Authors: Antonio Muñoz Molina
En casa, cuando era muy niña, mis padres me hablaban de Rusia y de Stalin, y cuando llegó al puerto de Leningrado el barco que nos traía de España lo primero que vimos fue un gran retrato suyo, que parecía que nos daba la bienvenida y nos sonreía, como cuando lo veíamos en los noticiarios sonriéndole a un niño al que cogía en brazos. Pero cada vez nevaba más fuerte y había más gente en la calle, y ya no nos movíamos, ya no avanzaba la multitud en ninguna dirección, y por encima de la música de los altavoces se escuchaban las sirenas de las fábricas, todas las sirenas de Moscú sonando al mismo tiempo, como cuando había alarmas aéreas durante la guerra, y entonces yo empecé a sentirme atrapada, igual que cuando corría escaleras abajo hacia un refugio y temía tropezarme y que me arrollaran, sentía que me empujaban, que me agobiaban, que no podía respirar, la gente apretándome por detrás, por delante, por los lados, hombres y mujeres con sus abrigos y sus gorros y el vaho de sus alientos dándome en la cara, en la nuca, el mal olor de los cuerpos poco lavados y de la ropa húmeda, y yo abriendo mucho la boca para respirar, entre golpes de sudor y tiritones de frío, queriéndome proteger el vientre con las dos manos, porque mi hijo se movía, daba vueltas dentro de mí con más fuerza que nunca, como si él también se sintiera encerrado y agobiado, y entonces ya no pude resistir más y empecé a abrirme paso, o a intentarlo, tenía que irme antes de que me fallaran las piernas y me cayera al suelo y me pisaran el vientre, antes de que viniera por algún lado un apretón de la multitud y me viera empujada y aplastada contra una pared, yo y mi hijo indefenso, mi hijo al que cualquier cosa podría aplastar. Empujé, supliqué llorando, mostré sin ninguna vergüenza mi vientre tan hinchado, tiritaba de frío, lloraba a gritos porque se me contagiaba el llanto de los demás por la muerte de Stalin y también porque quería marcharme cuanto antes de allí y llegar a una calle despejada, a una calle en la que no hubiera nadie y por la que pudiera apresurarme hacia mi casa respirando a pleno pulmón, sujetándome el vientre en el que mi hijo no paraba de moverse, que casi parecía que iba a ponerme de parto allí mismo, entre la gente que no se apartaba, que no se movía ni un centímetro, forrados en abrigos y gorros y echando vaho entre los copos de nieve, y yo desabrigada, como una idiota, no sé siquiera si llevaba un pañuelo a la cabeza, si me había calzado antes de salir las botas de nieve, perdida luego en unas calles en las que no había estado nunca, cuando por fin pude abrirme paso, yo sola de pronto, con la cabeza descubierta y el pelo empapado y toda mi barriga delante, perdida en una calle de Moscú que no conocía y en la que no había nadie a quien preguntarle el camino. Se lo cuento a mi hijo y me dice, mamá, qué pesada eres, si me lo has contado ya mil veces, me lo dice en ruso, claro, porque él apenas habla nada de español, pero tiene una pinta española que es mi orgullo, aunque su padre, que en paz descanse, era de Ucrania, lo veía vestido de soldado cuando hizo el servicio militar y me parecía estar viendo a su tío, a mi hermano, igual de alto y de moreno, igual de alegre, con la visera de la gorra echada a un lado de la cara, con el cigarro en la boca y esos ojos guiñados, como los actores de cine que me gustaban tanto de niña. Hace dos años que no lo veo, ni conozco a mi nieto menor, porque con mi paga yo no tengo dinero para un billete a Moscú, y él es ingeniero químico y el sueldo casi no le alcanza para sostener a su familia, que le hablen a mi hijo de la libertad y de la economía de mercado, si a veces tengo yo que mandarle unos dólares para que llegue a fin de mes o para que pueda comprarle un cochecito a mi nieto, yo que cobro en España la pensión mínima, una limosna, aunque no sabe los años y los sinsabores que me costó conseguirla, y que tengo una pensión rusa que se queda en nada, unos rublos que no valen nada, después de haber trabajado mi vida entera, de no haber dejado ni un día de padecer desde que era una niña.
Lo decía Lenin, libertad para qué. Para qué queríamos los mineros la libertad de la República si nos mandaron a la Legión y a la Guardia Civil y cazaban a tiros a los huelguistas como si fueran animales, y a mi madre la encerraron, aunque no había hecho nada, sólo por ser la esposa de un sindicalista, y a mi padre lo torturaron y lo mandaron a un penal de África, a Fernando Poo, y cuando la amnistía del Frente Popular volvió enfermo de malaria, tan envejecido y amarillo que no lo reconocí y me eché a llorar cuando me abrazó. Yo no quería que él se fuera nunca, desde muy pequeña no podía dormirme hasta que mi padre no volvía de la mina, y hacía todo lo posible por esperarlo levantada, o me despertaba si había tenido el turno de noche y llegaba a casa antes del amanecer. Qué alegría oír la puerta cuando él la empujaba, oír su voz y su tos y oler el humo de su cigarro, lo puedo oler ahora exactamente, aunque han pasado más de sesenta años, me siento aquí y vienen los recuerdos y también vienen los olores de las cosas y los sonidos que había entonces, y que ya tampoco existen, y me acuerdo de los ojos de mi padre brillando en la cara oscurecida de polvo de carbón y de la manera que tenía de llamar a la puerta, y yo pensaba, ya ha venido, no le ha pasado nada, no ha habido una explosión en la mina ni se lo han llevado los guardias civiles. Qué raro haber vivido yo tantas cosas, haber estado en tantos sitios, en Siberia, en un barco que se quedó atrapado en el hielo del Báltico, en aquellas guarniciones de los Urales a las que destinaban a mi marido, cuando no podíamos salir de noche por miedo a los lobos que aullaban en los bosques, con lo cobardona y lo poco amiga de novedades y aventuras que era yo de niña, que lo habría dado todo por tener una familia como las demás, incluso las que eran más pobres que la nuestra en los poblados de la mina, porque esas niñas podían ir a la escuela descalzas y con piojos, pero por lo menos a sus padres no se los llevaban presos de vez en cuando ni tenían que pasarse meses escondidos, ni dejaban solos a sus hijos las noches enteras para irse a sus reuniones de comités y sindicatos. Yo lo único que quería es lo que he querido siempre y nunca he conseguido, vivir tranquila, tener mi casa, arreglarme con poco y no llevarme sobresaltos, pero no ha habido modo, los recuerdos más antiguos que tengo son ya de mudanzas a toda prisa y de noches en los bancos de las estaciones, o de tener miedo a que ocurriera una gran desgracia, a que a mi padre lo hubieran matado los civiles o lo hubiera sepultado una explosión o un derrumbamiento de la mina. Todavía lo pienso y me palpita el corazón, lo miro en esa foto de encima del piano y me parece que está vivo y que puede pasarle algo, o que me despierto y está a mi lado, con un regalo en la mano, que me ha traído de un viaje, aquella cajita de nácar que me trajo cuando vino de Rusia y había pasado tanto tiempo que no lo conocí y me eché a llorar al verlo. Yo, en el fondo, y aunque no se lo dijese nunca a nadie, los sueños que tenía de niña eran de pequeña-burguesa, qué diría mi madre si pudiera oírme. Quería tener siempre cerca a mis padres y a mi hermano, ir a la escuela, y de vez en cuando a misa, y hacer la comunión como aquellas niñas a las que veía salir vestidas de blanco de la iglesia, con sus rosarios y sus libros de nácar en las manos, con sus zapatos de charol, no como yo, que hasta en invierno llevaba unas alpargatas viejas y se me quedaban helados los pies y el barro se les pegaba a las suelas de cáñamo. A mis padres les estaba siempre oyendo hablar de la Revolución, pero yo lo que quería era que las cosas no cambiaran, que fuera un poco a mejor, eso sí, que a mi padre no le faltara el jornal y que pudiéramos comer caliente todos los días, y tener buenas mantas y abrigos y botas en invierno, pero me daba pánico que se trastornara todo, como ellos deseaban, y me asustaba cuando mi padre hablaba de emigrar a América, o cuando nos decía que tendríamos que irnos a Rusia porque aquélla era la patria de los trabajadores del mundo. La casa donde vivíamos cerca de la mina era poco más que una choza, aunque mi madre la tenía siempre barrida y ordenada, pero yo me eché a llorar cuando tuvimos que dejarla para mudarnos a Madrid, me parecía que me arrancaban el corazón al marcharme de allí. Subimos al tren y mi hermano, siendo tan chico, estaba loco de contento, pero yo me moría de pena por tener que dejar nuestra casa tan pobre y tan limpia y también la escuela que me gustaba tanto y las amigas que tenía. Pero a los pocos meses de vivir en Madrid ya me había acostumbrado y también quería quedarme a vivir allí para siempre, y que me conocieran todas las vecinas y las señoras de las tiendas, y se hicieran amigas mías las niñas de la escuela a la que me llevaron y la maestra que les riñó el primer día cuando se burlaron de mi acento, que debía de ser un asturiano muy cerrado. Teníamos una vivienda diminuta, en una corrala del barrio de Tetuán, dos cuartos en un corredor lleno de vecinos, pero mi madre los arregló enseguida, con las pocas cosas que teníamos, y parecía que nos habíamos mudado por fin a una casa de verdad, y por primera vez el retrete, el servicio, como dicen ahora, lo teníamos en casa, al final del pasillo, no en un corralón, o en medio del campo, como los animales. Mi padre ya no tenía que ir a la mina, sino a un trabajo que yo no sabía lo que era, en un periódico o en el sindicato, y al principio pensé que llevaríamos una vida normal, que ya no tendría que estar asustada cada vez que se retrasara mi padre o que empezara una huelga y hubiera de noche reuniones en mi casa, que me daban rabia porque los hombres fumaban tanto que no se podía respirar, y cuando se iban quedaba un olor a tabaco que tardaba días en desaparecer y mi madre y yo teníamos que barrer el suelo de colillas y ceniza.
A mí lo que me gustaba era ir a la escuela, y que la maestra me quisiera mucho, y me habría gustado también ir a confesar y a comulgar, tan chica y ya tenía mis contradicciones ideológicas. Soñaba con colocarme en un taller de costura cuando terminara la escuela, en bordarme yo mi propio ajuar, y en hacerme muy amiga de las chicas que trabajaran conmigo. Me aficioné tanto a Madrid que imaginaba que ya me quedaba a vivir allí para siempre, y se me pegaba enseguida el acento de las otras chicas, y me gustaba subirme a los tranvías y aprender a moverme por el metro, y cuando juntábamos mi hermano y yo unos céntimos nos íbamos al gallinero de algún cine a ver las películas de Clark Gable o las del Gordo y el Flaco. Allí he dicho, al referirme a Madrid, como si no fuera en Madrid donde estoy ahora mismo, pero se me olvida muchas veces y me despierto creyendo que estoy en Moscú. Pero si digo allí es como si dijera entonces, porque Madrid era otro, otra ciudad que yo no encuentro cuando salgo a la calle, o cuando me asomo al balcón, que tampoco me asomo casi nunca, por el ruido de los coches que están pasando siempre por esa carretera, de día y de noche, no me acostumbro nunca, y mis amigas me dicen, pero mujer, pon cristales dobles, pero cómo voy yo a gastarme ese dineral con mi paga, y además, con todo lo que hemos pasado, tampoco voy a quejarme porque haya ruido de coches, peor es el ruido de los bombardeos o pasar el invierno en una guarnición a cuarenta grados bajo cero, y peor todavía es estar muerto, como tantos y tantos que yo he conocido. De qué voy a quejarme, si tengo la mejor casa en la que he vivido nunca, nunca en mi vida, y además con un poco de suerte ya no voy a moverme de ella, como no sea cuando me lleven al cementerio, y allí también tengo asegurada mi plaza, en el cementerio civil, al lado de mi madre, las dos juntas en la tumba igual que lo estuvimos siempre en la vida, salvo aquellos primeros años horribles de Rusia en los que estuve sola y no sabía si volvería a verla, o si ella y mi padre estarían muertos, o si se habrían olvidado de mí, tan ocupados con su guerra y su Revolución. No es que yo quiera acordarme, o que me esfuerce, sino que me siento aquí y las cosas empiezan a venir, como si estuviera en una sala de espera y fueran entrando los muertos, y también los vivos que están muy lejos, mi hijo que no puede venir a verme y no puede estar hablando conmigo más de cinco minutos cuando me llama por teléfono por miedo a la factura, mi nieto pequeño, que no me conoce, y yo le hago arrumacos y le canto canciones de cuna, las que nos cantaba mi madre a mi hermano y a mí y las que yo aprendí en Rusia y le cantaba a mi hijo. Me da miedo salir a la calle y como casi todo lo que necesito me lo hago subir del supermercado o me lo trae un camarada muy amable que vive cerca de aquí, pues yo casi no tengo que moverme, y así me ahorro el susto de otro atraco y el miedo a irme muy lejos y a no encontrar el camino de vuelta, que es otra cosa que a mí me ha pasado desde siempre, que me pierdo enseguida, sobre todo cuando hay mucha gente. Cuando empezó la invasión de los nazis y nos iban a evacuar de Moscú iba por la estación de la mano de mi madre y hubo un tumulto y la mano se me soltó, y me vi perdida entre tantos miles de personas, entre el ruido de los altavoces que no entendía y de los trenes que silbaban antes de la partida, y eché a correr como una loca sin ver siquiera hacia dónde porque tenía los ojos llenos de lágrimas, y chocaba con las piernas de la gente y tuve que escaparme de un guardia que me quería atrapar, que ya me había agarrado de un brazo. Iba corriendo a lo largo de un tren que ya se había puesto en marcha, y había racimos de gente colgada de los estribos, de las ventanillas, agarrándose a cualquier cosa, empujándose los unos encima de los otros, y entonces vi a mi madre que me llamaba asomada a la puerta de un vagón y corrí más fuerte hacia ella, pero el tren ya había empezado a tomar velocidad y me quedé atrás, y ya me parecía que estaba perdida para siempre, en aquella estación que era la más grande y la más llena de trenes que yo había visto nunca, entre toda aquella gente que daba vueltas en remolinos queriendo marcharse, ocupando hasta las vías. Vi otro tren que arrancaba a mi lado, y sin pensarlo salté a él, pero en ese momento alguien tiró de mí, y era mi madre, que me apretó contra ella, mi madre que también había creído que no iba a encontrarme nunca y que me habría perdido si tarda un segundo más en mirar al tren que arrancaba a su lado, camino de Vladivostok, me dijo luego, en el Pacífico, cómo me habría encontrado si llego a empezar ese viaje a través de Siberia. Pero es que yo soy muy atolondrada, me merecía los azotes que me dio mi madre aquella vez, me daba azotes en el culo y besos al mismo tiempo, cómo estarás tú de la cabeza, me decía, mira que soltarte de mi mano, cabeza de chorlito, así me llamaba siempre.
Me pierdo en Madrid más de lo que me perdía en Moscú, y no me gusta preguntarle a la gente porque se me quedan mirando raro, a lo mejor por mi acento, o porque me ven pinta de extranjera, yo lo comprendo, de rusa, aunque no vaya a creer que en Rusia me ven menos rara que aquí. Así que para evitarme disgustos no salgo, me paso el día aquí, arreglando mis cosas, tan a gusto, mi piso entero para mí y mi calefacción central que no se avería nunca, será pequeño pero es mío, tan pequeño que no sé ya dónde poner tantas cosas, pero no me decido a tirar ninguna, con lo que me gustan todas, con los recuerdos que me traen, bastantes cosas ha ido perdiendo una en la vida como para no guardar y cuidar las que le quedan. Mire esos pañitos de crochet que tejía mi madre cuando encontrábamos un poco de hilo blanco en Moscú, que no era siempre, aunque ella se arreglaba con cualquier cosa, tenía tan buena mano para la aguja que de cualquier pingajo hacía un primor. En eso tampoco salí yo a ella, y me decía, qué manos tan bonitas tienes, y qué inútiles, que parecen manos de burguesa, y era verdad, se me desollaban enseguida, con cualquier trabajo, me martirizaban los sabañones, y ahora que puedo cuidármelas un poco y me pinto las uñas me da un poco de remordimiento, porque sí que parecen manos de burguesa, sobre todo por lo torpes que son. Se me estropea cualquier cosa y no sé arreglarla, se me caen al suelo y se me rompen, se le salió uno de los botones al televisor cuando iba a encenderlo y no sabe lo que me costó buscarlo por el suelo, con el poco espacio que hay, y lo mal que me muevo yo, sobre todo después de que me tiraran al suelo al atracarme. Me pasé días buscando el botón, porque no conseguía encender la tele, y cuando volví a ponerlo se caía otra vez, así que ya ve el apaño que hice, lo pegué con un poco de esparadrapo, y si lo aprieto con cuidado aguanta y no vuelve a salirse. Cómo voy a tirar nada, si cada cosa tiene una historia tan larga, y yo me las cuento a mí misma cuando estoy sola, como si fuera la guía de un museo. Ese Lenin que hay encima del televisor es de bronce, cójalo y verá cómo pesa, y fíjese lo bien que está sacado el parecido, alguna amiga me dice, mujer, ponlo en un sitio algo menos visible, que alguien se puede molestar, y yo le digo que aquí no viene nadie a verme, y además que si viene alguien y se molesta pues lo siento, que les den, como dicen en Madrid, ¿no tienen ellos sus crucifijos y sus vírgenes y sus retratos del Papa? Pues yo tengo a mi Vladimir Ilych, encima de ese pañito que me tejió mi madre una vez para mi cumpleaños, mire que ya está poniéndose amarillo, y la de kilómetros que ha hecho, que ya lo llevaba conmigo cuando a mi marido lo destinaron a Arcanstgel, y se quedaba el pañito tan tieso del frío como si fuera de hojalata. Esas muñecas con trajecitos siberianos las trajimos de allí, y también la percha, retiro los abrigos y se la enseño bien, las pezuñas son auténticas, disecadas, de esos renos tan grandes que había. Y los cuadros pequeños, ya me había dado cuenta de que no paraba usted de mirarlos, son dibujos que hacía Alberto Sánchez, con lo que tenía a mano, hojas de papel y lápices de colores de la escuela, me acuerdo de verlo dibujando sobre la mesa de la cocina, en el apartamento donde vivíamos en Moscú, el último invierno de la guerra, si se acerca verá lo perfectos que son los detalles, y la cuadrícula del papel. Hablaba de la época de la siega en su pueblo de Toledo y según iba hablando dibujaba lo que nos contaba, y nos parecía que estábamos en España y no en Moscú, y que notábamos el calor del verano y el picor del polvo del trigo en la garganta. Mire las camisas blancas, cómo las llevan remangadas los segadores, los sombreros de paja, las hoces, las cuerdas con las que se atan los pantalones de pana, los montones de gavillas. Y el pueblo, de lejos, como decía Alberto, que se veía al doblar una curva, con el campanario de la iglesia y el nido de las cigüeñas, y esos montes azules al fondo, qué habríamos dado nosotros por verlos entonces, cuando creíamos que nunca íbamos a volver a España, y para muchos fue verdad, que nunca volvieron, como el pobre Alberto, que ya no vio nunca más su pueblo, y está enterrado en Moscú. Una amiga que entiende me dice que venda los dibujos, que pueden darme un buen dinero por ellos, y se agobia cuando ve tantas cosas como tengo, que no podrás rebullirte, me dice, deshazte de todo, borrón y cuenta nueva, tira lo que no vale nada, que es la mayor parte, y lo valioso véndelo, pero yo no quiero separarme de nada, cada cosa tiene una parte de mi vida, hasta ese cuadro que a mi amiga le da tanta rabia, a quién se le ocurre enmarcar la tapadera de una caja de galletas, pero a mí me gusta mucho, me trae muchos recuerdos, la plaza Roja con sus cúpulas de colores y ese azul que tiene el cielo algunas mañanas de verano, y me gusta que las cosas estén en relieve, tóquelas, los torreones de la muralla del Kremlin, la catedral de San Basilio, el mausoleo de Lenin. Yo tenía esa caja de galletas hace mil años, pero me gustaba tanto que no me desprendía de ella, tan exacto que se ve todo, con los colores tan vivos que tiene de verdad, y antes de venirme de Moscú le recorté la tapa y le puse el marco.