¿Se lo decimos al Presidente? (11 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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Volvió el joven anónimo de la mirada vigilante y la americana deportiva azul.

—El director lo recibirá ahora.

Marc se levantó, se sintió inseguro, se recompuso, frotó las manos contra sus pantalones para secar el sudor de las palmas y siguió al joven anónimo por la antesala y por el interior del santuario del director. Este levantó la vista, le señaló una silla y esperó que el hombre anónimo saliera del despacho y cerrara la puerta. Aun sentado, el director era un hombre de constitución de toro, con una cabeza enorme asentada sólidamente sobre los hombros macizos. Las cejas pobladas armonizaban con su alborotada melena marrón y áspera, tan rizada que cualquiera podría haberla confundido con una peluca si no se hubiera tratado de H. A. L. Tyson. Sus manazas descansaban abiertas sobre el escritorio, como si éste pudiera alimentar intenciones de escaparse. El delicado escritorio estilo Reina Ana estaba bastante subyugado por el apretón del director. Sus mejillas eran rubicundas, pero no por efecto del alcohol sino del buen y el mal tiempo. Un poco más atrás de la silla de Marc estaba sentado otro hombre, musculoso, pulcramente afeitado y de aspecto taciturno. Un policía de policías.

—Andrews —dijo el director—, le presento al subdirector Matthew Rogers. Le he puesto al tanto de cuanto ocurrió tras la muerte de Casefikis. Designaremos a un par de agentes para que colaboren con usted en la investigación. —Los ojos grises del director eran penetrantes… y taladraban a Marc—. Ayer perdí a dos de mis mejores hombres, Andrews, y nada, repito, nada, impedirá que desenmascare al responsable, aunque haya sido el presidente. ¿Me entiende?

—Sí, señor —respondió Marc con voz muy queda.

—De los comunicados de prensa que hemos remitido a
The New York Times
y a
The Washington Post
inferirá que el público cree que lo que sucedió ayer por la tarde no fue más que otro accidente de tráfico. Ningún periodista ha asociado los asesinatos perpetrados en el «Woodrow Wilson Medical Center» con la muerte de mis agentes. ¿Por qué habrían de asociarlos, cuando en los Estados Unidos se comete un asesinato cada veintiséis minutos?

Junto a él descansaba un expediente de la Policía metropolitana, con la leyenda «Jefe de la Policía metropolitana». Incluso ellos estaban controlados.

—Nosotros, señor Andrews…

Ese trato determinó que Marc se sintiese un poco en la gloria.

—… nosotros no los vamos a desilusionar. He analizado minuciosamente lo que me contó anoche. Sintetizaré mi punto de vista sobre la situación. Por favor, no vacile en interrumpirme cuando lo considere necesario.

En circunstancias normales, Marc se habría reído.

El director estaba consultando el expediente.

—De modo que el griego quería ver al jefe del FBI —siguió—. Quizás habría accedido a su deseo, si me hubiera enterado. —Levantó la vista—. Sea como fuere, he aquí los hechos: Casefikis prestó declaración oral ante ustedes en el «Woodrow Wilson», y el núcleo de su declaración es que a su juicio estaba en marcha una confabulación para asesinar al presidente de los Estados Unidos el 10 de marzo. Esta información la recogió involuntariamente mientras atendía a los comensales durante una comida privada que se celebró en un hotel de Georgetown. Una comida a la cual, según le pareció a Casefikis, asistía un senador de los Estados Unidos. ¿Hasta ahora estoy en lo cierto, Andrews?

—Sí, señor.

El director volvió a consultar el expediente.

—La policía tomó las impresiones digitales del muerto, y no han aparecido en los archivos del CNIC ni en los de la Policía metropolitana. De modo que por ahora debemos presumir, después de los cuatro asesinatos perpetrados anoche, que todo lo que nos contó el inmigrante griego era cierto. Es posible que no haya entendido bien lo que oyó, pero desde luego destapó algo lo suficientemente gordo como para desencadenar cuatro asesinatos en una noche. Creo que también podemos presumir que los responsables de estos hechos diabólicos, quienesquiera que sean, piensan que ahora están a salvo y que han quitado de en medio a todos los que conocían sus planes. Puede considerarse afortunado, joven.

—Sí, señor.

—Supongo que se le habrá cruzado por la mente la idea de que ellos creyeron que era usted quien viajaba en el sedán «Ford» azul.

Marc asintió. Durante las últimas diez horas casi no había pensado en otra cosa. Esperaba que Norma Stames nunca lo pensara.

—Quiero que ahora los conspiradores se sientan seguros, y en consecuencia permitiré que el presidente no modifique sus planes para el 10 de marzo, al menos por el momento.

Marc aventuró una pregunta.

—Pero, señor, ¿eso no colocará en algún grave peligro al presidente?

—Andrews, en alguna parte, alguien, que incluso puede ser un senador norteamericano, planea asesinar al presidente. Hasta ahora, ese individuo no ha vacilado en matar a dos de mis mejores agentes, a un griego que podría haberle reconocido, y a un cartero sordo cuya única relación con el caso consistía en que podría haber identificado al asesino de Casefikis. Si irrumpimos con la artillería pesada, sólo conseguiremos ahuyentarlos. No tenemos en realidad ninguna pista y sería improbable que los desenmascaráramos. Y aunque lo consiguiéramos, seguramente no podríamos probar su culpabilidad. La única esperanza de atraparlos reside en dejar que esos hijos de puta se sientan inmunes… hasta el último momento. Así, tal vez consigamos echarles el guante. Es posible que ya estén asustados, pero lo dudo. Han empleado medios tan violentos con el fin de ocultar sus intenciones, que deben de tener un motivo imperioso para querer desembarazarse del presidente el 10 de marzo. Nuestro objetivo, ahora, radica en descubrir ese motivo.

—¿Se lo diremos al presidente?

—No, no, aún no. Dios sabe que tiene suficientes problemas sin necesidad de agregar otro: el de mirar por encima del hombro, preguntándose qué senador es Marco Antonio y cuál es Bruto.

—¿Qué haremos, pues, durante los próximos seis días?

—Usted y yo tendremos que encontrar a Cassio. Y es posible que no sea el de aspecto demacrado y hambriento.

—¿Y si no lo encontramos?

—Que Dios salve a los Estados Unidos.

—¿Y en caso de que lo encontremos?

—Es posible que usted tenga que matarlo.

Marc reflexionó un momento. Nunca en su vida había matado a nadie. Ahora que lo pensaba mejor, a conciencia, nunca había matado nada. No le gustaba pisar insectos. Y la idea de que la primera persona que quizá tendría que matar fuera un senador de los Estados Unidos le pareció, cuanto menos, intimidatoria.

—No ponga esa cara de preocupación, Andrews. Probablemente no habrá que llegar a ese extremo. Ahora deje que le explique qué es, exactamente, lo que me propongo hacer. Le informaré a Stuart Knight, jefe del Servicio Secreto, que dos de mis agentes estaban investigando a un hombre que alegaba que el presidente de los Estados Unidos sería asesinado en el curso del mes próximo. Sin embargo, no tengo la intención de decirle que es posible que un senador esté comprometido, y tampoco le haré saber que dos de nuestros agentes murieron mientras cumplían con su deber. Eso no le interesa. Quizás en realidad no haya ningún senador implicado, y no quiero que medio país mire a sus representantes electos mientras se pregunta cuál de ellos es un criminal.

El subdirector se aclaró la garganta y habló por primera vez.

—Algunos de nosotros lo pensamos igualmente.

El director no se inmutó.

—Esta mañana, Andrews —prosiguió—, usted redactará un informe sobre la declaración de Casefikis y las circunstancias en que se produjo su asesinato, y se lo entregará a Grant Nanna. No incluya los asesinatos posteriores de Stames y Colvert: nadie debe asociar los dos hechos. Mencione la amenaza contra la vida del presidente pero no la posibilidad de que haya un senador comprometido. ¿No le parece prudente, Matt?

—Sí —asintió Rogers—. Si comunicamos nuestras sospechas a personas que no tienen por qué estar enteradas, correremos el riesgo de desencadenar una operación de seguridad que espantará a los asesinos. Entonces tendremos que limitarnos a recoger velas y empezar de nuevo… si la suerte nos ayuda y se presenta una segunda oportunidad.

—Correcto —dijo el director—. Esta será nuestra estrategia. Hay un centenar de senadores, Andrews. Uno de ellos es nuestro único vínculo con los conspiradores. Usted tendrá la misión de identificar a ese único hombre. El subdirector se ocupará de que un par de novatos sigan las otras pistas que tenemos. No hace falta que conozcan los detalles. Para comenzar, Matt, deberán visitar el «Golden Duck Restaurant».

—Y todos los hoteles de Georgetown, para averiguar en cuál de ellos se organizó un almuerzo privado el 24 de febrero —agregó Rogers—. Y deberán hacer averiguaciones en el hospital. Quizás alguien vio gente sospechosa en los corredores o en el aparcamiento. Los asesinos deben de haber visto nuestro «Ford» allí mientras Colvert y usted, Andrews, entrevistaban a Casefikis. Creo que esto es todo lo que podemos hacer por ahora.

—Estoy de acuerdo —asintió el director—. Muy bien. Gracias, Matt. No le haré perder más tiempo. Por favor, comuníqueme inmediatamente todo lo que descubra.

—Por supuesto —respondió el subdirector. Se puso en pie y salió del despacho.

Marc permaneció mudo, impresionado por la nitidez con que el director había captado los detalles del caso. Su mente debía de parecerse a un fichero.

El director pulsó un botón del intercomunicador.

—Café para dos, por favor, señora McGregor.

—Sí, señor.

—Ahora bien, Andrews, usted se presentará en el FBI todas las mañanas a las siete y vendrá a verme. En caso de emergencia, telefonéeme, utilizando la contraseña Julius. Yo utilizaré la misma cuando lo llame a usted. Apenas oiga la palabra «Julius» interrumpa todo lo que está haciendo. ¿Me ha entendido?

—Sí, señor.

—Ahora, algo muy importante. Si, por cualquier circunstancia, yo muriera o desapareciera, usted informará sólo a la Procuradora general, y Rogers se ocupará del resto. Si el que muere es usted, joven, la decisión quedará en mis manos —sonrió por primera vez, aun cuando ese tipo de humor no era del agrado de Marc—. He visto en su expediente que tiene derecho a dos semanas de vacaciones. Se las tomará a partir del mediodía de hoy. No quiero que usted exista oficialmente por lo menos durante una semana. Ya le han comunicado a Grant Nanna que usted ha sido colocado bajo mis órdenes directas —continuó el director—. Es posible que tenga que tolerarme día y noche durante seis días, joven, y hasta ahora nadie, excepto mi difunta esposa, ha tenido que someterse a semejante sacrificio.

—También usted deberá tolerarme a mí, señor —fue la rápida e irreflexiva respuesta de Marc.

Esperó que le calentaran las orejas, pero en cambio el director volvió a sonreír.

La señora McGregor apareció con el café, lo sirvió y se fue. El director bebió el suyo de un sorbo y empezó a pasearse por el despacho como si estuviera enjaulado. Marc no se movió, a pesar de que sus ojos no se apartaron de Tyson en ningún momento. Su mole y sus anchos hombros se zarandeaban de arriba abajo, y su enorme cabeza de espesa pelambre se mecía de un lado a otro. Estaba inmerso en lo que los chicos del FBI denominaban un torbellino intelectual.

—Lo primero que hará, Andrews, será averiguar qué senadores estaban en Washington el 24 de febrero. Como faltaba poco para el fin de semana, la mayoría de esos fantoches debían de estar revoloteando por todo el país, pronunciando discursos o pasando las vacaciones con sus hijos malcriados.

Lo que hacía popular al director era que no hablaba a espaldas de la gente sino que decía explícitamente lo que pensaba en la cara de los interesados. Marc sonrió y empezó a distenderse.

—Cuando hayamos elaborado esa lista, procuraremos descifrar qué es lo que tienen en común. Separaremos a los republicanos de los demócratas, y después los agruparemos por sus intereses públicos y privados. A continuación, deberemos averiguar cuáles tienen algún nexo con el presidente, pasado o presente, cordial u hostil. Su informe abarcará todos estos detalles y estará listo para nuestra entrevista de mañana por la mañana. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Ahora quiero que comprenda algo más, Andrews. Como seguramente sabe, durante la última década el FBI ha estado en una posición política muy comprometida. Los cancerberos del Congreso viven esperando que nos excedamos en nuestra legítima autoridad. Si de alguna manera lanzamos sospechas sobre un miembro del Congreso, sin tener pruebas incontestables de su culpabilidad, despedazarán al FBI. Y con razón, a mi juicio. En una democracia, los organismos policiales deben inspirar confianza, demostrando que no subvertirán el proceso político. Deben ser más honestos que la mujer del César, ¿me entiende?

—Sí, señor.

—A partir de hoy tenemos seis días, y a partir de mañana cinco, y quiero atrapar a este hombre y sus amigos
in fraganti
. De modo que ninguno de nosotros dos se regirá por los horarios oficiales de trabajo.

—No, señor.

El director volvió a su escritorio y solicitó la presencia de la señora McGregor.

—Señora McGregor, éste es el agente especial Andrews, quien durante los próximos seis días trabajará en estrecha relación conmigo en una investigación extraordinariamente delicada. Cada vez que quiera verme, hágalo pasar en seguida. Si estoy con cualquier otra persona que no sea el señor Rogers, notifíquemelo inmediatamente… sin trámites burocráticos ni antesalas.

—Sí, señor.

—Y le agradeceré que no hable de esto con nadie.

—Por supuesto, señor Tyson.

El director giró hacia Marc.

—Ahora volverá a la Agencia local de Washington y pondrá manos a la obra. Le espero en este despacho mañana a las siete de la mañana.

Marc se puso en pie. No había terminado su café. Quizás el sexto día se sentiría con derecho a decirlo. Le estrechó la mano al director y se encaminó hacia la puerta. En el momento en que se disponía a abrirla, el director agregó:

—Andrews, espero que sea muy prudente. Mire por encima de ambos hombros al mismo tiempo.

Marc se estremeció, salió rápidamente del despacho y avanzó por el pasillo. Mientras esperaba el ascensor mantuvo la espalda sólidamente apoyada contra la pared, y al llegar a la planta baja marchó sin apartarse de las paredes laterales del corredor. Allí se encontró con un grupo de turistas que estudiaban las fotos de los diez criminales más buscados de los Estados Unidos. ¿Acaso al cabo de una semana uno de ellos sería un senador?

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