Authors: Antonio Muñoz Molina
Intentarás en vano recordar el metal de su voz, que hace años dejó de visitarte en sueños; volverás a tener la sensación de que adivinas las palabras que ella habría pensado, que sigue diciéndote en el interior de tu conciencia las cosas que hubiera querido que supieras y no tuvo tiempo de contarte, las advertencias que tanto te habrían servido, que te habrían ayudado quizás a no cometer algunos errores. O quizás te siguió protegiendo y guiando sin que tú lo advirtieras, presente e invisible en tu vida, como las ánimas a las que tu tía les encendía las mariposas de luz que flotaban en tazones de aceite sobre los aparadores y las mesas de noche, dando un temblor de presencias fantasmas a las sombras.
Quizás volvió a ti en sueños que no recordabas al despertar y te dijo cosas que te salvaron de las peores posibilidades de tu vida, en las que se perdieron tantos de tu generación, vecinos del barrio y camaradas de la adolescencia que acabaron como muertos vivientes y se quedaron helados con una aguja en un brazo y los ojos abiertos, envejecidos y aniquilados por la muerte en los que deberían haber sido los años mejores de la juventud. Podrías haber tenido un destino como el de tu prima, que también te ha visitado después de muerta en algunos sueños, que compartió contigo los veraneos infantiles en el pueblo y era casi idéntica a ti cuando murió tu madre, las dos abrazadas en su entierro, pero ella era siempre más gamberra, más temeraria en todo, igual en los juegos de niños que en las tentativas sexuales con los primeros novios, en la excitación de la velocidad en una moto y en el mareo de un porro de hachis, y más tarde en cosas de mayor atrevimiento y peligro, en las que tú también podías haber caído, aunque te daban tanto pánico, cuando advertías su desasosiego sin motivo aparente y el brillo de ansia que empezó a haber siempre en sus ojos.
Verás la llanura con su verdor de oasis, y sobre ella las laderas donde cuelgan las casas en calles empinadas, sostenidas por contrafuertes verticales o rocas a las que se adhieren hiedras y zarzas y de las que sobresalen higueras locas. Por ahí trepabas con tu prima, siempre detrás de ella, asustada y a la vez picada por su valentía, y acababais las dos sudorosas y jadeando, con las rodillas tan desolladas como las de los chicos. Escucharás antes de llegar el ruido del agua que baja escondida por las acequias y buscarás enseguida con tu mirada ansiosa la hilera de cipreses que señala el camino hacia la cima pelada del cerro y termina ante las tapias pardas del cementerio, que tienen el mismo color áspero de esa tierra desnuda, desértica de pronto, a tan poca distancia del agua y el verdor del valle: desierto y oasis, las cumbres agrietadas por torrenteras secas, teñidas de un rojo de óxido, las casas más altas ya contagiadas por esa misma sequedad, todas abandonadas desde hace mucho tiempo, con sus ventanas sin postigos ni cristales y sus techumbres caídas, con los muros de un color de greda, como ruinas de adobe en un desierto que van volviendo a su origen primitivo de tierra o arena. Allá arriba, en lo más alto, por encima de los últimos almendros y de las casas en ruinas, al final del camino sinuoso que marcan los cipreses, y en el que de noche se encienden unas pocas luces, allí es donde yo quiero que me entierren, con la gente de mi familia y con mis vecinos de toda la vida, entre los mismos nombres que escuché desde niña, en el cementerio tan pequeño que nos conocemos todos, y desde el cual se dominan las laderas y el valle y las casas colgadas del pueblo con una amplitud tan despejada que da vértigo.
Irás volviendo y desde mucho antes de que el nombre que te gustaba tanto desde niña aparezca en un indicador al costado de la carretera ya habrás sido trastornada por el regreso, hipnotizada por él, por la gran corriente del tiempo que te llevará hacia atrás a una velocidad aún mayor que la del coche en los tramos llanos y rectos de la autopista, todavía cerca de Madrid, de tu vida presente, a varias horas y cientos de kilómetros de la llegada, pero ya volcándote entera hacia ella, cambiando la expresión de tu cara sin que tú lo adviertas, pareciéndote a quien eras a los cuatro o cinco años, en la edad de tus primeros recuerdos de ese viaje, y también a quien fuiste cuando tenías diecisiete y tu madre murió. Te apretó la mano sobre la sábana estrujada y revuelta de su cama de hospital y te dijo algo que no entendiste y que en realidad apenas salió de sus labios, y la mano húmeda se desprendió suavemente de la tuya, con una especie de delicadeza, y ya no fue del todo la mano conocida y acariciada tantas veces de tu madre, apretada en tantas noches de agonía e insomnio, sino la mano abstracta de una muerta, que ya tenía un tacto neutro e inerte cuando apoyaste en ella tu cara estragada por el agotamiento y las lágrimas, llamándola por última vez, negándote a aceptar que se hubiera ido tan sin aviso, en unos segundos, como quien procura irse con sigilo para evitar a los que se quedan la congoja de una larga despedida.
Yo espío siempre, te observo. Conduzco y me vuelvo hacia ti un instante advirtiendo en tu cara la expresión nueva que va imponiéndole el viaje, y así descubro algo de cómo eras cuando aún me faltaba mucho para conocerte, me dedico a una secreta arqueología de tu cara y tu alma. Te pasé el teléfono, que había sonado a una hora incierta, casi a la medianoche, y mientras escuchabas lo que alguien te decía e ibas asintiendo, tu cara ya no era la misma que un minuto antes, que en cualquiera de los años que llevo viviendo contigo.
Tu vida anterior es un país del que me has contado muchas cosas, pero que nunca podré visitar. El pasado, las vidas anteriores, los lugares de donde te fuiste para no volver, las fotos de las vacaciones de verano. El timbre del teléfono ha roto el silencio, el sosiego intacto de la casa, y cuando tú has colgado después de escuchar y asentir y hacer preguntas en voz baja el tiempo antiguo ha irrumpido en tu vida de ahora, en la mía, nos ha envuelto a los dos, sin que yo lo sepa aún, en su niebla de dulzura y distancia, de pérdida y remordimiento. Te acuerdas, la hermana de mi madre, que nos cuidó tanto cuando ella murió, ahora está muriéndose de un cáncer, no le queda ni una semana, unos días, dice mi primo, el médico, el hermano de aquella prima mía que se murió tan joven.
Agradecerás el dolor porque te justifica en parte contra el remordimiento de haber pasado tanto tiempo sin ir a visitarla, acordándote apenas de ella. A ti te bastaba saber que la querías, que había sido la única presencia cálida y firme en tu vida durante muchos años, tu madre delgada o la sombra de tu madre, a quien se parecía mucho, aunque sin rastro de su atractivo, una versión anterior y más ruda de su hermana pequeña. No te hacía falta ir a verla y ni siquiera llamarla, porque iba contigo de una manera casi tan honda como el recuerdo de tu madre, pero no pensabas que ella no recibía señales visibles de ese amor que te vinculaba tanto a ella pero permanecía tan oculto como arraigado dentro de ti. Demasiado tarde advertirás que no hiciste nada por acompañarla en los últimos tiempos amargos de su vida solitaria, en la casa tan grande a la que ya no iba nadie a pasar los veranos. Siempre había otras cosas que hacer en la agitación de tu vida, acreedores más exigentes. Ella parecía que fuese a estar siempre en la misma actitud, igual que permanecía en la misma casa, tan invariable como ella, tan dispuesta siempre para recibirte con la misma lealtad, por mucho tiempo que pasara. Ella, la casa, el pueblo, pertenecían a un reino intangible, no afectado por el olvido ni por el paso del tiempo, ni siquiera por tus largas ausencias. Si te descuidabas un día, una hora, en las urgencias sobresaltadas del trabajo, alguna desgracia podía sobrevenirte; si dejabas de ver a un amigo durante una temporada tenías miedo de haberlo perdido; ni en el amor ni en el cuidado de ti misma abandonabas nada al azar ni te acomodabas en la costumbre, de modo que en casi todos tus actos, tus sentimientos y deseos, había un filo de ansiedad, que fácilmente derivaba hacia la angustia. Te habías quedado tan despojada de todo cuando tu madre murió y se rompió de un día para otro el orden de tu casa que ya no eras capaz de confiar en la permanencia de las cosas, y disfrutabas lo que tenías con un remordimiento de provisionalidad y de segura pérdida, y cuando lograbas algo, un trabajo, una amistad, una casa, no llegabas a creer que de verdad fuera tuyo, o que tuvieras derecho a una tranquila posesión. Por eso siempre te entregabas al deseo con la vehemencia de la primera y de la última vez, y si te gustaba adornar los lugares en los que vivías con objetos muy escogidos, también dejabas grandes espacios vacíos, de modo que allá donde tú estuvieras parecía que hubieras vivido siempre, por la presencia cuidada de las cosas y su intima relación contigo, y también que acabaras de llegar, o que en cualquier momento fueras a irte. En ti y en todo lo que tuviera que ver contigo se adivinaba la intención segura de lo muy cuidadosamente elegido y la consistencia frágil de lo que puede quebrarse o perderse, de lo que es fruto de las conjunciones del azar.
Sólo el pasado lejano permanecía siempre firme, el país extranjero y muy anterior a mi llegada del que me hablabas tanto y al que yo nunca habría podido viajar contigo, porque estaba, no en un punto accesible de los mapas, sino en una región vedada del tiempo, y las tres sílabas moriscas de su nombre no describían un lugar, sólo formulaban un conjuro que no podía resonar en mi memoria, aunque fuera la sustancia misma de la tuya: pero bastó el timbre de un teléfono a medianoche para que la prisa y la muerte y la culpa invadieran aquel reino estático, y ahora te das cuenta de que cada día, cada hora, cada minuto lo amenazan, y miras de soslayo el indicador de velocidad y el reloj del salpicadero, calculas los kilómetros que faltan, los días o las horas que le quedan de vida a tu tía, a la que no has visto en los últimos años, a la que imaginabas tan a salvo de la vejez y la muerte como en esa foto en blanco y negro de su juventud en la que está vestida de verano, del brazo de tu madre, las dos tan parecidas y sin embargo una de ellas gallarda y atractiva y la otra no, las dos riéndose, inocentes de un porvenir donde la enfermedad y la muerte no existen y en el que ni tú ni yo somos ni siquiera posibilidades.
Según progresa el viaje los nombres de la carretera invocan lugares de la infancia, y el espacio se trasmuta en tiempo, se proyecta en dos dimensiones simultáneas, el ahora mismo imperioso de llegar cuanto antes y el ayer recobrado y estático, contenido en los nombres de las señales kilométricas, en el recuerdo vivo y preciso de otros viajes.
Al mirar por la ventanilla y reconocer los paisajes que habías visto de niña tus ojos adquieren sin que te des cuenta la mirada de entonces. Es el comienzo de las vacaciones de verano, y la emoción y la impaciencia de llegar son mucho más poderosas que el cansancio de tantas horas en el coche, cada nombre al costado de la carretera y cada cifra son una promesa que se repite cada año y que sin embargo no pierde su contenido claro y absoluto de felicidad. No recuerdas la sucesión de los veranos, aunque habrías podido organizarlos según los episodios de tu niñez y tu adolescencia, concluidas de golpe un día irrespirable de julio en la habitación de un hospital, frente a la cara de cera de la mujer que acababa de morir y sin embargo ya estaba dejando de parecerse a tu madre. En tu memoria de las cosas lejanas todos los veranos se resumían en uno solo, ancho y sereno como el fluir de un gran río, y todos los viajes eran variaciones sobre una experiencia idéntica de aproximación al paraíso. Sentada delante, en los recuerdos más antiguos, en el regazo de tu madre, mirando la carretera y quedándote poco a poco dormida, mirando el perfil de tu padre que conducía y fumaba o volviéndote hacia tus hermanos, que se peleaban en los asientos de atrás y seguramente te guardaban algo de rencor porque eras la pequeña y porque ibas en brazos de tu madre, que todavía era muy joven y no estaba enferma, o aún no lo sabía o al menos no dejaba que tus hermanos y tú llegarais a saberlo. Pero quizás ya entonces, mientras te llevaba en brazos y se quedaba abstraída, estaba notando en el pecho los latidos difíciles de su corazón, estaba pensando que iba a morirse y que no te vería hacerte adulta, no llegaría a saber qué iba a ser de ti, o que ese viaje de verano al pueblo donde había nacido podía ser el último para ella. Cuando el coche saliera de la última curva, al mismo tiempo que tú descubrías el paraíso de las huertas en la vega y las casas escalonadas en la ladera, ella alzaría los ojos hacia la cima rojiza y desértica donde está el cementerio y pensaría, ahí es donde yo quiero que me entierren, con la gente que quiero y que me conoce, no en uno de esos cementerios de Madrid lleno de muertos anónimos.
Verás el nombre por fin, a la entrada del pueblo, alumbrado por los faros del coche, y notarás entonces todo el mareo y el cansancio del viaje, pero apenas un rescoldo de la felicidad antigua de llegar. Ahora es invierno y es noche cerrada, y aunque de lejos las luces te han dado la sensación de que todo permanecía intacto poco a poco vas viendo que las cosas ya no son exactamente familiares, que ahora es de cemento el suelo que recordabas empedrado, con tallos de hierba en los intersticios de los cantos redondos, que hay edificios desconocidos e invasores que desfiguran esquinas y tapan perspectivas, que está cerrada y decrépita la tienda a la que tu madre y tu tía te mandaban de niña a hacer los recados domésticos, en la que te comprabas bollos y pequeñas golosinas, refrescos de gaseosa y polos en verano. Mi prima era más gamberra que yo, y en cuanto podía le robaba a su madre unas monedas del mandil y me traía con ella a comprar helados y chocolatinas. Yo observo con mucha atención, miro las cosas que me indicas y la expresión de tu cara mientras nos acercamos por a la casa donde tía está agonizando, pero soy consciente de que no veo lo mismo que tú, los fantasmas que te han recibido nada más llegar y que ahora te escoltan o te acechan según subimos una cuesta pavimentada de cemento, por una calle con poca luz en la que hay muchas casas clausuradas.
Ya estamos llegando: la casa, al final de la cuesta, a la que llegabas jadeando de excitación, corriendo calle arriba para adelantarte a tus hermanos, empujando con tus dos manos infantiles la gran hoja de la puerta que sólo se cerraba de noche, a la hora de acostarse. Ahora también está entornada la puerta, y hay luces en todas las ventanas, luces que dan en medio de la oscuridad invernal una sugestión de noche en vela y alarma. Empujarás la puerta temiendo haber llegado tarde y por un momento te parecerá descubrir gestos de reprobación en las caras fatigadas que se vuelven para recibirte, tan envejecidas como si las hubiera devastado una misma enfermedad. Doy besos, estrecho manos, escucho nombres, intercambio palabras en voz baja, soy el desconocido al que ellos aceptan como uno de los suyos porque vengo contigo. Y al formar parte de tu vida también pertenezco a este lugar, a la fatigada pesadumbre de quienes llevan muchas noches velando a una enferma y a su luto anticipado por ella. Hay un niño de once o doce años, un hombre joven que debe de ser su padre y me estrecha la mano de bienvenida y amistad con un vigor muy cálido.