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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (27 page)

BOOK: Sangre guerrera
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De manera que me vi de nuevo corriendo por la carretera hacia Efeso. No tenía otro mensaje que mi regreso, lo que, a mi modo de ver, destacaba muy bien la sutileza del sátrapa. Llevaba una bolsa de cuero llena de regalos de los persas.

Llegué a casa, una casa silenciosa. Me detuve en el patio, asombrado por el silencio, y mi primer pensamiento fue que Hiponacte había asesinado a su familia. Los hombres hacen esas cosas cuando descubren a sus esposas cometiendo adulterio.

Pero, simplemente, se habían ido todos, esclavos y libres, al templo de Artemisa. La sacerdotisa había pedido que se reuniese toda la gente. Subí la escalinata con un montón de personas que también llegaban tarde y me encontré con toda la gente apiñada como hormigas dentro del recinto del templo. Grupos de sacerdotes y sacerdotisas pasaban por en medio de la muchedumbre, con humo y agua purificadores, limpiándonos.

Nadie dijo directamente que Eutalia nos había hecho impuros a todos al tener a un persa entre sus piernas, Pero ella estaba allí, de pie, con Hiponacte, con un manto oscuro, y rodeada por el humo de un montón de braseros. Cuando terminó la ceremonia, sonrió.

Todavía me asombra aquella sonrisa. ¿Qué indicaba con ella? ¿Encerraba algún significado especial?

En todo caso, vi a Heráclito y me hizo señas. Era raro verlo en público, sin mi joven amo al lado, pero me acerqué, todavía con mi capa de mensajero.

—¿Te recibió el sátrapa? —preguntó.

—Sí, maestro —dije.

Asintió.

—Creo que tú has visto la guerra, ¿no?

Incliné la cabeza.

—Serví como hoplita —dije.

Heráclito miró alrededor.

—Tu amo va a ir a una escuela diferente de la mía, chaval. Una escuela más dura, en la que el castigo por el fracaso es la muerte. ¿Harás el juramento de protegerlo?

Heráclito no tenía ni idea de lo que mi joven amo me había hecho; ni idea, supongo, de lo que había sucedido aquella noche; sabría, sí, que la señora había estado con el persa. O quizá lo supiese todo. Los jóvenes le contaban todos sus secretos. En todo caso, él no me ordenó que jurara.

—¡Quiero ser
libre
! —dije. De repente, estaba amargado. Había hecho grandes cosas por aquellas personas y todavía era un esclavo. Quizá yo sea un aprendiz lento, pero, por primera vez, empecé a considerar que cuanto mayores fueren mis servicios, más valioso me hacía a mí mismo.

Heráclito miró el humo de la purificación.

—¿Crees que puedo leer el logos? —me preguntó.

Yo asentí. Hubiera asentido si me hubiese preguntado si creía que él era Zeus venido a la tierra.

El sonrió.

—Doru, si haces este juramento y lo cumples, serás libre.

Yo fruncí el ceño.

—La muerte es una forma de libertad —dije yo.

—Sí… —dijo él—. Escucha, chaval. La guerra no es lo único a lo que os enfrentáis Arqui y tú. Este será un tiempo de prueba. Estate ahí y ayúdalo a pasar la prueba. También te ayudará a ti. ¿Harás el juramento?

Suspiré. Había estado acariciando la idea de correr a los muelles. Quizá lo hubiese manifestado de alguna manera. Pensé que a lo mejor podría trabajar de remero hasta llegar a Atenas o encontrar a Milcíades en Tracia. Pero era un sueño y, además… además, precisamente en ese momento, vi a Briseida. Un remolino de humo me la mostró, hablando con su prometido, mi enemigo Diomedes.

—Sí —dije—. Juraré.

—Buen hombre.

Juramos juntos. El era sacerdote de Artemisa, cumpliendo una de sus funciones hereditarias. Me llevó al interior del santuario, me enseñó las estatuas y me dio una rama del árbol sagrado, un par de hojas, pero un signo para mostrar a mi amo dónde había estado.

Después, fui a casa.

La casa no estaba como de costumbre. Habían pasado los días y los ritmos habían cambiado. La señora nunca dejaba su habitación. El amo bebía. Arqui no hacía ejercicio y esa noche se me acercó y rompió a llorar.

—¿Por qué nos ha hecho esto
mater
? —me preguntó con los ojos arrasados en lágrimas—. ¡Nadie me habla!

Era cierto. Yo lo había visto. Arqui estaba, efectivamente, en el exilio en su propia ciudad. Ninguno de sus condiscípulos cruzaba la vista con él y nadie lo invitaba a una reunión, a una excursión, ni siquiera a colarnos en los baños.

—Esto pasará —dije. Pensé en Heráclito—. Escuchad, amo. Nuestro maestro me hizo hacer el juramento de ayudarte. Estos van a ser tiempos duros. Aquí me tienes.

Arqui estaba agarrado a mí y de repente sollozó.

—¡Te traicioné igual que
mater
traicionó a padre! —dijo—. Yo sabía que ella era tuya. Yo la deseaba. ¡Oh, Doru, perdóname!

Me senté en su cama y lo agarré. Yo no quería perdonarlo. En realidad, ahora que había confesado que sabía lo que estaba haciendo, hubiese querido cortarle la cabeza. Pero la cara de Penélope no era la de una esclava que hubieran poseído contra su voluntad. Por aquella época, yo ya tenía cierta experiencia con las mujeres. Las mujeres pueden simular muchas cosas, pero pocas simulan cuando creen que nadie puede verlas. Todo esto me pasó por la mente.

—Penélope es una esclava, pero ella es dueña de sí misma como mujer. Ella te quiso a ti, no a mí. ¿Por qué no? —dije amargamente—. Yo no soy más que un esclavo.

Lamentándonos de nosotros mismos, lloramos. ¡Niños estúpidos! íbamos a aprender para qué eran realmente las lágrimas. Pero, cuando nuestros ojos se secaron, fuimos mejores amigos. Y al día siguiente, Arqui llamó a Penélope mientras yo estaba en su habitación. Lo hizo sin advertirme. Y, cuando ella vino, se encogió de hombros y salió de la habitación.

Ella parecía un animal atrapado, como una cierva derribada por los perros en la falda del Citerón. Sus ojos siguieron a Arqui mientras salía de la habitación y eso la delató. A ella le gustaba realmente. Quizá lo amara o solo lo viera como una oportunidad para conseguir la libertad.

—Siento haberte puesto en peligro de muerte —dije. Yo estaba serio y en plan formal—. Entiendo que prefieras a mi amo. No volveré a molestaros de nuevo.

Ella giró la cabeza, apartando la vista. Después se volvió a mirarme.

—Tú no eres realmente un esclavo —dijo—. Eres como un hombre que juega a ser esclavo. Morirás por ello y yo lloraré por ti, pero no seré tu amante. Arqui es bueno, y creo que me dará la libertad cuando esté embarazada.

Nada de eso tenía mucho sentido para mí, aunque ahora lo tenga. Yo le dije que era inteligente. Ella veía cosas que yo no veía, a pesar de todas mis lecturas y mi entrenamiento. Por eso, me encogí de hombros, y ella inclinó la cabeza y salió de la habitación sin decir palabra. Deberíamos habernos abrazado, pero éramos demasiado jóvenes para perdonar y olvidar.

Aún estaba allí de pie cuando oí un grito en el patio. Salí corriendo. Pensé que nos estaban atacando. Recuerdo que, aparte de mi vida como esclavo doméstico y compañero, yo ya era un hombre de violencia, y que Diomedes parecía tener un capital inagotable a la hora de enviar hombres a por mí.

Cuando llegué al patio, Hiponacte estaba de pie con una expresión pétrea, mirando a un hombre vestido con una clámide verde igual a la que yo había llevado unos días antes. Briseida estaba gritando, con la cara crispada; toda su hermosura había desaparecido. Penélope estaba tratando de llevársela.

El mensajero salió por la puerta.

Penélope miraba aterrorizada. El rostro de Briseida era el rostro de la furia; unas líneas profundas surcaban su frente suave mientras gemía entre gritos de dolor. Su padre la miró y se dio la vuelta. Pobre hombre. No tenía nada que ofrecerle. Quieran los dioses que nunca me encuentre en esa situación.

Arqui trató de sostenerla y ella empezó a pelearse con él; le asestó un golpe, un puñetazo en toda regla. Era una buena luchadora aquella chica. El cayó al suelo y después ella escupió como un gato salvaje y, con las uñas, arañó el pecho de Penélope —pensé que eran sus uñas— y corrió la sangre.

Ella volvió a gritar.

Pensé que estaba teniendo un ataque. La tumbé. Yo no era su hermano y tanto como creía estar enamorado de ella, ella era un peligro para todos los que estaban en el patio. Arrastré sus pies, sostuve sus brazos y la tumbé en el suelo, suficientemente duro para dejarla sin aliento. Tenía la fuerza de una diosa, pero carecía de las técnicas de la palestra y, mientras la dejaba en el suelo, la hice rodar al extremo de su peplo para sujetarle los brazos. Ella logró soltar su brazo izquierdo y sus uñas me hicieron sangre en la mejilla y en el cuello.

Pero cuando soltó la cabeza y la echó hacia atrás con una fuerza sobrehumana, una mano salió disparada y le cruzó la cara, una vez y después otra.

—¡Silencio, niña! —dijo su madre.

Hacía días que no veía a Eutalia. Estaba perfectamente vestida con colores oscuros, y su aspecto no era el de una persona cuya vida se hubiese acabado.

Briseida se recostó sobre sus caderas y el daimon la dejó. Yo vi que abandonaba sus ojos. Para conocerlo, hay que vivirlo. Pero entonces explotó la amargura.

—¡Tú tienes la culpa, tú, perra infiel! —le dijo a su madre—. ¡Me llamó puta! ¡Diomedes me llamó puta! ¡En público! Ahora moriré estéril. El ha roto el contrato de matrimonio —gritó. No lloraba. Llorar hubiese sido mejor que su imperiosa auto— compasión—. Si no hubieses estado tan ocupada cabalgando en la polla del persa, yo podría ser una dama.

La mano de Eutalia volvió a salir disparada y volvió a estamparse en la cabeza de su hija.

—Compórtate o atente a las consecuencias —dijo.

—¡Yo no puedo culparlo! —gritó Briseida y, por primera vez, su voz se quebró y empezó a sollozar, en vez de chillar—. ¡Mi madre es una puta! ¡Yo también seré una puta! ¡Debería quitarme la vida!

Penélope estaba encogida de miedo. Tenía una fea herida que le cruzaba el pecho y su quitón dórico estaba lleno de sangre. Estaba llorando, sentada en un escalón. Ahora vi que Briseida tenía un alfiler en la mano. Me di cuenta de que con él había herido a Penélope y a mí también.

Eutalia buscó en su pecho y su mano derecha sacó un cuchillo.

—Aquí lo tienes —dijo—. Hazlo.

Esta era la familia que tanto había envidiado cuando entré en la casa.

Briseida cogió el cuchillo y pasó por él su pulgar, como un hombre preparado para el sacrificio. Después avanzó hacia su madre y comprendí que sus intenciones eran claras.

Avancé hacía ella y levanté la mano como me había enseñado Ciro. Ella seguía con la vista la mano con el cuchillo y no el cuerpo, y yo le cogí la muñeca y la desarmé. Ella me dio con el alfiler en el pecho, pero el oro se dobló y solo alcanzó la anchura de un dedo. Noté frío en el pecho y el dolor me hizo querer matarla.

Por un momento, el dolor y el impulso de matarla se equilibraron con la conciencia de que esta era Briseida. Ella vio que el daimon entraba en mis ojos y el suyo se ensanchaba. Como he dicho, para conocerlo, hay que vivirlo. Pero aquellos ojos la salvaron, y logré controlar mi cuerpo con mi mano izquierda cerrada alrededor de su garganta.

Su madre estaba conmocionada. De cerca, pude ver que no tenía arreglado el pelo y no era ella misma. Pero no cedería.

—Toma el cuchillo y acaba —se burló—. ¿Crees que tu vida está arruinada, princesita? Quizá ya sea hora de que entre en tu vida una dosis de realidad. Menospreciaste a Diomedes cuando lo tenías. Estás actuando. Hay un mundo más grande que el que tienes dentro de tu cabeza. Despierta.

Arqui se interpuso entre ellas. Yo todavía tenía a Briseida y ella había tirado su alfiler de oro por su propia voluntad.

—Llévala a su habitación —dijo él. Me hizo una señal de asentimiento. De repente, éramos aliados. Obedecí, levantando a Briseida y llevándola a su cuarto. Penélope venía detrás de nosotros. Se puso a su lado. Nos adelantó y me indicó el camino, e hizo bien, porque no tenía ni idea de dónde estaba la habitación de Briseida.

Briseida me pasó los brazos alrededor del cuello y me dejó que la llevara sin oponerse. Olía a jazmín y menta. Era difícil imaginar, mientras la llevaba, que acababa de intentar matar a su madre con un cuchillo.

Atravesamos una cortina de cuentas de cristal para entrar en una habitación pintada con escenas de dioses y diosas, un fino trabajo. La habitación de Arqui era blanca, con una cenefa de ojos de Hera pintada en la parte superior de las paredes, alrededor de la estancia. La habitación de Briseida tenía todos los dioses como estampas. Hera estaba en pie con el poderoso Zeus, una encantadora pareja pintada como su madre y su padre. Su hermano era Apolo con una lira, y ella era Artemisa con un arco. Penélope era Afrodita, y Darkar era un poderoso Plutón. Diomedes estaba pintado como un joven y un tanto ambiguo Ares, y entonces vi que yo también estaba en el panteón, como Heracles, con un garrote a la espalda y una piel de león cubriéndome. No conocía al resto de los personajes, pero era un buen trabajo. Excelente trabajo. El personaje de Afrodita-Penélope estaba inacabado, y las pinturas cubrían una pared. La habitación olía a polvo de mármol y sangre de toro.

A pesar de todo —adulterio, traición, drama—, me paré a mirar las pinturas de la pared. Me fijé en los botes de pintura y en el olor.

—¿Lo has hecho tú? —le pregunté a Penélope, asombrado.

—Ella —me dijo Penélope—. Necesito ponerme una venda —dijo, y salió.

Dejé a Briseida en su cama. Estaba llorando. Conocía aquel sonido. Era la desesperación. El sonido que hacen los nuevos esclavos cuando son capturados. El sonido que haces cuando te quitan la vida.

En realidad, me daba pena. Por eso, le puse una mano en la espalda.

—Te pondrás mejor —le dije.

Ella se dio la vuelta, y sus ojos mostraban ira, no dolor.

—¡Mátalo por mí! —dijo ella—. ¡Mata a Diomedes!

No te haces idea de lo que es quedarse a solas con Briseida. No le di una bofetada ni salí de la habitación.

Pero tampoco acepté lo que me pedía.

—No puedo matarlo por vos,despoina —dije. Recuerdo haber sonreído—. Pero puedo hacerle daño.

Ella se iluminó de inmediato.

—¿Podrías? —preguntó—. ¿Hacerle verdadero daño?

Extendió la mano y tomó la mía, y una llama me recorrió desde la palma de la mano a la ingle y hasta mi cabeza.

—Si le hago daño, ¿detendréis esta locura de odiar a vuestra madre? —pregunté—. Diomedes es una mierda de caballo. No perdéis nada. Vuestra madre os hizo un favor.

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