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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (5 page)

BOOK: Sangre guerrera
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—Atenas nunca enviaría sus falanges a través de las montañas para protegernos —dijo. Tenía una herida en el muslo de la misma batalla en la que hirieron a
pater
—. Necesitamos un amigo con cinco mil hoplitas sobre el terreno, a nuestro lado, y no un amigo que acuda a vengar nuestros cadáveres.

Epicteto asintió a Mirón; ambos se tenían bien calados.

—Puede que tengas razón —dijo—. Pero necesitamos un amigo que esté lo bastante lejos para que no nos obligue a ser más que un aliado —añadió, mirando a su alrededor—, como Tebas y la llamada federación.

Todos los hombres escupieron a la mención de Tebas.

Mirón asintió.

—Eso tiene sentido. ¿Qué piensas de Corinto?

Evaristo, el más hermoso de los hombres, negó con la cabeza.

—Corinto está demasiado cerca, tiene demasiados barcos y pocos hoplitas; no necesita nuestro grano, y también ama demasiado a Tebas.

Draco entregó su copa a uno de nuestros esclavos.

—Un poco más, amigo —dijo—. ¿Qué os parece Esparta? Tiene un ejército importante o, al menos, eso he oído.

—Diez veces la distancia a Atenas —dijo Epicteto.

—Lo sé —dijo Draco—. Hice mi peregrinación a Olimpia el año pasado…

—¡Ya lo sabemos! —dijeron muchos hombres, hartos de los interminables relatos de viajes de Draco.

—¡Escuchad, zopencos! —gritó Draco. Ellos lo abuchearon con humor, pero después se callaron. El continuó—: Esparta no es como nosotros. Lo único que hacen sus ciudadanos es prepararse para la guerra.

—Y tirarse a los chiquitos —intervino Hilarión. Aunque era el menos rico de los labradores, era el más alegre y el mejor ante una muchedumbre, y el menos respetuoso con la autoridad. Se encogió de hombros—. ¡Eh!, he estado en Esparta. Las mujeres están aisladas.

Draco lanzó una mirada feroz a Hilarión.

—Señores, con independencia de sus debilidades personales, son los mejores soldados de Grecia. Y no cultivan la tierra, no hacen cacharros de barro ni trabajan los metales. Ellos combaten. Si tienen la intención, pueden venir aquí. Vengan o no, sus fincas estarán cultivadas.

—Marchen o no a la guerra, sus mujeres están solas —añadió Hilarión—. Quizá mientras vienen a salvarnos, yo atraviese el istmo y visite a algunas de ellas.

Pater
habló por vez primera.

—Hilarión —dijo con suavidad. Miró a los ojos del hombre más joven y este bajó los suyos.

—Perdón —dijo.

Pater
avanzó hasta ponerse en medio.

—Me da la sensación, por lo que decís —comenzó—, de que todos apoyáis la idea de que busquemos un amigo extranjero.

Ellos se miraron unos a otros. Después, Epicteto se levantó y vació su copa.

—Así es —dijo.

—Pero ninguno de nosotros sabe quién nos conviene: Atenas, Esparta, Corinto o quizá Megara —añadió
pater
, encogiéndose de hombros—. Somos un puñado de labradores beocios. Al menos, Epicteto ha estado en el Ática y Draco ha estado en el Peloponeso —afirmó, y miró a su alrededor—. ¿Quién querría ser nuestro amigo?

Epicteto hizo una mueca, pero no dijo nada.

—¡Si nos preparamos concienzudamente, podemos vencer a los tebanos! —dijo el hijo de Mirón, un tragafuegos llamado Dionisio—. Así, no necesitaremos a esos extranjeros.

Mirón puso una mano sobre el hombro de su hijo. El chico tenía la edad justa para manifestar su postura y no había estado presente en la derrota.

—Muchacho, cuando ellos traen a cinco mil contra nuestro millar —dijo—, no hay preparación en el mundo que pueda ayudarnos, A ningún hombre aquí presente le importa un bledo a cuántos matemos… lo único importante es que
ventamos
.

Los hombres mayores asintieron. La
Ilíada
era una historia muy buena para los niños, pero los agricultores beocios saben bien lo que conlleva la guerra: cosechas quemadas, hijas violadas y muerte. La gloria es fugaz; los gastos, inmensos, y el efecto, permanente.

Dijeron más cosas, pero eso es lo que recuerdo del día en que surgió la idea. En realidad, no era más que un lamento. Todos odiábamos a Tebas, pero ellos no estaban haciéndonos ningún daño.

No obstante, Epicteto se quedó a comer, y se ofreció a llevar lo mejor del trabajo de
pater
a través de las montañas a Atenas y a traerlo de vuelta si no se vendía. Y
pater
aceptó. Después, Epicteto le encargó una copa. Había visto la copa del sacerdote y quería una para sí.

—Una copa de la que pueda beber, tanto en el campo como en casa —dijo.

—¿Qué quieres que aparezca en ella? —le preguntó
pater
.

—Un hombre arando un campo —dijo Epicteto—. Ninguno de tus dioses y sátiros. Una buena yunta de bueyes y un buen hombre.

—Veinte dracmas atenienses —dijo
pater
—, o nada, si llevas mis productos a Atenas.

Epicteto negó con la cabeza.

—Veinte dracmas es lo que mereces —dijo—, y, de todos modos, llevaré tus productos a Atenas. Si lo tomo como un regalo, te lo debo. Si te pago, me lo debes.

Era de esa clase de hombres.

Pater
trabajó como un esclavo durante el resto del verano, haciendo cosas más finas de lo acostumbrado. Hizo diez fuentes, del tipo que utilizaban los caballeros en sus fiestas, y más copas, incluyendo la más elegante de todas, con un labrador arando, para Epicteto. E hizo un casco corintio, de diseño sencillo, pero de perfecta factura. Incluso en el verano de mi séptimo año, reconocía la perfección en el metal cuando la veía.

Pater
no tenía la paciencia necesaria para enseñar a los jóvenes, pero me lo metió en la cabeza. Se reía.

—Arímnestos, serás un gran hombre —decía—, pero aún no.

Hizo cuchillos de bronce para mí y para mi hermano, unos cuchillos muy finos, con algún trabajo en el centro de la hoja y en las cachas de hueso de cada lado del mango.

En aquel verano, yo trabajé como un siervo, porque éramos pobres y solo teníamos como esclavos a la familia de Bion, y Bion era demasiado experto para perder el tiempo echando aire al fuego, haciendo agujeros en el cuero o cualquier otro trabajo secundario. Y, aunque mi hermano era demasiado pequeño estuvo arando con la ayuda del hijo de Bion, Hermógenes. Juntos valían por un hombre.

A veces, aparecían hombres como Mirón y hacían una arada, reparaban una rueda o, incluso, sembraban un campo. Teníamos buenos vecinos.

Cuando no estaba en la fragua, yo estaba también en el campo. Me gustaba aquella hacienda. Nuestra tierra se encontraba en la cima de una colina, una colina baja, pero hacía que, desde la casa, hubiese una buena vista. En el patio enlosado, donde hablaban los hombres, se veía el poderoso Citerón, elevándose como un dios con la ladera a la espalda, y podían verse los muros de nuestra ciudad justo enfrente de un pequeño valle. Sobre el Citerón, veíamos la tumba del héroe y el manantial sagrado y, si mirábamos hacia Platea, podíamos ver el templo de Hera, reluciente como una lámpara en un cuarto oscuro. Los árboles del bosquecillo de Hera eran como lanzas apuntando a la colina de nuestra pequeña acrópolis, aunque estuvieran a varios estadios de distancia. Teníamos un manzano en la cumbre del olivar, y yo subía y podaba los brotes nuevos en primavera y en otoño. Teníamos vides en la ladera y, cuando no había otro trabajo que hacer, Hermógenes, Chalkidis y yo construíamos espalderas para llevar las vides.

A la orilla del río que pasaba por la base de la colina había un pequeño bosque, y los mayores habían cavado una pequeña poza de peces. Yo hacía como si fuésemos grandes señores, con nuestro propio fuerte en la colina y nuestros bosques para cazar, aunque no hubiese animales más grandes que los conejos. Pero no tengo un recuerdo más querido que ir paseando a casa desde el ágora de Platea con Bion —debíamos de haber vendido algo de vino o, quizá, de aceite, y me habían permitido bajar a la ciudad—, caminando una vez pasado el cruce en el que nuestra carretera bajaba hasta el río para ascender después por la colina hacia nuestra casa, pensando:
«esta es mi tierra. Mi padre es aquí el rey
».

La mayoría de las noches, a menos que
mater
estuviese desvariando borracha, nos reuníamos en el patio después de cenar y mirábamos cómo se ponía el sol. Teníamos un columpio en el olivo del patio.
Pater
me enseñó las hendiduras que había en la rama, hundidas en la madera igual que los surcos que, incluso en la piedra, hacían las ruedas de los carros. El columpio había estado en ese árbol durante las vidas de muchos hombres.

Quizá te parezca una tontería, querida, pero ver una puesta de sol desde un columpio en tu propia tierra es algo muy bueno.

Debió de ser después de la fiesta de Deméter —porque toda la cosecha estaba recogida— cuando llegó Epicteto con sus carros. Tenía dos. Nadie más sabía que tenía dos carros.

—¿Y bien? —dijo cuando sus carros estuvieron en el patio.

Pater
y Bion habían dejado allí todo el bronce, por lo que nuestro patio parecía como si hubiese sido tocado por el rey Midas.

Epicteto se dio una vuelta por allí, cogiendo todas las cosas y, por último, asintió bruscamente. Buscó su copa, se hizo con ella y después miró a
pater
para confirmar que, en efecto, era la suya.

—No recibo muchas peticiones de un arado y bueyes —dijo
pater
.

Epicteto la miró; después, la levantó en su mano.

Bion dio un paso adelante y le sirvió vino en ella.

—Tienes que sentirla llena —dijo con una sonrisa.

Epicteto hizo una libación y bebió.

—Buena copa —dijo—. Paga al hombre —le dijo a su hijo.

—Lo preferiría en bronce, de Atenas —dijo
pater
.

—¿Menos un cuarto por el transporte? —preguntó Epicteto.

—Menos un octavo por el transporte —dijo
pater
.

Epicteto asintió; ambos escupieron en las manos y las chocaron, y el trato quedó cerrado. Después, los hombres contratados cargaron todo el trabajo del verano y los grandes carros comenzaron a bajar la colina.

Yo era lo bastante mayor para saber que toda la reserva de bronce de pater iba en aquellos carros. No le quedaban nada más que restos para hacer reparaciones. Si los ladrones asaltaban a Epicteto por el camino, estábamos acabados. Yo lo sabía.

Y lo sentí así durante las semanas siguientes.
Pater
era un hombre justo, pero, cuando el horizonte se presentaba aciago, nos pegaba, y aquellos días fueron infaustos. Una tarde, incluso le pegó salvajemente a Bion. Yo tiré un cuenco de muy buena calidad y me golpeó con un bastón. Pegó a mi hermano cuando lo encontró mirando a las chicas mientras se bañaban y todos los días estaba furioso con nosotros.

Mater
estaba sobria. Parece raro en ella, pero era como si supiese que era necesaria. Así, dejó de beber y se dedicó a las labores del hogar. Todos los días nos leía en voz alta desde un taburete de su telar, y se mostraba en gran medida como la dama de cuna aristocrática que era.

Me encantaban sus relatos. Nos contaba los mitos de los dioses o cantaba partes de la
Ilíada
u otros relatos y yo los devoraba como mi hermano devoraba la carne. Pero, cuando acababa y la magia de su voz se extinguía, no era más que mi aburrida y bebida madre y ya no podía gustarme, por lo que me volvía al campo.

En aquellas semanas, fui a Platea con Bion y comprometí el crédito de la familia por un cuchillo de hierro. Solo los dioses saben en qué pensaba… ¿un niño pequeño con un cuchillo de hierro? ¿Quién llevaba un bronce perfecto en una correa alrededor del cuello? Los niños son tan inescrutables como los dioses.

Pater
me pegó de tan mala manera que pensé que podía morir. Ahora lo comprendo: había comprometido un dinero que él no tenía. Y estábamos sin blanca. Toda nuestra cosecha y todo nuestro trabajo estaban en Atenas o se habían perdido por el camino. Ahora lo entiendo, pero entonces me dolió mucho más que la paliza. Aquella noche, decidí, con las lágrimas arrasándome la cara, que, en realidad, él no era mi padre. Ningún hombre podía tratar de ese modo a su
hijo
.

Aquel dolor era más profundo que cualquier golpe. Todavía me pesa.

AI día siguiente, me pidió perdón. En realidad, hizo de todo menos rebajarse ante mí, haciendo chistes malos y estremeciéndose cuando tocaba mis heridas, alternándolo con quitarle importancia a mis lesiones. Fue una extraña actuación y, en cierto modo, tan desconcertante como la paliza.

Después, se recuperó. Fuera cual fuese el
daimon
que le estuviera consumiendo el espíritu, él se sobrepuso. Hacía tres semanas o más que había partido Epicteto y ya llevaba una semana de retraso.
Pater
salió a la viña con nosotros y empezó a construir espalderas, un trabajo que él nunca hacía, como si fuera lo más natural del mundo. No se quejó, no pegó a nadie y trabajamos durante todo el día sin parar, bajo los altos y azules cielos del otoño. Las uvas estaban casi maduras y las espalderas crujían. Bion y yo estábamos físicamente recelosos de él; nuestras heridas demostraban que teníamos todo el derecho para estarlo, pero su reproche no pasó de una mirada. Mi hermano arrancó una vid y nos hizo perder una hora de trabajo, pero
pater
se limitó a negar con la cabeza y levantar su hacha de bronce, El se fue al bosque a cortar más soportes y envió a mi hermano al río a cortar juncos.

Era un día de otoño, aunque caluroso. Hermoso: se veía el brillo de la corriente y la línea del río Oroe discurriendo por el valle. Yo sudaba bajo mi quitón y me lo quité para trabajar desnudo, lo que significaba una bofetada de
mater
si me veía, pero no era probable que bajara a la viña.

Bion había traído un cubo de agua del pozo. Me ofreció el primer cazo —en la cima de la colina, yo era el único hombre libre—, pero, aun a aquella edad, yo ya había aprendido algunas cosas.

—Beberé más tarde —dije.

Vi una chispa en la mirada de Bion y supe que había acertado.

Recuerdo aquello y la belleza del día, pero, sobre todo, recuerdo que
pater
vino a por nosotros. No tenía por qué hacerlo; estaba abajo, en el bosque, y había visto los carros de Epicteto que salían de la carretera. Podría haberlos visto incluso a una distancia de tres estadios o más. Y por ser el amo y el hombre que tanto tenía que perder, habría sido natural que cogiera su hacha y bajara al patio, dejándonos trabajando en la colina. Pero no lo hizo. Subió a la colina, cojeando rápidamente.

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