sino en las Romades, en cuyas playas desembarqué hace días. Allí me hablaron de una joven de incomparable belleza, que montaba como una amazona y que cazaba fieras; que por las tardes fascinaba a los pescadores con su canto, más dulce que el murmullo de los arroyos. ¡Ah, milady, también yo quise oír esa voz algún día!

—¿Conque tantas gracias me atribuyen? —dijo ella riendo.

—Sí, y ahora veo que decían la verdad —exclamó el pirata con acento apasionado.

—¡Adulador!

—Querida sobrina —dijo el lord—, ¿vas a enamorar también a nuestro príncipe?

—¡De eso estoy convencido! —exclamó Sandokán—. Y cuando salga de esta casa para volver a mi lejana tierra, diré a mis compatriotas que una joven de rostro blanco ha conmovido el corazón de un hombre que creía tenerlo invulnerable.

La conversación continuó luego acerca de la patria de Sandokán y de Labuán. Así que se hizo noche, el lord y su sobrina se retiraron.

Cuando el pirata quedó solo estuvo largo rato inmóvil, con los ojos fijos en la puerta por donde había salido Mariana. Parecía sumido en profundos pensamientos e invadido de una emoción vivísima.

Así permaneció algunos minutos, con el rostro alterado, la frente perlada por el sudor, hundidas las manos en los espesos cabellos hasta que por fin aquellos labios que no querían abrirse, pronunciaron un nombre:

—¡Mariana!

El pirata no pudo refrenarse más.

—¡Maldición! —exclamó con rabia, retorciéndose la manos—. ¡Siento que me vuelvo loco, siento que... la amo!

VII. Curación y amor

Lady Mariana Guillonk había nacido bajo el hermoso cielo de Italia, en las orillas del golfo de Nápoles, de madre italiana y padre inglés.

Huérfana a los once años y heredera de una sólida fortuna, la recogió su tío james, su único pariente.

En ese entonces James Guillonk era uno de los más intrépidos lobos de mar de Europa y Asia, que cooperaba con James Broocke, el rajá de Sarawack, en el exterminio de piratas malayos.

Aunque no tenía gran cariño por su sobrina, decidió embarcarla en su propia nave y llevarla con él a Borneo.

Durante tres años la muchacha fue testigo de sangrientas batallas donde perecieron miles de piratas y que dieron a Broocke una triste celebridad.

Un día lord Guillonk se cansó de matanzas y peligros, abandonó el mar y se estableció en Labuán.

Lady Mariana había adquirido una fiereza y una energía sin igual. Obligada ahora a vivir en tan extraño lugar, se dedicó a completar su propia educación. Poseía una voluntad muy firme y poco a poco fue modificando la feroz rudeza adquirida en su contacto con la gente de mar. Se convirtió en una apasionada cultivadora de la música, de las flores, de las bellas artes, gracias a las enseñanzas de una antigua amiga de su madre, muerta más tarde bajo la inclemencia del clima tropical.

No perdió su pasión por las armas y por los ejercicios violentos y recorría a caballo los bosques persiguiendo tigres, o se arrojaba intrépidamente en las azules olas del mar malayo. Con mucha frecuencia se la veía en los lugares donde reinaban el infortunio y la miseria, socorriendo a todos los indígenas de los alrededores.

Y de este modo conquistó el sobrenombre de Perla de Labuán, que hizo latir el corazón del Tigre de la Malasia. Pero la niña, alejada por completo de la civilización, se convirtió en mujer sin darse cuenta, hasta que al ver al fiero pirata experimentó sin saber por qué, una extraña turbación.

Veía siempre ante sus ojos al herido, se le aparecía en sueños su altivo rostro en que se transparentaba un valor indomable.

Después de fascinarlo con sus ojos, su voz y su belleza, a su vez ella quedó fascinada y vencida.

En un principio procuró reaccionar contra aquellos latidos de su corazón, nuevos para ella como eran nuevos para Sandokán. Pero fue en vano. Sentía que una fuerza irresistible la empujaba hacia ese hombre; sólo era feliz cuando estaba junto a su lecho calmando los agudos dolores de su herida.

Cuando ella cantaba las dulces canciones de su país natal, él no era ya más el pirata sanguinario. Conteniendo la respiración, bañado en sudor, escuchaba como en un ensueño, y al morir la nota final de la mandolina, permanecía con los ojos fijos en la joven, olvidado de Mompracem, de sus tigrecitos, y de sus batallas.

Los días pasaron rápidamente y la curación, ayudada por el amor que le devoraba la sangre, marchaba a toda prisa.

Un día el lord encontró al pirata en pie y dispuesto para salir.

—¡Cuánto me alegro de verlo así, amigo mío! —dijo.

—Me siento tan fuerte que lucharía con un tigre —contestó Sandokán.

—Entonces lo pondré a prueba. He invitado a algunos amigos a cazar un tigre que ronda a menudo los muros de mi parque, y ya que está sano, daremos la batida mañana por la mañana.

—Seré de la partida, milord.

—Bien. Además, creo que será usted mi huésped durante algún tiempo más.

—Debo marcharme pronto, milord; me llaman asuntos graves.

—Para los negocios siempre hay tiempo. No lo dejaré marchar antes de algunos meses. Deme su palabra de que se quedará.

Para Sandokán quedarse en la quinta, cerca de la joven que lo fascinaba, era la vida, era todo. No pedía más por el momento.

¿Qué le importaba que en Mompracem lo lloraran por muerto? ¿Qué le importaba su fiel Yáñez, cuando Mariana comenzaba a corresponderle? ¿Qué le importaba no experimentar las emociones terribles de las batallas, si ella le hacía sentir emociones mucho más sublimes? ¿Qué le importaba que lo descubrieran y que lo mataran, si todavía respiraba el mismo aire que respiraba Mariana?

—Sí, milord, me quedaré el tiempo que usted quiera —contestó—. Acepto su hospitalidad y si algún día, no olvide estas palabras, milord, nos encontramos con las armas en la mano como valientes enemigos, recordaré cuánto agradecimiento le debo.

El inglés lo miró estupefacto.

—¿Por qué habla así?

—Quizás lo sepa algún día.

El lord antes de salir se volvió al pirata y le dijo:

—Si quiere bajar al parque, encontrará en él a mi sobrina, cuya compañía espero que le hará más agradable el tiempo.

—¡Gracias, milord!

Era lo que deseaba Sandokán, poder encontrarse a solas con ella para revelarle la pasión que lo devoraba.

Se asomó a la ventana. Allá, debajo de un magnolio en flor, estaba sentada la joven lady en actitud pensativa. Le pareció una visión celestial.

De pronto se hizo atrás con un grito ahogado, semejante a un rugido.

—¡Qué iba a hacer! —exclamó con voz ronca—. Pero, ¿será verdad que amo a esa muchacha? ¿No es esto una locura? No soy ya el pirata de Mompracem, pues me siento arrastrado por una pasión irresistible hacia esa hija de una raza que odio. ¿Olvido a mi salvaje Mompracem, a mis fieles tigrecitos, a mi buen Yáñez? ¿Olvido que los compatriotas de ella no esperan más que el momento oportuno para destruir mi poder? ¡Apaguemos este volcán que arde en mi corazón, indigno del Tigre de la Malasia! ¡Haz oír tu rugido, Tigre; destierra de tu pecho el reconocimiento que debes a estas gentes que te han curado la herida y huye de estos sitios! ¡Vuelve al mar; vuelve a ser el terrible pirata de Mompracem!

Apretaba los puños y los dientes, tembloroso de cólera. Sin embargo, permaneció con los ojos ardientes fijos en la joven.

—¡Mariana! —exclamó al cabo de unos minutos—. ¡Mariana!

Con un movimiento rápido abrió la ventana. Estuvo mucho tiempo absorto, y cuando volvió a la realidad ya no estaba Mariana en el parque. Comenzó a pasearse a lo largo de la habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada, sumido en sombríos pensamientos.

Se asomó nuevamente a la ventana para que la fresca brisa le secara la frente sudorosa.

—¡Aquí —dijo—, la felicidad, una nueva vida, una nueva embriaguez, dulce y tranquila. Allá en Mompracem, una vida tempestuosa, tronar de cañones, carnicería sangrienta, mis rápidos paraos, Yáñez. ¿Cuál de estas dos vidas preferiré? Toda mi sangre arde cuando pienso en Mariana. Se diría que la antepongo a mis tigrecitos y a mi venganza. ¡Siento vergüenza de mí mismo al recordar que es hija de una raza que odio tan profundamente! ¿Y si la olvidara? ¡Mi corazón sangra, no quiere olvidarla! Pero es preciso que huya.

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