Read ¿Se lo decimos al Presidente? Online
Authors: Jeffrey Archer
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política
Sonó el teléfono y Marc se sobresaltó.
—Hola, Marc. Habla Roger. ¿Quieres salir a tomar una cerveza?
—Ahora no, Roger, ahora no. —Colgó violentamente el auricular.
El teléfono volvió a sonar inmediatamente.
—Bien, Andrews, ¿qué quiere decirme? Dése prisa y vaya al grano.
—Tengo que verle ahora, señor. Necesito que me conceda quince minutos de su tiempo y que me diga qué diablos debo hacer.
Lamentó el «diablos» apenas lo hubo pronunciado.
—Muy bien, si es tan urgente. ¿Sabe dónde vive la procuradora general?
—No, señor.
—Anote: 2942 Edgewood Street, Arlington.
Marc colgó el auricular, anotó cuidadosamente la dirección con mayúsculas de imprenta en la parte interior de una carterita de cerillas con publicidad de una agencia de seguros de vida, y llamó a Aspirina, que no podía completar la siete horizontal.
—Si ocurriera algo, estaré en mi coche con radio. Me encontrarás allí. Dejaré abierta la línea del canal Dos durante todo el tiempo. Algo anda mal en el canal Uno.
Aspirina resolló: últimamente los agentes jóvenes se tomaban demasiado en serio a sí mismos. En tiempos de J. Edgar Hoover no habría sucedido, no habrían permitido que sucediera. De cualquier forma, sólo le faltaba un año para jubilarse. Volvió a los crucigramas. Siete horizontal, nueve letras: se dice de lo que no tiene dueño conocido. Aspirina empezó a cavilar.
Marc Andrews también cavilaba mientras entraba corriendo en el ascensor, bajaba a la calle, subía a su coche y enfilaba a toda velocidad rumbo a Arlington. Cogió East Basin Drive hacia Independence Avenue y pasó por el Lincoln Memorial en dirección al Memorial Bridge. Aceleraba lo más posible en medio de la noche temprana, maldiciendo a la gente que cruzaba apaciblemente la calzada, disfrutando del clima templado y agradable, marchando despreocupadamente hacia ningún lugar en especial. Maldecía a quienes no hacían caso de la centelleante sirena que había acoplado al techo de su coche, maldecía sin cesar. ¿Dónde estaba Stames? ¿Dónde estaba Barry? ¿Qué diablos pasaba? ¿Acaso el director pensaría que estaba loco?
Cruzó el Memorial Bridge y salió por la rampa G. W. Un atasco. No podía avanzar un centímetro. Probablemente un accidente. Un condenado accidente en ese preciso momento. Era lo único que le faltaba. Se introdujo en el carril central y se apoyó sobre el pulsador de la bocina. La mayoría de la gente imaginó que formaba parte del equipo de rescate de la policía, y le dejó pasar. Finalmente llegó hasta la aglomeración de coches patrulla y de ambulancias. Un joven agente de la Metropolitana se acercó a él.
—¿Forma parte de este destacamento?
—No. FBI. Debo llegar a Arlington. Es una emergencia.
Mostró sus credenciales. El policía le dejó pasar y se alejó velozmente del lugar del accidente. Maldito accidente. Una vez que se hubo zafado del atasco, encontró la carretera más despejada. Quince minutos más tarde llegó al número 2942 de Edgewood Street, Arlington. Consultó por última vez a Polly desde la radio del coche. No, ni Stames ni Colvert habían llamado.
Marc saltó a la acera. Antes de que hubiera podido dar un paso, le detuvo un agente del Servicio Secreto. Marc exhibió sus credenciales y dijo que tenía una cita con el director. El agente del Servicio Secreto le pidió cortésmente que esperara junto al coche. Después de consultar en la puerta, guió a Marc hasta una pequeña habitación situada inmediatamente a la derecha de la sala que obviamente hacía las veces de estudio. El director entró y Marc se puso en pie.
—Buenas noches, director.
—Buenas noches, Andrews. Ha interrumpido una cena muy importante. Espero que sepa lo que hace.
El director se mostró frío y brusco. Evidentemente, le molestaba que un agente novato y desconocido le hubiera impuesto una entrevista.
Marc contó toda la historia, desde su primer encuentro con Stames hasta su decisión de pasar por encima de todos. Las facciones del director permanecieron impasibles a lo largo de la narración. Seguían impasibles cuando Marc concluyó. A éste sólo se le ocurrió pensar que había cometido un error. Debería haber seguido tratando de comunicarse con Stames y Colvert. Probablemente ya habían llegado a sus casas. Esperó, con la frente perlada por una tenue película de sudor. Quizás ése era su último día en el FBI. Las primeras palabras del director le tomaron por sorpresa.
—Ha hecho exactamente lo que correspondía, Andrews. En su lugar, habría tomado la misma decisión. Necesitó agallas para venir a exponerme en forma personal el caso. —Clavó la mirada en Marc—. ¿Está absolutamente seguro de que sólo Stames, Colvert, usted y yo conocemos todos los detalles de lo que ha sucedido esta tarde? ¿No lo sabe nadie del Servicio Secreto, nadie del Departamento de Policía metropolitana?
—Así es, señor. Sólo nosotros cuatro.
—¿Y ustedes tres ya habían concertado una cita conmigo para mañana a las diez treinta?
—Sí, señor.
—Bien. Anote lo siguiente en su hoja.
La hoja, como se la conocía comúnmente en el FBI, era una tarjetita de diez por cinco centímetros en la que se podía anotar todo y que cabía en la palma de la mano. Marc sacó una del bolsillo interior de su americana.
—¿Tiene aquí el número de la procuradora general?
—Sí, señor.
—Y mi número particular es el 721-4069. Grábeselos en la memoria y destrúyalos. Ahora le diré qué es, exactamente, lo que hará. Regrese a la Agencia local de Washington. Vuelva a preguntar por Stames y Colvert. Llame al depósito de cadáveres, a los hospitales, a la policía de carreteras. Si no aparecen, le recibiré en mi despacho a las ocho y media de la mañana, no a las diez y media. Esa es su primera tarea. Después, consiga los nombres de los detectives de Homicidios que trabajan en este equipo, conjuntamente con la Policía metropolitana. Ahora confirme si le he entendido bien: no dijo nada acerca del motivo por el que fue a ver a Casefikis.
—Nada, señor.
—Bien.
La procuradora general se asomó por la puerta.
—¿Todo en orden, Halt?
—Sí, gracias, Marian. No creo que te hayan presentado al agente especial Andrews de la Agencia local de Washington.
—No. Mucho gusto en conocerlo, señor Andrews.
—El gusto es mío, señora.
—¿Tardarás mucho, Halt?
—No, volveré apenas haya terminado de darle instrucciones a Andrews.
—¿Se trata de algo especial?
—No, no hay por qué alarmarse.
Evidentemente, el director había resuelto que nadie debía oír la historia hasta que él mismo la hubiera investigado a fondo.
—¿Dónde estaba?
—Me ha dicho que fuera a la Agencia local de Washington, señor, y preguntara por Stames y Colvert.
—Sí.
—Y que después llamara al depósito de cadáveres, los hospitales y la policía de carreteras.
—Correcto.
—Y me ha dicho que averiguara los nombres de los detectives de Homicidios.
—Exactamente. Siga anotando: verificar todos los nombres de los empleados y visitantes del hospital, así como de cualesquiera otras personas de las que se sepa que han estado en las proximidades de la habitación 4308 entre la hora en que se sabía que ambos ocupantes estaban vivos y en la que usted los encontró muertos. Verificar los nombres de los dos muertos utilizando los ficheros del Centro Nacional de Información por Computadoras y del FBI, en busca de cualquier antecedente que podamos tener archivado. Recoger impresiones digitales de todo el personal en funciones y de todos los visitantes y de todas las otras personas de las que se sepa que han estado en las proximidades de la habitación 4308, así como de los dos muertos. Necesitamos todas estas huellas dactilares para eliminar candidatos así como para identificar a posibles sospechosos. Como le he dicho antes, si no encuentra a Stames y Colvert, venga a mi despacho a las ocho y media de la mañana. Si tuviera alguna novedad esta noche, telefonéeme aquí o a mi casa. No vacile en hacerlo. Si son más de las once y media, estaré en mi casa. Si me llama por teléfono, utilice una contraseña… déjeme pensar… Julius. Ojalá no sea profético. Y déme su número. Utilice un teléfono público y yo le llamaré inmediatamente. No me moleste antes de las siete y cuarto de la mañana, a menos que se trate de algo realmente importante. ¿Anotó todo?
—Sí, señor.
—Bien, creo que volveré a la mesa.
Marc se levantó, pronto para irse. El director le colocó la mano sobre el hombro.
—No se preocupe, joven. Estas cosas suceden de vez en cuando y usted ha tomado la decisión correcta. Ha demostrado poseer una buena dosis de autocontrol en una situación desastrosa. Ahora vuelva a su trabajo.
—Sí, señor.
A Marc le alivió que alguien más conociera el trance por el cual estaba pasando. Alguien con espaldas mucho más anchas para compartirlo.
En el trayecto de regreso a la oficina del FBI, cogió el micrófono del coche.
—OLW 180 hablando. ¿Alguna noticia del señor Stames?
—Aún no, OLW 180. Pero seguiré intentando.
Cuando Marc llegó, Aspirina seguía allí, ajeno al hecho de que había estado conversando con el director del FBI. Aspirina había conocido a los cuatro directores en reuniones sociales, pero ninguno de ellos habría recordado su nombre.
—¿La emergencia ha pasado, hijo?
—Sí —mintió Marc—. ¿Ha habido noticias de Stames o de Colvert? —Trató de disimular su ansiedad.
—No, deben de haberse distraído en alguna parte. No te preocupes. Los corderitos encontrarán el camino de regreso a casa sin necesidad de que te cuelgues de sus colas.
Marc no podía dejar de estar preocupado. Fue a su despacho y cogió el teléfono. Polly aún no había obtenido respuesta. Sólo un zumbido en el canal Uno. Le telefoneó a Norma Stames, que tampoco tenía novedades. La señora Stames le preguntó si había alguna razón para inquietarse con respecto a su marido.
—Absolutamente ninguna. —Otra mentira. ¿Sonaba demasiado indiferente?— Sólo que no conseguimos averiguar en qué taberna está.
Norma rió, pero sabía que Nick no frecuentaba tabernas.
Marc llamó a Colvert. En el apartamento de soltero no atendía nadie. La intuición le advertía que algo marchaba mal. Pero no sabía de qué se trataba. Por lo menos podía contar con el director, que ahora lo sabía todo. Consultó el reloj: las 23.15. ¿Qué se había hecho de la noche? ¿Y qué se haría del resto? Las 23.15. ¿Qué planes había urdido para esa noche? Diablos. Había persuadido a una chica encantadora para que le acompañara a cenar. Alzó una vez más el auricular. Por lo menos estaba a salvo en su casa, donde debía estar.
—¿Sí?
—Hola, Elizabeth. Soy Marc Andrews. Lamento sinceramente no haber podido cumplir esta noche. Sucedió algo que escapó a mi control.
La tensión de su tono era perceptible.
—No te inquietes —respondió ella displicentemente—. Me advertiste que no eras confiable.
—Espero que me des otra oportunidad. Si me acompaña la suerte, mañana por la mañana podré poner mis cosas en orden. Probablemente, te veré entonces.
—¿Por la mañana? —preguntó ella—. Si piensas en encontrarme trabajando en el hospital, te recuerdo que mañana es mi día semanal libre.
Marc vaciló, pensando rápidamente en lo que podía decir sin cometer imprudencias.
—Quizás eso sea lo mejor. Temo no tener buenas noticias. Esta noche han asesinado a Casefikis y a su compañero de habitación. La Metropolitana se ocupa del caso, pero no hay pistas.
—¿Los han asesinado? ¿A los dos? ¿Por qué? ¿Quién? ¿A Casefikis no lo mataron sin motivo, verdad? —Las palabras brotaron atropelladamente—. ¿Qué sucede, por el amor de Dios? No, no contestes. De todas maneras no me dirías la verdad.
—No perdería el tiempo mintiéndote, Elizabeth. Escucha, no puedo hacer nada más por esta noche, y te debo un filete enorme por haber estropeado la velada. ¿Aceptarás que te telefonee pronto?
—Será un placer. Pero el asesinato no me despierta el apetito. Espero que atrapéis a los responsables. En el «Woodrow Wilson» vemos los resultados de muchos actos de violencia, pero generalmente nadie los comete entre nuestras paredes.
—Lo sé. Lamento que te veas implicada en esto. Buenas noches, mi bella dama. Que duermas bien.
—Y tú también, Marc. Si puedes.
Marc colgó el auricular e inmediatamente volvió a sentirse agobiado por el peso de los acontecimientos del día. ¿Y ahora qué? No había nada que pudiera hacer antes de las 8.30, excepto mantenerse en contacto por la radio del coche hasta llegar a su casa. Sería inútil que se quedara allí, mirando por la ventana, sintiéndose inerme, enfermo y solo. Fue a buscar a Aspirina, le dijo que se iría a su casa y que telefonearía cada quince minutos porque aún necesitaba hablar urgentemente con Stames y Colvert. Aspirina ni siquiera alzó la mirada.
—Estupendo —asintió, totalmente absorto en el crucigrama. Había completado once columnas, señal evidente de que era una noche tranquila.
Marc enfiló por Pennsylvania Avenue hacia su apartamento. En la primera rotonda, un turista que no sabía que tenía derecho de paso estaba bloqueando el tráfico. Que el diablo lo lleve, pensó Marc. Washington estaba lleno de rotondas, que eran un verdadero incordio. Cuando el alcalde Pierre L'Enfant había diseñado la ciudad con una configuración reticular de calles y avenidas que se abrían en abanico desde el centro, aún no se había inventado el automóvil. Más tarde, los planificadores urbanos habían conciliado la geometría con la geografía, colocando rotondas de tráfico en la mayoría de las intersecciones. Los forasteros que no habían asimilado el arte de girar en el desvío a la derecha podían terminar dando vueltas y vueltas muchas más veces de lo originariamente programado. Por fin, Marc consiguió contornear la rotonda y volver a Pennsylvania Avenue. Siguió conduciendo lentamente hacia su domicilio, en los Tiber Island Apartments, caviloso y angustiado. Encendió la radio del coche para escuchar el noticiario de la medianoche, porque necesitaba distraerse de alguna manera. No había grandes noticias y el locutor parecía un poco aburrido. El presidente había organizado una rueda de prensa sobre el proyecto de Ley de control de armas, y la situación en Sudáfrica parecía empeorar. A continuación, las noticias locales: se había producido un accidente automovilístico en la autopista G.W y en ese momento las grúas estaban extrayendo del río los coches afectados, bajo la luz de los focos. Según los testigos presenciales, un matrimonio de Jacksonville que pasaba sus vacaciones en Washington, los vehículos afectados eran un «Lincoln» negro y un sedán «Ford» azul. Aún no había más detalles.